– Bueno, alteza, vienen conmigo el mayor Desmond, mi hijo Ya'kub, un retén de cinco o seis senussi armados y, entre camelleros, cocineros y sirvientes, unos veinte más.
Hubo un murmullo alrededor de la mesa y, en voz muy baja, Nadia dijo:
– No quiero que te vayas. Dejarás de quererme…
Amr, que debía de tener un oído finísimo, la miró frunciendo el ceño.
– ¿No tendrías un sitio para mí? -preguntó entonces el príncipe.
Todos rieron.
Y de pronto, con gran aplomo, Rosita Forbes dijo:
– ¿Y para mí? Yo también quisiera ir al desierto. ¿Me llevará usted, sir Ahmed?
Se hizo un gran silencio en el comedor. Unos segundos después, el vizconde Allenby carraspeó y la princesa Nimet-Allah inclinó la cabeza sonriendo, para ver mejor a Rosita Forbes, que se sentaba un poco desplazada a su derecha.
– ¿Cómo dice? -preguntó el Bey.
– Me gustaría mucho ir al desierto con ustedes, sir Ahmed. No soy nueva en estas lides y…
– ¡Pero el viaje es muy peligroso, señora Forbes!
– Con mi primer marido ya estuve en la India, en China y en Australia, y le aseguro que aquello no fue un paseo por Kew Gardens en Londres. Bueno… quiero decir con mi primer y único marido…
– Le voy a aclarar una cosa, señora Forbes -interrumpió el príncipe Kamal-. En el mundo musulmán, las mujeres no corren aventuras. Preferimos cuidarlas y evitarles los peligros inherentes a un viaje a lo desconocido. Un viaje de tantas millas a lomos de un camello, pasando sed y hambre… -sonrió-. ¿Ha comido usted alguna vez ragú de tripa de camello muerto de calor? -No añadió que él tampoco, puesto que no hay beduino que se coma su camello, pero le pareció una buena imagen para hacer más evidente la idea de la dureza del viaje-. Le aseguro que tiene poco que ver con la maravillosa cena que nos está dando Ahmed Hassanein Bey… Un viaje así no es lo más idóneo para una mujer.
– Yo… -dijo Rosita Forbes.
– No se preocupe, sin embargo. Además de ser el primer proponente de la igualdad de sexos, debo aclarar que no está en mi mano prohibirlo o autorizarlo. Creo que dejaremos que esa responsabilidad recaiga en Ahmed Hassanein. -Y miró al Bey para cederle el privilegio.
– Sir Ahmed, sé bien que soy una pobre mujer desvalida y que no estoy preparada para los rigores de un viaje por el desierto -dijo no sin sorna-, pero ¿qué le parecería un combate a florete a tres toques y si le gano, consideramos que puedo acompañarles?
– ¡Aha! -exclamó la princesa Nimet-Allah-. Ese es un buen reto, Ahmed… ¿Qué contestas?
– Ah, alteza, que, aunque yo acepte y la señora Forbes me derrote, cosa -sonrió- más que probable, el permiso para que nos acompañe al desierto no depende de mí. Depende de las costumbres de las tribus que viven en él y, en todo caso, de la aprobación del Gran Senussi Sayed Idris. Y le aseguro que conseguirlo no sería tarea sencilla. Entre otras cosas porque el viaje nos llevará por el oasis de Kufra, el lugar sagrado de los senussi, vedado a una mujer extranjera.
– Digamos, entonces -insistió Rosita Forbes-, que el precio por su derrota a esgrima sería intentar convencer al rey de los senussi de que me deje acompañarlos.
– No. Como dice el príncipe Kamal, no estoy seguro de poder garantizar su bienestar durante el viaje, madame Forbes. Incluso si Sayed Idris diera su autorización, lo que me parece impensable, insisto en que los peligros son numerosos y graves. Debo añadir, querida amiga, que cada integrante de la expedición llevará una misión muy concreta. No sólo nos disponemos a vagabundear por el desierto -añadió con algo de sequedad-, tenemos tres misiones específicas. La primera es política. Debemos consolidar las alianzas con los senussi de la Cirenaica, no siempre fáciles después de la guerra de Sollum de hace pocos años. Debo señalarle que los senussi, además de musulmanes, son unos creyentes excesivamente rigurosos de la secta sufí y que la presencia de una mujer, europea para más señas, en nuestra expedición, incluso sin que llegáramos a Kufra, no sería acogida con favor… Eso, en el supuesto de que la toleraran.
– Me puedo disfrazar…
Hubo una carcajada general en torno a la mesa. El único que no alteró su grave expresión fue el Bey.
– En segundo lugar -continuó como si no hubiera oído la interrupción-, el objetivo principal de la expedición es ir redescubriendo las rutas tradicionales de las caravanas y encontrando oasis desconocidos o legendarios, pozos de agua, poblados beduinos, fijando con precisión sus coordenadas, me refiero a latitud y longitud. El último que lo intentó, el único, debería decir, fue un explorador alemán, Rohlfs, a mediados del siglo pasado. Perdió todos sus instrumentos científicos en el intento y poco faltó para que se dejara la vida en la aventura. Bien, además de la investigación geográfica, que debo hacer personalmente, me propongo recoger especímenes geológicos que serán importantes para analizar el curso de la historia del desierto. También me encargaré de eso. Y, finalmente, es mi intención penetrar hacia el sur con objeto de establecer con exactitud los límites fronterizos entre Egipto, la Libia italiana, el África Ecuatorial francesa y el Sudán. Me temo que las condiciones de un viaje así serán de extremada dureza. No estoy muy seguro de que podamos hacerlo con garantías de regreso.
Las últimas palabras del Bey fueron recibidas con un silencio sobrecogido. Rosita Forbes apretó los labios y avanzó la mandíbula, pero no dijo nada. Nicky Desmond se enderezó instintivamente, como si estuviera echándose encima y en exclusiva la responsabilidad y el mando de cualquier operación militar que garantizara el buen fin de la expedición.
– No quiero que vayas -murmuró Nadia.
Ya'kub buscó con la mirada a Nicky, que le guiñó un ojo, pero no supo decidir si era para tranquilizarle porque la expedición sería menos arriesgada de lo que parecía, o para hacerle ver que el niño, por el mero hecho de acompañarlos al desierto, se había convertido en uno de ellos y se jugaría la vida como los demás, como un hombre.
Habían hablado mucho, antes de la llegada de los invitados a la cena.
– ¿No preguntas por tu madre? Te echa mucho de menos, ¿sabes?
– Yo también la echo de menos, Nicky -respondió Ya'kub tras un silencio.
– ¡Qué silencios, Jamie!
Hablaron de la vida de Ya'kub en El Cairo, pero sobre todo recordaron la casa de Woodstock, las carreras de caballos y las cacerías.
– ¿Ya has cazado por aquí? En el delta se hacen ojeos de patos, codornices, faisanes… de todo.
– No. No hemos ido a cazar…
– Pues yo creo que tu puntería te será útil en la expedición por el desierto. ¿Y a las carreras?
– Sí, eso sí. Mi padre tiene una cuadra y vamos bastante. Siempre le digo a Hamid…
– ¿Hamid?
– Sí, es mi mejor amigo… Bueno, Amr, también, pero es viejo… Siempre le digo a Hamid que mi padre va a llevar sus caballos a Inglaterra para hacer la temporada de carreras y que iremos todos, quiero decir, él, Amr, Hamid y yo. Y tú estarás allí.
El Mayor dio un bufido.
– Claro, ¿dónde quieres que esté? ¿Y tu amigo Hamid vendrá con nosotros al desierto?
– Desde luego, Nicky. Ya lo creo, sí. Mi padre lo ha permitido.
– Me gustará conocer a Hamid.
– Te ganará al backgammon.
Capítulo 10
La sobremesa fue muy larga y, contrariamente a la tradición, las señoras no se retiraron mientras los caballeros encendían sus cigarros habanos. Tanto la reina Nazli como la princesa Nimet-Allah insistían en que en El Cairo la separación de sexos después de cenar era degradante para las mujeres en un país milenario en el que ellas habían desempeñado y desempeñaban un papel preeminente. Claro, que nadie se creía semejante cosa, que en realidad sólo se debía a que ningún hombre en Egipto se atrevería a enfrentarse a la ira de la Reina o al enfado de su sobrina. La Reina había establecido la costumbre un día en que uno de los comensales, al ver que no se aplicaba, le había preguntado tímidamente por la vigencia del código de conducta que preveía la separación de hombres y mujeres después de los banquetes.