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– Es posible, Jamie. Yo no lo descartaría… -Frunció el ceño-. Te veo algo triste. ¿Te pasa algo?

Ya'kub se encogió de hombros.

– No volveremos a El Cairo durante mucho tiempo, Nicky, y me han obligado a irme sin dejar… sin dejar que… Bueno, vaya, he tenido que irme sin poder decirle adiós a Nadia. Bah, no sé, era lo que quería hacer por encima de todo. Y Amr no me dejó -añadió con rencor.

– Tendría sus razones, las mejores para ti. Me parece que es un hombre sensato. Ha debido de pensar que eres muy joven y que te queda toda la vida por delante. No seas impaciente.

¿Cómo explicarle que esta era la edad de la impaciencia? Ya'kub suspiró.

– ¿Qué miras? -preguntó entonces.

Nicky Desmond volvió la cabeza hacia él y dijo:

– La última vez que hice este viaje en barco, Jamie, fue hace varios años, casi exactamente siete, en un buque de guerra británico, el HMS Tara. Era la patrullera que vigilaba la costa entre Alejandría y Sollum en la frontera con Libia. Estábamos en plena Guerra Mundial…

– Pero Egipto…

– Ya, ya, Egipto era neutral, pero Inglaterra no, Jamie… y aquí mandaban los ingleses. Hasta los oficiales del ejército egipcio eran ingleses…

– ¿Y mi padre?

– Tu padre… Vaya, por hacerte la historia breve, te diré que tu padre y yo nos conocimos allá por 1907, el año en que naciste, cuando yo era teniente en el Cuerpo de Guardacostas de Egipto…

– ¿Tú eras teniente aquí?

– Sí señor. Teniente en los guardacostas Y tu padre también. Bueno, capitán, en realidad. Acababa de graduarse en Oxford y su padre, tu abuelo, para completar su educación, lo había hecho enrolarse en los Guardacostas como pistero y agente, digamos que nativo. -Hizo con las dos manos un gesto como de ponerle comillas al apelativo-. Ahmed no era un agente cualquiera, por supuesto: su rango social le garantizaba una graduación en las fuerzas armadas; por eso, secretamente, había sido hecho capitán. ¿Por dónde íbamos?

– íbamos en que mi padre y tú os conocisteis en esta costa -contestó Ya'kub.

– No, Jamie. Eso ha sido sólo una aclaración histórica, íbamos en que yo estaba a bordo del HMS Tara y nos aproximábamos a Sollum un poco antes del mediodía del 5 de noviembre de 1915. Lo recuerdo muy bien: hacía una mañana espléndida, no demasiado calurosa, y yo me encontraba apoyado en la borda, más o menos igual que ahora. De pronto, pude distinguir la estela inconfundible de un torpedo disparado por un submarino alemán,

que venía hacia nosotros a toda velocidad, al mismo tiempo que el vigía encaramado a la cofa gritaba desesperadamente para avisar al comandante del peligro. Ni que decir tiene que, considerando que el torpedo venía directamente hacia mí, salí corriendo hacia la popa del barco con la sana y razonable intención de salvar la vida. Hice bien, porque los que estaban en el cuarto de máquinas debajo de donde me encontraba, o en sus inmediaciones, murieron sin remedio, igual que el marinero que manejaba el cañón de proa y que intentó hundir por su cuenta al submarino alemán, el U-35, lo estoy viendo todavía salir a la superficie… Sólo que el marinero murió porque no sabía nadar y se ahogó al hundirse el Tara. El buque tardó menos de diez minutos en irse a pique y, como suele ocurrir en estos casos, sólo tres de los diez botes salvavidas pudieron hacerse a la mar. Se ahogaron doce marineros y sobrevivieron noventa y dos. Todos los supervivientes fueron remolcados por el submarino y los que no cabían en los botes fueron subidos a la cubierta del U-35. Todos sus prisioneros fueron llevados al puerto de Bardiya, en el lado libio de la frontera, y, finalmente, a un campamento en Bir Hakim, en medio del desierto…

– ¿Estábamos en guerra con Alemania en Egipto?

– Siempre estamos en guerra con Alemania, Jamie… En fin, que de pronto, como todos, me encontré en el agua, sólo que alejado de los demás por haber caído a popa en lugar de por uno de los costados del barco… Pensé que moriría arrastrado al fondo del mar por los torbellinos del buque que se hundía. Eso era lo que nos decían que ocurría. Pero no creas que es así. Verás: tuve la suerte de toparme con un salvavidas; allí lo tenía de frente por pura casualidad. Me agarré a él, aturdido como estaba. Y, desde mi precario puesto de observación, vi cómo mis compañeros se alejaban remolcados por el submarino. Estuve quieto durante unos minutos, intentando recuperar el sentido y mantener la sangre fría -sonrió-, bueno, fría… fría estaba porque el mar estaba fresco; en noviembre aún no ha bajado muchos grados el agua recalentada desde el verano, pero de todos modos se parece poco a la temperatura ideal de la bañera de casa. En fin, que ése no era el peor inconveniente. El peor inconveniente fue darme la vuelta y comprobar que la costa no estaba tan cerca como me había parecido desde el puente del Tara. La distancia que me separaba de ella debía de rondar las dos o tres millas, un trayecto casi insuperable para un tipo de tierra como yo, que sabe nadar pero prefiere estar en Bengala andando por la selva y matando tigres.

– ¿Y entonces? -insistió Ya'kub.

– Entonces…

En aquel momento, Rosita Forbes había aparecido bajando por la escala del puente de mando a la cubierta. Iba enfundada en una modesta abeyya, el largo vestido de mujer tan típico del norte de África. Se movía con discreción y pareciendo pretender que no quería llamar la atención de nadie, pese a su estatura y a su exótica belleza. Falsa modestia, considerando la razón por la que se encontraba a bordo y su triunfo del día anterior sobre el mejor espadachín de Egipto. Por supuesto, a Rosita nunca se le ocurrió que tal vez la fortuna de un momento o la galantería del Bey habían podido contribuir a su victoria.

– Buenos días, Rosita -saludó Nicky.

– Buenos días, Mayor. Hola, Jamie. -Como Nicky y Ya'kub, se acodó en la barandilla de cubierta-. Dígame, lo he visto señalando algún punto de la costa. ¿La conoce usted bien? -preguntó.

– Sí, Rosita, la conozco bien. Precisamente estaba explicándole a Jamie que había navegado por aquí en una patrullera, el HMS Tara, hace ya bastantes años, cuando custodiábamos el desierto de las incursiones de los beduinos y de las peleas entre italianos y turcos.

– ¡Qué interesante! Me lo tiene que contar con detalle.

– Con mucho gusto. Tal vez hablemos de ello durante la sobremesa esta noche. Se lo digo porque, para relatar aquella historia, nos es fundamental la presencia del príncipe Kamal y de Ahmed Hassanein.

– En realidad -explicó el príncipe Kamal-, tu padre era más que un agente nativo, como lo llama Nicky. A la edad a la que se enroló en los guardacostas, ya era un joven bastante respetado: había estudiado en la mezquita de al-Azhar y en Oxford, hablaba inglés como un inglés, conocía bien a los beduinos del desierto, a los senussi que desde hace un par de siglos ocupan toda la Cirenaica, aunque eso le iba a traer más de un quebradero de cabeza, y la familia real le tenía aprecio, igual que la administración británica de Egipto. Un hombre ideal para lo que se requiriera de él, además de un verdadero patriota. Sólo tenía un pecado original que le obligaba a pagar una penitencia.

El Mayor carraspeó. Nadie más tosió ni dijo nada. Todos miraban con fascinación al Bey, que seguía el relato impertérrito, con una mano posada en el mantel y la otra sujetando un habano.

– Ya'kub, hijo mío -continuó el príncipe-, tu padre se había casado con una inglesa y había tenido un hijo en Inglaterra. Y tu abuelo jamás lo aceptó, jamás aceptó el matrimonio de Ahmed con una infiel y, a su regreso a El Cairo, no quiso verlo, lo que fue muy doloroso para todos nosotros, no sólo para Ahmed. Hizo que lo mandaran al servicio de guardacostas hasta que hubiera purgado sus pecados. -Sonrió con tristeza-. Tu abuelo era un gran líder religioso, muy estricto con las enseñanzas del Corán. Por eso todo lo que oliera a infiel… Y esta sociedad nuestra, aprovechando el puritanismo religioso, se ha mantenido en su atraso y su xenofobia… aunque, eso sí, aquí se imitan las modas de París como si no existiera otra cosa: el peso de la tradición con el barniz de la modernidad.