– Alhamdulillah -dijo el príncipe Kamal con recogimiento.
El Bey seguía mirando a Rosita Forbes.
– Mañana a las ocho en el club de Esgrima de Ezbekiya. ¿Puede usted considerar la idea de un combate reglamentario, o le resultaría excesivamente cansado? -Sonrió levísimamente.
– ¿A cinco toques? Muy bien, sir Ahmed, como quiera. Dos toques más no me cansarán más de la cuenta.
Pero Ya'kub, aquella noche, no pudo dormir, de tanto como le ardía el cuerpo de pies a cabeza, sin saber cómo reprimir el recuerdo y la calentura.
Capítulo 11
El Fencing Club de El Cairo, situado a un costado del parque Ezbekiya, no era tan espléndido como algunos de los centros de esgrima de Europa, como el de Budapest o el de Berlín, con sus amplios salones y escalinatas de mármol. Parecía más bien un caserón o incluso una vieja cuadra de un cuartel de caballería. Pronto sería remodelado, pero en 1922, su aspecto era más bien modesto. Allí se entrenaban en su única y estrecha pedana de corcho los componentes del futuro equipo olímpico de esgrima de Egipto.
Y allí se habían dado cita el Bey y Rosita Forbes a las ocho la mañana. Asistían como público y como testigos el príncipe Kamal al-Din, Nicky, Amr y Ya'kub. Que el príncipe acudiera al club era un acontecimiento extraordinario y provocó un considerable trajín de nervios. Los miembros del círculo se personaron en masa para ver, además, el enfrentamiento entre el Bey y nada menos que una mujer, europea para más señas. La noticia había corrido como la pólvora y había gran curiosidad por comprender la razón por la que Hassanein Bey aceptaba un reto de esa naturaleza (un poco denigrante, todo sea dicho) y por ver lo que había de ocurrir. Sin duda, la mujer debía de ser una gran campeona.
Al llegar, Rosita se había excusado por no tener la ropa adecuada, las polainas y la amplia falda del reglamento. No tenía más remedio que utilizar ropa de hombre, que fue buscada entre los tiradores de su estatura y constitución. Afortunadamente, el elegido tenía la vestimenta recién lavada, y otro tirador más pequeño, unas zapatillas a su medida. Ambos las quemarían después porque las había usado una mujer.
Cuando Rosita salió a la galería, bellísima en su atuendo masculino, su presencia y aspecto fueron considerados un verdadero escándalo. Se habló de ello en El Cairo durante semanas, pero hubo de tolerarse puesto que el príncipe Kamal al-Din lo aprobaba con su presencia y Ahmed Hassanein Bey había aceptado el reto. Puede que se tratara de una prostituta parisiense de muy alto nivel. Más de uno de los presentes pensó tomar nota del nombre de la mujer y del lugar en el que se alojaba.
El Bey la esperaba de pie en el centro del tapiz, vestido de blanco inmaculado, con la careta y el guante aprisionados entre su brazo izquierdo y el cuerpo. En la otra mano sostenía un cigarrillo encendido.
– Sir Ahmed -dijo madame Forbes, colocándose en su línea de en guardia.
– Madame -contestó Hassanein Bey haciendo una inclinación de cabeza.
Se volvió hacia donde un ordenanza sostenía dos floretes y le hizo un gesto para que se adelantara y Rosita pudiera escoger su arma. Después tiró el cigarrillo al suelo y un sirviente se apresuró a recogerlo. Dio dos pasos hacia atrás hasta su propia línea de en guardia y se volvió al árbitro, al tiempo que Rosita. Ambos se pusieron sus caretas y se enfundaron el guante. Luego hicieron una profunda reverencia en dirección al príncipe Kamal y por fin se situaron uno frente al otro.
Para la ocasión, el juez designado era no sólo el maestro principal del club, sino una verdadera leyenda de la esgrima hasta en la misma Europa. Sabah al-Sadat al-Husseini era ya un hombre de cierta edad, pero aún capaz de derrotar a muchos de sus alumnos más aventajados. Su juego de muñeca y dedos lo habían hecho célebre.
– Madame, monsieur -dijo Al-Husseini, invitándolos a combatir-. En garde.
Rosita y el Bey se saludaron inclinando los floretes. Después, se pusieron en guardia, en perfecto equilibrio y en cuarta posición, es decir, apuntando ambos al corazón del adversario.
– Allez! -exclamó el juez.
Cuanto siguió ocurría a un ritmo tan vertiginoso que era imposible seguirlo con la vista.
– Fíjate sólo en el que ataca y no pretendas mirar a los dos como si se tratara de un partido de tenis -le había dicho el Bey a Ya'kub-. No verías nada. Sólo mirando a uno de los dos tiradores, podrás seguir el combate.
Pero Ya'kub, por más que se esforzó en seguir las evoluciones de su padre, unos movimientos rapidísimos, fue incapaz de decidir quién tocaba a quién y dónde y en qué momento.
De pronto, Rosita, que era casi tan alta como el Bey, avanzó dos ligeros pasos y se lanzó a fondo para intentar sorprender a su contrincante y marcarle el primer toque. Fue una fleche ingenua que ni siquiera habría engañado a un tirador menos curtido que el Bey.
– Absence defer, no ha habido toque -dijo el juez con firmeza.
Y entonces fue el Bey el que se desplazó moviéndose con la gracia extrema de una pantera e hizo un dégagé. El florete impactó directamente en la chaqueta de Rosita a la altura del corazón.
– ¡Oh! -gritaron todos los presentes.
– ¡Toque! -gritó al Husseini.
Tan considerable y protocolaria preparación se acabó resolviendo en un anticlímax, puesto que todo hubo acabado en menos de cinco minutos: al tercero, Rosita y el Bey ya estaban empatados a cuatro toques. Entonces, el Bey, que era quien había empatado por último, se quitó la careta; tenía el rostro empapado de sudor, aunque no se apreciara cansancio o que hubiera quedado sin resuello. Rosita también se quitó la careta y aprisionó el florete debajo del hombro, entre el brazo y el tronco. Con la cara brillante y el pelo mojado de la transpiración, jadeaba visiblemente.
– Bueno, sir Ahmed -dijo en inglés, que muy pocos de los presentes podían entender-, es usted un maravilloso tirador y se lo dice una que no ha hecho otra cosa que… esgrimir durante toda su vida… De buena gana me rendiría si no fuera por la cantidad de testigos que nos contemplan… -Se apartó un rizo que le caía sobre la frente soplando con la comisura de la boca.