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– ¿Cómo te llamas?

Pero ella se encogió de hombros y no respondió. Después fue hacia la puerta del saloncito y la abrió. Detrás esperaba el aya vieja de Amr, dispuesta a lavarla de nuevo y a vestirla.

– ¿Cómo te llamas? -insistió Ya'kub.

La niña volvió la cara para mirarlo.

– Fat'ma -dijo por fin, y se dejó arrastrar por el aya.

Era pronto. El tráfico por el puente de Qasr al-Nil, nunca excesivo en aquellos años, rodaba aún más ligero que de costumbre. Allá abajo, el río enorme se deslizaba con pereza hacia el delta; en sus orillas los niños chapoteaban, jugaban, reían, se retaban, llamaban la atención para que los demás los miraran tirarse de cabeza y al segundo reaparecían chorreando agua, con el pelo muy negro y los hombros cobrizos destellando al sol. Más allá, sus madres lavaban la ropa de rodillas y la sacudían contra las piedras de la ribera. Las falucas habían salido a pescar al centro del río y decenas de barcazas navegaban cargadas de caña, plátanos y sacos de yute, dejándose llevar por la corriente o remontándola tiradas desde la orilla por muías y asnos. Como cada día. Nada había cambiado salvo el mundo de Ya'kub.

En el interior del landó encargado por Amr hacía calor. El sol pegaba ya de plano sobre la visera del carricoche. Olía a orín de caballo.

– No puedo -murmuró Ya'kub.

– ¿No puedes qué? -preguntó Amr.

– ¿Cómo voy a vivir ahora?

– Ah, Ya'kub, Ya'kub -dijo, adivinándole todos los pensamientos-, esas eritreas dan placer, huelen bien… cuando las lavan, son sumisas, pero hay que pagarles el servicio -dijo «servicio» con un punto de desprecio-, y luego también son ignorantes, analfabetas y, a la larga, se les pudren los dientes y contraen enfermedades. Fat'ma se llama, ¿no? Nunca te casarás con ella… Ni lo pienses… que ni siquiera te tiente la idea, que es lo que os suele ocurrir a los jóvenes románticos e inexpertos. Todo lo más, harás de ella tu concubina y, con el dinero de tu padre, se la comprarás al jeque Ibrahim y se la arrancarás de las garras -lo señaló con un dedo-: Pero para entonces, ya será demasiado tarde y la pobre y hermosa Fat'ma habrá sido contagiada por la vida horrible que le espera. Pero habrá otras. -Guardó silencio un instante y le puso una mano sobre la muñeca para consolarlo. A Ya'kub se le escapó un sollozo. Y Amr concluyó con inusitada dureza-: No, hijo, un cairota de la nobleza como tú se casa con la princesa Nadia, no con Fat'ma, la puta eritrea.

– Pero entonces -contestó al cabo de un rencoroso silencio el muchacho, mordiendo las palabras con amargura y revolviéndose en el asiento para mirar a Amr con rabia-, ¿por qué?

– ¿Por qué? ¿Por qué fuiste a besar a Nadia a su jardín y luego a copular con Fat'ma? Es una cuestión de perspectiva, de mantener los pies bien puestos en la tierra.

– ¿Perspectiva? Yo no necesitaba perspectiva, sólo seguir mi camino -dijo Ya'kub con una madurez que sorprendió a Amr-. ¿Y tú me dices que me case con una princesa? ¿Tú que desprecias a esa gente y que ayer me decías que el verdadero Egipto es éste de Fat'ma y no el de Nadia?

– Es así. Te diré más, Ya'kub. Y métete esto en la mollera: Nadia y Fat'ma son las dos caras de una misma moneda. Y es una moneda que te pertenece… y tú decides a cuál quieres poseer en cada momento de tu vida. -Alzó las manos como si le estuviera ofreciendo el mundo-. Bueno, si no quieres tenerlas a las dos…

– ¡No puedes decirme eso!

– ¿No? Pues a eso me refería al decirte que Egipto son dos países distintos: uno de oropel que te pertenece porque eres hijo de tu padre el Bey, y otro de tierra, mugre, pobreza y corazón, que es el del Nilo -precisó, señalando el río que se deslizaba por debajo de ellos-, el de los camellos, los mullahs, los barrios viejos de El Cairo, los cafetines y el sexo libre de todas esas mujeres que, como Fat'ma, sólo pretenden una oportunidad de ser felices. Tú estás en los dos, Ya'kub, y predigo que los dos acabarán siendo tuyos.

– Pues vaya -contestó el chico con inesperado sarcasmo-. No me lo creo: de modo que voy a transformar Egipto y a apoderarme de mi tierra acostándome con las… con una… ¿cómo la llamas…?

– Puta, se llaman putas.

– Eso… -se sonrojó-. ¿Con cuántas hasta que el país sea mío? ¡Menuda tontería! ¿Y para eso me destruyes el corazón?

– Pero no seas melodramático, Ya'kub. Piénsalo un poco. No te he destruido nada… Simplemente te he allanado el camino. Ahora ya sabes de qué se trata, te ha sido desvelado el gran misterio del sexo. -Rio-. Lo único que he hecho es colocarte a tus quince años en situación de dejar de temblar como una hoja cada vez que te enfrentes con tu prometida -dijo «prometida» como si fuera cosa hecha y definitiva-, la princesa Nadia, y con el resto de la corte a la que, si Alá no lo remedia, acabarás perteneciendo.

– Sí, mi prometida. Ya no, Amr. ¿Y cómo me voy a poner delante de ella, cómo le voy a poder mirar a los ojos? Se dará cuenta de que la he traicionado. ¿Y yo? Cuando la mire a los ojos, ¿no estaré viendo los de Fátima?

Amr sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.

– Ése será nuestro secreto.

Capítulo 9

La llegada de Nicky Desmond aquella misma tarde en el tren de Alejandría fue para Ya'kub el acontecimiento sentimental que necesitaba para olvidar por unas horas sus males de amores. O al menos para empujarlos al fondo de sus emociones, convirtiéndolos en dolores sordos, inquietantes hasta que se recordaban.

Padre e hijo acudieron a la estación de Bab el-Hadid y se colocaron en el andén a la altura de donde debía parar el vagón de primera clase, separados del resto de la gente por una barrera infranqueable de policías armados con varas flexibles con las que fustigar a los que, llevados por la emoción de la espera, se extralimitaran. Los privilegios de clase tenían sus ventajas. Por un momento, Ya'kub pensó que el Bey ni siquiera veía al resto de la gente, que todos aquellos miserables no existían para él, pero luego recordó sus miradas de hielo a los miembros de su propia familia cuando merecían su desprecio y la delicadeza con que trataba a sus beduinos y a los nubios, al gordo Mahmud y a los suyos y comprendió que era perfectamente capaz de distinguir entre unos y otros. Tal vez la cosa fuera más suticlass="underline" el Bey se sabía parte de un estamento privilegiado pero no displicente. No había personas y «chusma», como la llamaban en la corte del rey Fuad, había almas refinadas y gente simple. En esa distinción no cabía el desprecio. Pensaba Ya'kub.

El convoy entró en la estación soplando por los cuatro costados, soltando vapor y carbonilla, pero yendo tan despacio que cualquiera habría podido subirse o bajarse en marcha con la misma facilidad que usaban las escaleras de su casa. De hecho, a medida que los vagones alcanzaban el principio de los andenes, decenas de personas se descolgaban de sus portezuelas abiertas, alejándose después como si tal cosa, con sus fardos ya en equilibrio sobre sus cabezas o sus maletas de cartón atadas con cordeles de esparto precariamente abrazadas al pecho.

Los coches de segunda clase iban ocupados por funcionarios egipcios vestidos con trajes y chalecos arrugados y no muy limpios, pero iguales a los de los británicos a quienes imitaban. También viajaban en los mismos vagones soldados ingleses de uniforme, probablemente de regreso de maniobras en el delta del Nilo o en los alrededores de Alejandría. Así debía de ser, puesto que sus oficiales ocupaban compartimentos de primera clase y, al apearse, más de una bota o una guerrera venía manchada de barro sin que evidentemente hubiera dado tiempo a los ordenanzas a limpiar aquello antes de que los mandos los devolvieran a todos a los cuarteles de Qasr al-Nil.