El príncipe era la segunda persona que en menos de veinticuatro horas había dicho exactamente lo mismo sobre este Egipto que enfurecía a Ya'kub. Con el sentido del drama tan exacerbado de la adolescencia, el chico se sintió bullir contra el precio que la hipocresía del país le estaba haciendo pagar por las dos mujeres de su vida, su madre, recordada de golpe en aquel instante, y Nadia. Le habría gustado salir en defensa de Rose, pero se sentía inseguro sobre las razones por las que debía hacerlo. Tampoco sabía si la nueva lealtad hacia su padre le obligaba a traicionar la que hubiera debido observar respecto de su madre. Miró al Bey y no se atrevió a hablar.
Se hizo un silencio en torno a la mesa. Rosita volvió los ojos hacia Hassanein Bey, que seguía impasible la conversación, como si no fuera con él, y pensó que tenía que haber alguna debilidad humana detrás de aquella coraza tan seductora.
– Sí -dijo por fin el Bey sin cambiar el gesto. Luego sacudió la cabeza con una sonrisa-. Pasó bastante tiempo hasta que se le olvidó lo que él llamaba mi pecado, Alá lo tenga junto a El… De todos modos, para cuando volví, Rose y yo… En fin, eran los aranceles que se pagaban para regresar a Egipto. -Se encogió de hombros, miró hacia arriba y le dio una profunda calada a su cigarro, envolviéndose en una gran nube de humo aromático.
(-Dice mi padre -explicó Hamid- que cuando el tuyo volvió del país extranjero, mandó a dos mamelucos para que ajusticiaran a su esposa inglezi y así se arreglara el asunto.
– ¡Qué tontería, Hamid! Mi madre está viva… Además, incluso si el Bey hubiera enviado a los dos mamelucos, el mayor Desmond habría estado allí para defenderla.
– ¿Tú crees? Dice mi padre que te están preparando para casarte con la princesa Nadia y que, por eso, Amr Ma'alouf te da clases).
– Bueno -interrumpió Nicky Desmond, para cortar así el embarazoso momento-, el hecho es que héteme aquí, en medio del mar, agarrado a un mísero salvavidas de corcho, preguntándome cómo diablos iba a llegar a la costa. -Ah, pero llegó. Alá en su inmensa misericordia sea bendecido -dijo el príncipe riendo-. Viendo la amplitud de su cintura, no se habría dicho que era posible, pero, ya veis, llegó.
– No estaba seguro de quién se encontraba en Sollum en aquel momento. Tal vez Ahmed, que se acababa de reincorporar a los guardacostas…
– ¿Reincorporar? -preguntó Ya'kub-. Quiero decir… perdón.
– No, no, está bien. Verás: tras recibir el perdón de su padre, Alá el benéfico lo tenga en su gloria, tu padre había pasado los últimos años trabajando en El Cairo, levantando la compañía algodonera de la familia, esa que su tío Ali Hassanein le acaba de estafar…
– ¡Nadie ha estafado a mi padre, no es verdad!
Todos rieron.
– Tienes razón, hijo. Nadie ha estafado a tu padre -dijo el príncipe-. Me parece, más bien, que él ha hecho un buen negocio.
– No hagas caso, Ya'kub. Mi tío Ali, que Alá guíe sus pasos, se aprovechó de mi inocencia y me pagó mucho menos de lo que valía mi parte de la compañía. -Se encogió de hombros-. Al menos eso me dicen mis administradores… Pero da igual.
– ¿Puedo seguir? Allí estaba yo, agarrado a mi salvavidas, entrando en la rada de Sollum… Debió de ser el espectáculo más ridículo del mundo: un mayor del ejército británico flotando en medio del puerto como si fuera un pequeño destructor…
– Estás inventándotelo todo, Nicky -interrumpió el Bey-. No llegaste a Sollum. El Tara fue hundido lejos de allí, tanto que tuvimos la primera sospecha de que algo iba mal cuando la patrullera no llegaba como habíamos previsto.
– Bueno, está bien, estoy forzando un poco la verdad. El resultado viene a ser el mismo, que llegué a Sollum, pero es más digno entrar nadando en el puerto tras huir con valor del torpedo enemigo que llegar a lomos de un burro acompañado por un beduino al cabo de dos días de estar vagando por el desierto…
– ¿Y qué pasó? -preguntó Rosita.
– En realidad, las aventuras que siguieron casi nos costaron la vida. Hubo una guerra, eso sí, vaya que si hubo una guerra. El submarino, el U-35, que había hundido el Tara, atacó Sollum el mismo día, hundió dos patrulleras ancladas en el puerto y se puso a disparar contra todo lo que se movía en tierra. Quince días más tarde fueron los senussi quienes invadieron Sollum… y Egipto, claro. Menos mal que el puerto había sido evacuado por la guarnición inglesa pocas horas antes.
– ¿Y tú qué hacías allí, padre?
– Pues… -titubeó-. La verdad es que me había infiltrado en los campamentos senussi en los altos de Sollum. Hacía tiempo que tenía amistad con algunos de los más sensatos de entre ellos, ciertamente no con el entonces jefe, el Gran Senussi Sayed Ahmad al-Sharif al-Senussi, que era, me temo, un cabeza loca poco de fiar y muy aficionado al dinero. Me tomaban por un nacionalista antibritánico: en aquellos tiempos, ¿quién podía jurar que no lo era? -Sonrió. Después miró al príncipe Kamal e hizo un gesto circular con la mano que sostenía el habano-. En realidad, yo era desde hacía años muy amigo, casi hermano, del sobrino de este Sayed Ahmad, el que hoy es Gran Senussi de la tribu, Sayed Idris al-Senussi… -miró a Rosita-, de quien dependería el permiso para que usted se uniera a nuestra expedición, aunque el tema sea superfluo, puesto que no debe salir de Siwa y el príncipe la devolverá a El Cairo. Intentábamos ayudar a Sayed Idris a no destruir la alianza de la tribu con Egipto y a independizarse de la influencia alemana… sólo que ahí entra en escena…
Nicky Desmond, en un gesto poco característico de su parsimonia habitual, se dio una fuerte palmada en el muslo.
– ¡Max von Oppenheim! -exclamó-. ¡Menudo bandido!
– El barón Max von Oppenheim, sí, el personaje más simpático y avieso de toda Europa.
– Dicen que murió en Siria al final de la guerra…
– Sí, a manos de una patrulla francesa con la que se cruzó cerca de la frontera con Palestina…
– Pero más probablemente por el disparo de un marido cornudo -interrumpió el príncipe, riendo.
– ¿Muerto? -dijo el Bey-. ¡Qué va! Oí que había vuelto a Berlín después de la guerra. Y si debo fiarme de mis fuentes, se encuentra de nuevo en Egipto. Si es así, apostaría a que está circulando por el desierto urdiendo perrerías, cualquier tipo de perrerías retorcidas y perjudiciales, y que un día reaparecerá en El Cairo, sentado como siempre en su mesa del restaurante del Savoy, bebiendo champagne con alguna bella condesa alemana… No sé qué pasó con su palacete de cerca del palacio de Abdin. Imagino que sigue siendo suyo.
– Todavía debe de andar buscando venganza por cómo le estropeaste sus planes en la Cirenaica, Ahmed -dijo el príncipe.
– Aún lo recuerdo -añadió Desmond- el día en que empezó el asalto, plantado en los altos de Am'said, encima de Sollum, contemplando a través de unos gemelos de aumento el ataque del submarino alemán y el de los senussi por tierra, que parecían monos despeñándose por los acantilados. Allí estaba, un elegante y malvado aristócrata alemán vestido con las ropas de un jeque… mientras nosotros tragábamos tierra allá abajo. Que al final todo le saliera tan mal…
– No me preocupa gran cosa, Nicky.
– Pues debería preocuparte -concluyó el príncipe Kamal al-Din.
Capítulo 1 3
El desierto no huele a nada. Y, sin embargo, de cada duna, de cada pedregal, de cada caprichosa trazada de arena que se dibuja con nitidez entre el sol y la sombra, de cada montículo de yeso o de caliza o de cada cauce negro que discurre al pie de las escarpas resecas se desprende un aroma que no existe y que se desvanece sin que quede de él más que un recuerdo incierto, como a piedra resplandeciente y fría.