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El Bey se había asegurado de que Nicky Desmond tuviera medio vagón para él solo con doble compartimento-cama, baño y salón, y, en efecto, enseguida pudieron ver, asomado a una de las ventanillas, el rostro siempre solemne del Mayor, impecablemente afeitado y con una grave sonrisa iluminándole las facciones.

No venía solo, sin embargo. Asomada junto a él había una mujer morena, más pizpireta que guapa, con los ojos escondidos detrás de unas grandes gafas oscuras y la boca pintada de carmín vivo. Contrariamente a lo que era costumbre en las europeas, no llevaba sombrero, sólo el pelo negro y corto, con los rizos, ésos sí a la moda, agitándose al viento.

El Bey, que había levantado una mano en señal de saludo, mandó a dos porteadores que subieran al vagón y se hicieran cargo de los equipajes mientras amigo y acompañante bajaban al andén.

– ¡Nicky! -dijo con calor-. ¡Bienvenido a El Cairo! Hacía tiempo que te esperábamos. -Y estrechó ambas manos con las suyas.

– ¡ Ahmed! ¡Por fin! -respondió Desmond con su modo tan peculiar y solemne de hablar. A Ya'kub se le llenaron los ojos de lágrimas al reconocer aquella voz, que era la de la familia dejada atrás, la del hogar de toda su niñez. Se pasó las manos por las mejillas para que nadie se lo notara-. Al fin he llegado, amigo mío. ¿Y este joven? -preguntó fijando la mirada en Ya'kub-. ¡No puede ser Jamie! Hace un año, Ahmed, te dejé un niño y me devuelves un hombretón. Ven que te vea, jovencito… ¡Cómo has crecido! -Y extendiendo una mano, estrechó la de Ya'kub.

El muchacho hubiera querido abalanzarse a sus brazos, pero Nicky lo mantuvo a distancia, aunque luego, en un gesto de extraordinaria calidez para su modo habitual de comportarse, le dio dos palmadas en el hombro. El Bey sonrió, comprendiendo que aquella exhibición de inusitado entusiasmo en un oficial británico revelaba la intensidad de sus sentimientos hacia su hijo. Luego Nicky sujetó a Ya'kub por los brazos.

– Te hemos echado de menos, hijo, y tu madre te manda muchos besos. No te los voy a dar, claro, pero haz como si los hubieras recibido. -Sonrió.

– ¡Oh, Nicky! -fue lo único que acertó a decir Ya'kub, escapándosele un horroroso gallo, el segundo del cambio de voz forzado por la emoción en tan pocos días. Después, durante el resto de la tarde, casi no le quitó ojo, como temiendo que se esfumara si apartaba la mirada de él aunque fuera durante unos segundos.

Entonces, no sin curiosidad, el Bey volvió la cabeza hacia la acompañante de Desmond. Era alta, además de terriblemente atractiva, y tenía unas preciosas pantorrillas que lucía por debajo de la falda, cortada como mandaban los cánones de París. En las comisuras de los labios tenía formadas dos arrugas, supuso el Bey que de tanto sonreír, como si fueran paréntesis de buen humor.

– ¡Oh, Ahmed, perdóname! Estoy hecho un maleducado. Permíteme que te presente a la señora Rosita Forbes, una gran amiga que se ha empeñado en conocer Egipto de la mano de quienes son…

– Los mejores cicerones posibles, estoy segura. -Tenía la voz cálida y algo ronca de los fumadores empedernidos-. ¿Cómo está usted, sir Ahmed? He oído hablar tanto de usted que me parece que le conozco desde hace años y con más intimidad de lo que sería apropiado.

El Bey le tomó la mano y se la besó.

– Espero que lo que haya oído de mí no sea del todo malo. Madame Forbes, me encanta que haya decidido venir hasta aquí y será un placer hacerle descubrir los secretos de Al Qahira.

– Te puedo decir una cosa, Ahmed. Rosita Forbes tira a esgrima como una campeona. No estoy muy seguro de que ni siquiera tú seas capaz de derrotarla.

El Bey sonrió y abrió las manos separándolas del cuerpo.

– Pues libraremos un combate en el Club de Esgrima de Ezbekiya y morderé el polvo sin ofenderme… demasiado.

Rosita Forbes lo miró y dejó que se le escapara una brillante sonrisa mientras ladeaba la cabeza.

– Claro -dijo.

Ya'kub no salía de su asombro. Nunca había visto a su padre flirtear ni pronunciar frases galantes. Ni siquiera en la corte, en donde habría sido fácil, casi obligado. Se puso violentamente colorado de la vergüenza que le provocaba la nueva actitud del Bey. Y además, ¿cómo iba a concebirse que nadie le pudiera derrotar con un florete en la mano? ¿Y una frágil mujer por añadidura? ¿Qué tonterías eran esas? ¿Se trataría de las mismas bromas, los mismos flirteos ligeros que Nadia había ensayado con él? No podía ser otra cosa que una frivolidad a flor de piel y sin consecuencias inmediatas. Porque, desde luego, no podía ser aquello que al muchacho aún le ardía en el bajo vientre; su padre, no. El Bey, no.

Nicky, mirando al Bey, dijo:

– Me he tomado la libertad de reservar una suite en el Shepheard's para Rosita. Si te parece conveniente, yo también me hospedaré en el hotel.

– No, nada de eso. Madame Forbes me perdonará la mala educación, estoy seguro, pero tú y yo tenemos mucho de qué hablar y planear y es más conveniente que te alojes en mi casa. Además, a Ya'kub le daría una enfermedad si no lo hicieras. Si estuviéramos en Londres, querida amiga, usted vendría a vivir a mi casa sin dudarlo. Lamentablemente, estamos en Egipto y debo proteger su buen nombre.

– Claro que sí, sir Ahmed -contestó ella-. Lo comprendo perfectamente… siempre y cuando no me dejen abandonada en el hotel.

– Desde luego que no -dijo el Bey riendo-. Tendrá usted una limusina a su disposición en todo momento y, a menos que decida otra cosa, la esperaremos a almorzar y cenar todos los días… y a un combate de esgrima a las ocho de cada mañana.

La cena de aquella noche en el palacio Hassanein fue brillante y divertida. Era la primera a la que asistía Ya'kub en su vida. Todos los hombres iban vestidos de frac con condecoraciones, menos Ya'kub, claro, y Nicky, que iba con uniforme de gala del ejército británico y con kilt, la falda escocesa, y las señoras, de traje largo y cubiertas con las mejores joyas compradas en París y Londres, menos Nadia, claro, a quien habían puesto un sencillo vestido blanco y que, por su edad, no llevaba joya alguna; sólo se había recogido el sedoso pelo en un moño sobre la nuca. A Ya'kub le pareció que estaba arrebatadora.

El más ilustre de los invitados, el padre de Nadia, Kamal al-Din Hussein, sólo acudía a estas comidas porque se celebraban en casa del Bey y a él, hombre culto y apacible, le divertía muchísimo la conversación que, como siempre, burbujeaba alrededor de la mesa, un día, en torno a la momia de Tutankamón, recién descubierta y exhumada aquella mismísima tarde, que los ingleses pretendían llevarse a Londres, los alemanes, robar, y los franceses, proteger en el Louvre; y enseguida se saltaba a las últimas novedades editoriales de Londres y París o al escándalo de la situación económica en Alemania. Otro día se discutía la última novela de Curzio Malaparte, en la que ponía de vuelta y media a la corrupción romana. Hoy las noticias del día eran que Stravinski había estrenado Renard y Diaghilev, Picasso y James Joyce habían cenado con él para celebrarlo. Marcel Proust acababa de morir en París («¿sabe? -había confiado Proust a una amiga-, hoy me ha pasado una cosa extraordinaria: es una gran noticia; he puesto la palabra fin; ya me puedo morir»).

– ¡Qué epitafio para la propia vida! -había exclamado el príncipe.

– El príncipe Kamal al-Din -susurró Nicky Desmond a Rosita Forbes- no quiso ser rey; le correspondía y no quiso. Sólo le interesa la lectura y viajar por el desierto.

Rosita, que iba deslumbrante con un escotado vestido de seda y pedrería, le preguntó con curiosidad:

– ¿De verdad? ¿Y cuál es su mujer?

– La princesa Nimet-Allah, allí a la derecha.

– Pues es bien guapa.

– Ya lo creo… Es prima de Kamal y ambos son sobrinos del rey Fuad. Y encima, es la mujer más rica de Egipto. A su lado, esa señorita tan bella es, si no me equivoco, su hija la princesa Nadia. Luego está…