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El desierto está siempre en silencio. Y, sin embargo, a veces, un bisbiseo perezoso anuncia una brisa que acaricia la mejilla del viajero con un soplo liviano. No es un viento, sino una sugerencia de arena que silba en los oídos. El resto es ausencia de ruido: se aguzan los sentidos, pero lo que debiera oírse enmudece.

El desierto es luz. No existe la oscuridad: ciega el sol o, en sus antípodas, deslumbra el firmamento en la noche tras los violetas del atardecer.

El desierto es un infinito vacío. Y, sin embargo, vibra con la vida que lleva dentro. Las huellas de las víboras y las pisadas de los zorros nocturnos, los pespuntes de los escarabajos ondulan por la arena fresca, apenas percibidos.

El desierto no tiene agua. Y, sin embargo, de entre quienes lo habitan, pocos son los que mueren de sed y en primavera sus planicies de piedra se cubren de flores sin que nadie las riegue.

Ése iba a ser el aprendizaje de Ya'kub.

Capítulo 1 4

Fondeado en medio de la rada de Sollum, el yate del príncipe Kamal se mecía suavemente en la mar en calma de la mañana. Apenas había empezado a hacer un poco de calor con los primeros rayos del sol de noviembre. El puerto, situado al fondo de una hondonada rodeada de pequeñas alturas escarpadas que lo encierran y que hacen inviable su defensa frente a ataques provenientes de tierra, recibía ahora la luz cegadora del sol de levante.

Una barcaza de remos acababa de separarse del costado del buque y se dirigía hacia el espigón que había al oeste de la bahía, debajo de la colina que la protegía de los vientos. Allí se encontraban las escasas edificaciones que habían sido reconstruidas después de la guerra: una casa cuadrada situada en el centro del villorrio que servía de residencia para los oficiales del destacamento de camellos del Cuerpo de Guardacostas y, en su costado más noble frente al mar, las habitaciones del jefe del puesto. Delante del edificio se encontraba una mezquita de adobe encalado con una cúpula cerrada en lo alto por una media luna; al lado de la mezquita, una pequeña torre de barro y sal, el minarete desde el que el muecín entonaba los rezos diarios. Y delante del templo, en el mismo muelle, una edificación alargada hacía las veces de oficina del puerto y puesto de mando. Hacia el interior, es decir, hacia el sur, había un montón de casuchas a cuya sombra se guarecían el zoco y el mercado de camellos y, detrás de todo, salpicadas por el inhóspito y reseco pedregal, once o doce grandes tiendas de campaña constituían los cuarteles de la soldadesca.

Solamente Nicky Desmond conservaba una indumentaria militar: camisa de reglamento, jersey de lana con las estrellas correspondientes al grado de mayor en las hombreras, leguis de algodón y botines. Se cubría con la kufiya clásica de la tropa nativa, un gran pañuelo cuadrado que se anudaba alrededor de la cabeza y dos de cuyas puntas servían para proteger la cara del sol o de la arena y, cuando no, para encajarse en las sienes.

El Bey, por su parte, se había endosado el atuendo beduino que ya no abandonaría en todo el viaje, con lo que las gentes del desierto reconocerían en él a un iguaclass="underline" una galabía blanca muy amplia que le llegaba hasta los pies y, por debajo, camisa de algodón y pantalones largos blancos; para las noches frías, en su equipaje guardaba un jerd, un chal de lana ligera. En la cintura llevaba una cartuchera ancha de cuero oscurecido por el uso, en la cabeza un pañuelo blanco sujeto por dos grandes cordones de trenza dorada y, en los pies, unas babuchas beduinas de cuero amarillo muy flexible; pasado en la cartuchera, un espadín, de más o menos medio metro, tenía la hoja delgada y muy afilada. Completaba su vestido un largo y estrecho bastón de madera labrada que sujetaba en la mano derecha. De sus rifles se encargaba Abdullahi, un nubio de Asuán de su total confianza, un mocetón grande y fuerte, utilísimo por su lealtad, su buen humor y su excelente conocimiento del Corán.

Ya'kub se sentía muy conspicuo y algo avergonzado en su disfraz de beduino, un calco del de su padre, aunque sin las armas. Hamid, por su parte, llevaba una camisola y unos pantalones amplios de algodón blanco y, en los pies, unas babuchas de tiras de cuero. Esa misma era la indumentaria del otro hombre de confianza del Bey, Ahmed el nubio, también originario de Asuán, que hacía las veces de ordenanza y cocinero. Para todos ellos había jeras y pesadas mantas de lana de camello.

Rosita Forbes seguía vestida con su amplia abeyya blanca que le llegaba hasta los pies y un hegab que le cubría la cabeza por entero, aunque, en vista de que las nativas llevaban la cabeza descubierta, le pareció un exceso tapársela de forma tan aparatosa. Pensó que ya tendría ocasión de quitarse ese engorro de encima a lo largo del viaje.

El príncipe Kamal al-Din, rodeado de sirvientes y acólitos, hizo la pequeña travesía de pie, apoyado contra la proa de la embarcación.

Desembarcaron en el espigón y allí los esperaban el jefe del destacamento de guardacostas, un teniente coronel absurdamente británico hasta en las guías de los bigotes, un retén de soldados nativos y los servidores que, días atrás, habían sido enviados desde El Cairo para ocuparse de los detalles de la expedición. Los caballos serían desembarcados más tarde.

En la parte trasera de la oficina del puerto, entre ésta y la mezquita, se hallaban aparcados a la sombra los tres enormes automóviles Citroën Kégresse que serían utilizados para recorrer los doscientos cincuenta kilómetros que separaban Sollum del oasis de Siwa. Eran unas máquinas de extraordinario aspecto, grandes y pesadas, con un rodillo delantero que hubiera podido confundirse con una caja de caudales. Pintadas de color ocre, la primera tenía dos asientos corridos tapizados en cuero en los que podían viajar con relativa comodidad cuatro personas, aunque para una expedición desértica, la mayor parte del asiento trasero debería ir ocupada por latas de gasolina y de aceite. De sus costados colgaban bolsas de documentos y un cilindro para llevar mapas enrollados del territorio que iban a recorrer. Los otros dos autos tenían una estructura similar, pero, en lugar de asiento trasero, había un gran cajón de un metro de alto por el ancho del coche en el que almacenar la impedimenta del viaje, dejando su ocupación reducida a dos pasajeros.

– ¡Ha! -exclamó el príncipe con voz estentórea, dando una fuerte palmada sobre el capó del primero de los vehículos-. ¿Y qué os parece? Con esta máquina conseguiremos conquistar y dominar el Sahara para siempre. Y espera a que nos lleguen los aeroplanos de uso civil. Ya tengo encargados a Inglaterra dos biplanos BE 2c, iguales a los usados en este mismo tramo de costa durante la Guerra Mundial, pero sin ametralladoras, claro. -Soltó una carcajada-. Una maravilla. La combinación de auto y avión será el elemento civilizador por excelencia, la consagración del futuro de Egipto… Ah, sí, amigos míos, aquí tenéis el futuro.

– Medio futuro -precisó el Bey, sonriendo.

– ¿Eh?

– Faltan los biplanos.

– Un día mandaré que te corten la cabeza por bromista impertinente, Ahmed. ¿No sabes que debes respetar a tu príncipe por encima de todas las cosas?

– Desde luego. ¿Sabes lo que se me ha ocurrido hace algún tiempo? Precisamente que, con los aviones de motores Sopwith que vas a traer a Egipto, podríamos inaugurar una línea regular de correo aéreo Londres-El Cairo…

Kamal al-Din señaló al Bey sacudiendo el dedo índice.