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– Mi querido Al-Rihani Pasha, ¿ha oído usted hablar del juez Qasim Amin, el autor del opúsculo, muy discutido, eso sí, sobre la razón del retraso de Egipto? ¿Se acuerda? Me parece que fue publicado en 1898. ¿La razón de nuestro atraso? El estatus de la mujer. La llave del progreso de este país está en la educación femenina. Y no empezaremos a pensar con lógica en esa dirección hasta que dejen de humillarnos. No puedo estar más de acuerdo con el argumento. ¿Y usted?

Cuando casi todos los comensales se hubieron ido y en el salón de fumadores sólo quedaban Kamal al-Din, Rosita Forbes, Nicky, Amr y, naturalmente, Ya’kub y el bey, la charla se hizo más relajada, menos formal.

– Iremos en mi yate hasta Sollum, Ahmed -dijo entonces el príncipe-. Me propongo pasar un tiempo en el oasis de Siwa para quitarnos de en medio de esta maldita ciudad, Alá el más grande se apiade de ella. Es verdad que el desierto es terrible y despiadado, pero quienes lo hemos conocido una vez, tenemos que volver a él, atraídos como por un imán. Nimet prefiere quedarse en El Cairo y, por tanto, Nadia con ella. Así sea. Me habría gustado alejar a mi hija de las tentaciones absurdas de la capital, las modas de París y los cotilleos de Groppi, y que aprendiera de los sacrificios que impone la soledad, pero… Así que os llevaré a Sollum y haremos el viaje juntos hasta Siwa. ¡Ah, Ahmed! -exclamó batiendo las palmas con entusiasmo-, escucha esto: me he comprado unos Citroën que no se han comercializado siquiera porque acaban de salir de la fábrica de Francia. Son los nuevos Citroën Kégresse, especialmente fabricados para el desierto: las ruedas traseras son orugas recubiertas de goma, y delante, entre las dos ruedas, llevan un tambor giratorio que impide que las gomas encallen en las dunas. ¡Son verdaderamente fantásticos! Me acaban de llegar tres a Sollum y los usaremos para el trayecto hasta Siwa. Luego, ya, el resto de la expedición lo haréis como tú quieres, con los camellos, entre otras cosas porque aún no tenemos organizado el suministro suficiente de benzina que os permita adentraros en lo desconocido sin riesgo de quedaros tirados en medio del desierto. Pero de Sollum a Siwa… me parecería una pérdida inútil de tiempo que vosotros os fuerais por vuestra cuenta tardando diez días mientras yo recorro la misma distancia en no más de dos. Será agradable porque, además, el clima es ahora excepcionalmente benigno…

– Te lo agradezco mucho, Kamal.

El príncipe hizo un gesto con la mano para indicar que no tenía importancia.

– Será conveniente que organicemos la intendencia lo más rápidamente posible. Me parece que lo mejor será alquilar en Sollum los camellos que sean imprescindibles para bajar la impedimenta hasta Siwa y después, el resto de los que necesitéis, allí, para continuar el viaje.

El Bey asintió.

– Mandaré a mi gente mañana para que lo haga. Llevarás tus caballos desde aquí, ¿no?

– Sí.

– ¿Sir Ahmed?

– ¿Señora Forbes?

– No quisiera parecerle impertinente…

Nicky alzó la cabeza con sorpresa y el Bey levantó las cejas.

– ¿No?

– No. Desde luego que no. Pero creo que debo insistir…

– Me pareció que habíamos zanjado este asunto, señora Forbes.

– Déjala que exponga sus razones, Ahmed -interrumpió Nicky, rehaciéndose-. Tiene derecho a ser oída… e incluso a convencernos.

El Bey hizo un gesto con la mano.

– Es que quiero insistir, sir Ahmed, no sólo en mi apasionado deseo de formar parte de esta expedición, cosa para la que no tengo más argumentos que los que ya he expuesto, sino, sobre todo, porque creo que les puedo ser útil.

– ¿Sí?

– Verá. Durante los numerosos viajes realizados con mi primer marido, me vi obligada a hacer de la necesidad, virtud, y tuve que aprender las más urgentes y precisas nociones de navegación por compás y mediante la lectura de estrellas…

El Bey la miró con sorpresa.

– ¿Me está diciendo que es usted una experta geógrafa?

– Pues sí.

– Pero, madame Forbes, no necesito una geógrafa. De esa tarea ya me encargo yo. Esa es la razón del viaje. Además -el Bey sacudió la cabeza-, ¿qué clase de aparatos de medición maneja usted?

– Ya no se usan los compases prismáticos y los barómetros aneroides, que son demasiado imprecisos, a menos que se utilicen como apoyo de otras mediciones con distintos aparatos científicos. Ahora son más seguros el compás, naturalmente, y los teodolitos, aunque sus mediciones sean solamente aproximadas. Al final es preciso fiarse de estimas para las longitudes, mientras que si, como deduzco, el viaje es en esencia una ruta directa de norte a sur, las estimaciones de distancia podrán en su mayoría ser bien controladas por las latitudes, al tiempo que los errores de dirección no tendrían por qué ser cumulativos y, como puede usted imaginar, tenderían a cancelarse a lo largo de un trecho grande de camino.

Hubo un largo silencio. Todos se habían vuelto a mirar a Rosita Forbes.

Al fin, Amr dio un silbido de admiración.

– Perdónenme por ser tan maleducado y silbar en presencia de una dama, pero, Alá el más sabio sea bendecido, si no fuera tan urbano y no hubiera decidido no abandonar nunca más la ciudad, me uniría a la expedición para ver a Rosita tomar mediciones en el desierto.

El Bey, como si Amr no hubiera dicho nada, continuó sin alterarse.

– Cuanto afirma es muy interesante, madame Forbes. Y, en otras circunstancias, nos sería de gran utilidad. Pero aquí, en el desierto Líbico, en la Cirenaica y en el Gran Mar de Arena, hay otras consideraciones de índole… digamos social y religiosa, que hacen que los aspectos científicos de esta empresa pasen a un claro segundo plano. No, amiga mía, no puede ser. ¿Una europea, infiel por añadidura? Me costaría gran trabajo convencer al Gran Senussi Sayed Idris de que permitiera su presencia en mi caravana. Debo ir a Yajbub, donde se encuentra, para pedirle que nos franquee el paso por entre sus tribus y sus asentamientos y eso, ya de por sí, es una ímproba tarea diplomática. Alá dispondrá en su inmensa sabiduría de los pasos que habremos de dar.

– ¿Y nuestro combate de esgrima?

El Bey suspiró.

– Sir Ahmed, usted había aceptado mi reto y nos íbamos a enfrentar…

– No parece que vaya a ser necesario ya someterla a la prueba de Dios… Y además, evitaré ser derrotado por usted y cubierto de escarnio por una mujer en mi club de Ezbekiya.

– ¡Ah, no, sir Ahmed! Insisto en que mantengamos el reto. Me va a gustar un combate con un campeón de Egipto. Será muy excitante… independientemente de que si le gano, pueda usted reconsiderar la cuestión -concluyó con una brillante sonrisa.

– ¿Sabe usted que el arte de la esgrima arranca aquí en Egipto, allá por el siglo XII o XIII antes de Cristo? -interrumpió Amr-. Pues sí. En Luxor, en el templo de Madinat Habu, construido por Ramsés III, hay un bajorrelieve en el que aparece un combate de esgrima que decididamente no es un duelo a sangre, puesto que las espadas tienen la punta rematada y roma…

– Este hombre es un pozo de conocimientos -dijo el príncipe meneando la cabeza.

– ¿Qué me dice entonces, sir Ahmed?

El Bey guardó silencio unos instantes y bajó la cabeza para reflexionar.

– Muy bien -dijo al fin-. Combatiremos, pues, a florete. Pero no olvide que se trata de un juego… Nada tiene que ver con mi viaje a tierras lejanas. -De repente, se puso muy serio y el tono de su voz se hizo grave-. Porque en el desierto mi gente y yo estaremos verdaderamente en las manos de Dios. Espero que al final no tengamos que arrepentimos de nada. Déjeme que le diga una cosa, madame Forbes. * [1]El desierto puede ser bellísimo y magnánimo y la caravana avanzar confiada y alegre. Pero también llega a ser cruel y destructivo y entonces la pobre caravana, castigada por el infortunio, se tambalea y sufre. Cuando los camellos agachan la cabeza, vencidos por la sed y el cansancio; cuando el agua se va acabando y no hay ni indicios de dónde se encuentra el siguiente pozo; cuando nuestros hombres van inquietos y cunde la desesperanza; cuando el mapa que uno lleva está en blanco porque no ha podido ser completado con los datos que faltan de las sendas aún inexploradas; cuando se le pregunta al guía por dónde hay que ir y contesta, encogiéndose de hombros, que sólo Dios lo sabe; cuando se escudriña el horizonte y lo único que se ve en todas las direcciones es una idéntica línea borrosa que separa inciertamente el azul pálido del cielo del amarillo de la arena; cuando no hay punto de referencia que permita concebir la más mínima esperanza de encontrar un camino; cuando esa inmensa extensión parece un círculo que se estrecha más y más alrededor de la reseca garganta… entonces es cuando el beduino siente la necesidad de acudir a un poder superior al del implacable desierto. Y cuando ha elevado sus plegarias al Dios Todopoderoso para que le libre del sufrimiento sin que sus súplicas hayan sido atendidas, se envuelve en su capa y, dejándose caer en la arena, espera la muerte con pasmosa ecuanimidad. Éste, madame Forbes, es el sentimiento, la fe con la que debe emprenderse el viaje a través del desierto *.

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[1] El texto entre asteriscos reproduce textualmente un pasaje del propio Hassanein Bey recogido en su libro The Lost Oases, pp. 10-11 (The Century Co., Nueva York & Londres, 1925).