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El Bey sonrió y se pasó el dorso de la mano por las mejillas.

– Creo que se deja usted impresionar demasiado por mi fama… Dicho lo cual, madame, no tengo inconveniente alguno en parar ahora… si está cansada, naturalmente.

– ¡De ninguna manera! Me ganará usted, sir Ahmed, pero la vieja Inglaterra no se rinde.

– En realidad, le estaba ofreciendo sentarnos en la terraza de mi casa sobre el Nilo y fumarnos un cigarrillo mientras tomamos una copa de champagne.

– Bueno, es una proposición irresistible y la acepto desde ahora encantada… pero antes -rio con aire pillo- debemos concluir este asunto que nos traemos entre manos.

El príncipe aplaudió riendo.

– ¡Estupendo! Ha, Ahmed, el cazador cazado -continuó en inglés-. Antes debemos… ¡magnífico! Adelante, pues.

El Bey separó los brazos e hizo una inclinación galante.

– Sigamos entonces.

– Estoy por exigirle que, para tomar luego una copa de champagne en la terraza de su palacio, sir Ahmed, se vuelva usted a poner el frac. Anoche estaba elegantísimo. Por cierto, ¿qué era esa condecoración que llevaba en la pechera?

– La Orden de la Corona de Italia…

– Huy, qué importante. ¿Por qué se la dieron?

El Bey sonrió y sin un titubeo, dijo:

– Por mi acendrada defensa de la castidad, madame Forbes.

– En garde -interrumpió entonces con impaciencia el juez al Husseini.

Ambos se colocaron las caretas y aún pudo oírse, antes de que reanudaran el combate, a Rosita, que dejó escapar una risa traviesa.

El desierto

Capítulo 1 2

Nicky Desmond iba asomado a la borda del yate del príncipe Kamal al-Din mirando hacia babor y contemplando el desierto que desfilaba ante sus ojos, una franja ocre sin apenas relieve. Le parecía que habían pasado ya por delante de Abusir, un poblacho de casas de adobe que se encontraba a unas quince o veinte millas de Alejandría, o tal vez fuera El Alamein. Habían zarpado muy de mañana tras dos días de preparativos y últimas compras.

En el gran sótano del palacio Hassanein, al borde del Nilo, la tarde antes de partir en tren hacia Alejandría habían sido bendecidos los miembros de la expedición y sus pertrechos. El hombre santo, vestido con una túnica blanca, frágil como una placa de sal, había guardado el rosario y alzado sus manos con las palmas hacia arriba.

– Allah yesaded khatak, que Dios guíe vuestros pasos -había entonado, para luego añadir-: Que el éxito corone vuestros esfuerzos y que Él os devuelva a nosotros sanos, salvos y victoriosos. -Seguido por un acólito que portaba un incensario, pasó imponiendo sus manos sobre el voluminoso equipaje que ocupaba la casi totalidad del sótano. Había cajas de todos los tamaños, odres para el agua, grandes cantimploras de hojalata, sacos que contenían provisiones, fardos con las tiendas de campaña y cajas metálicas con los instrumentos científicos y los aparatos de fotografía.

El hombre santo, el más anciano de los tíos de Hassanein Bey, un gran imán al que respetaba todo el mundo en El Cairo, especialmente en la mezquita de al-Azhar, de la que había sido maestro el propio padre del Bey, se acercó a éste y le puso las manos en los hombros.

– Que la seguridad sea tu compañera y que Dios guíe tus pasos y te dé fortaleza y éxito en tu propósito, hijo mío. Así lo habría querido tu padre, así te lo deseo yo.

Fue una ceremonia muy sencilla, pero, al mismo tiempo, revestida de gran solemnidad. Nicky había retenido a Ya'kub al fondo del sótano para dejar que el Bey fuera bendecido en primer lugar. Luego, cuando hubo hablado el anciano imán, el padre se volvió hacia el hijo y le hizo un gesto para que se aproximara. Dando unos pasos, Ya'kub se acercó al Bey, que, poniéndole la mano derecha sobre la cabeza, le dijo simplemente:

– Que Dios guíe tus pasos y te dé la fortaleza que vas a necesitar.

Al anochecer de aquel mismo día, sentado en la terraza de la casa de su padre, Ya'kub dijo:

– Amr…

– ¿Mmm? -contestó éste distraídamente, alzando la vista del periódico que estaba hojeando.

– Amr… ¿tú crees que podríamos… quiero decir… ir… ir al jardín de Nadia? ¿Sólo para despedirnos?

Amr sacudió la cabeza.

– Ella ya sabe que te vas y que no volverás en bastante tiempo. ¿Despedirte para aumentar tu tristeza? Yo creo que no. Así será mejor el reencuentro…

– ¡Pero falta tanto! ¿Y si la casan con un príncipe o un cairota rico antes de que volvamos? Eso dice Hamid, que me voy a tener que casar con una camella.

– Hamid dice tonterías. ¡Qué sabrá él! Pero vamos a ver, ¿no habíamos quedado en que la eritrea Fat'ma había colmado tu vaso hasta que regreses? ¿No habíamos quedado en que después de pasar la noche con ella no ibas a ser ya capaz de mirar a Nadia a los ojos?

– ¡No! No tiene nada que ver. No ha colmado nada… -Se puso de pie de un empujón y se apoyó en la barandilla, frente al Nilo.

– ¿No? -preguntó Amr con ironía-. Pronto te olvidas de ella. Ay, ay, ay.

– No. Además, es sólo un momento. Anda… la última vez, por favor. Nunca te pediré nada más y serás mi amigo para siempre.

– No, Ya'kub. Porque soy tu amigo para siempre no lo voy a hacer. Si quieres, busco a la eritrea Fat'ma y te la llevo a mi casa. Eso sí lo puedo hacer. Pero a Nadia, no. Seamos consecuentes. -Endureció el tono-. ¿Tú sabes la cantidad de reglas que hemos roto para que os pudierais ver? Reglas de comportamiento, Ya'kub, las reglas sobre las que se basa el funcionamiento de esta sociedad. Soy el primero en querer que desaparezcan, pero no hagamos de vosotros dos los amantes que fueron sacrificados por ellas. Métete esto en la cabeza: el mero hecho de que se os haya permitido hablar, incluso estar sentados uno al lado del otro en una mesa de banquete, se debe a que la gran sociedad cairota dice respetar… aplicar, las convenciones sociales europeas. Pero, amigo mío, rasca un poco en esas convenciones, da un paso más allá y ya verás a dónde va a parar la sofisticación europea… Ya verás la velocidad a la que os apartan, la velocidad a la que casan a Nadia con cualquier príncipe tirano de Arabia, cualquier bruto analfabeto y obcecado musulmán… Y, ay de ti si, preso de un romanticismo poético, pretendes recuperarla y la persigues hasta su nuevo palacio. ¿Has oído hablar de la lapidación…? ¿Lapidación para Nadia y decapitación para ti? No, pequeño rumy, déjame que sea yo quien decida cuándo y cómo. Retén tu corazón y déjame a mí hacer de ti un verdadero egipcio, eso sí, con una pátina ¿parisina?, ¿londinense? -Se encogió de hombros-. Y mientras tanto, vete con tu padre al desierto y procura seguir el ejemplo de su conducta. Es un gran hombre y serás afortunado si algún día lejano puedes llegar a calzarte sus babuchas. -Resopló-. Buf, no, pequeño Ya'kub, hoy no verás a la preciosa Nadia.

El muchacho bajó la cabeza y no dijo nada. Se apartó de la barandilla de la terraza y, sin despedirse de Amr, se fue a su habitación.

A la mañana siguiente, mientras el yate se deslizaba por las tranquilas aguas del Mediterráneo en dirección a Sollum, Ya'kub se puso al lado de Nicky y apoyó los brazos en la barandilla del puente superior.

– ¿Crees que mi padre perdió adrede contra la señora Forbes? Amr dice que sí.

– Es muy buena tiradora de esgrima, Jamie.

– Ya lo sé, pero ¿crees…?

– No tengo la más remota idea. Tu padre es un perfecto caballero y cabe que decidiera perder por pura galantería. Un hombre contra una mujer… ¿Por qué no se lo preguntas a él?

– Porque no me lo diría -contestó el chico encogiéndose de hombros-. Además, él me enseñó cómo se mira un combate de esgrima para seguir la velocidad a la que tiran. Y yo sé que hubo un momento en el que se dejó ganar… No estoy seguro, pero lo sé.