– ¿Sabes que no estás diciendo ninguna tontería? Hablaremos de eso cuando vuelvas de este viaje.
– Si vuelvo…
– ¡Aj!
Al poco de desembarcar, cumplimentados los saludos de protocolo al jefe de puesto y de éste al príncipe Kamal al-Din, el Bey quiso comprobar con detalle las provisiones y la intendencia en general de los preparativos de la expedición. Era la segunda vez que se cumplía con este rito y a Ya'kub aún le había de sorprender la tercera revisión que se realizaría en Siwa, el día antes de que todos emprendieran el viaje a través del Gran Mar de Arena.
En primer lugar, se comprobaban las vituallas, arroz, azúcar, harina, aceite y té, todas empaquetadas en grandes sacos de arpillera. Inevitablemente, la comida se agotaría en un plazo más o menos largo y los viajeros no tendrían más remedio que confiar en poder irla reponiendo por el camino, gracias a la generosidad de las tribus beduinas y de los habitantes de los oasis.
No llevaban carne, puesto que no podía conservarse («patos podridos, sí», dijo riendo Hamid a Ya'kub, aunque cortó la risa en seco cuando el Bey lo miró), ni café, que el fundador de la secta senussi tenía prohibido a los que se internaban en el Gran Mar de Arena por tratarse de un lujo pecaminoso.
Té, en cambio, había en abundancia. El té del desierto nada tiene que ver con el pálido líquido aromático que se sirve en Europa; es más bien un brebaje de hierbas, turbio y amargo, cuyo sabor es suavizado con hojas de menta y agua de rosas, pero apaga la sed y reanima al viajero agotado al final de la jornada.
Los que cruzaban el desierto también tenían prohibido el tabaco, pero se trataba de una regla que el Bey había decidido ignorar, lo que hizo pensar a Ya'kub que la religiosidad de su padre admitía excepciones, especialmente cuando descubrió que los camellos llevarían asimismo unas latas de café.
También cargaban con una gran cantidad de dátiles, la comida habitual de los camellos cuando se desplazan por las inmensidades de arena, y de los hombres cuando el resto de las provisiones se ha agotado. Los dátiles del desierto tampoco tienen mucho que ver con la variedad dulzona a la que están acostumbrados los europeos: el azúcar da sed y eso es peligroso cuando los escasos pozos de agua están a varios días de viaje unos de otros.
El Bey había decidido llevar algunas conservas, carne en lata, verduras y alguna fruta, para cuando fuera necesario dar a los viajeros que no eran beduinos del desierto, Nicky, Ya'kub y el propio Bey, algún consuelo frente a la dureza del viaje.
Así era la lista de alimentos, a la que había que añadir sal y pimienta, abundantemente usada para especiar el asida, un budín de harina hervida y aceite que sabía a poca cosa pero que servía para hastiar el estómago vacío. Resultaba picante, eso sí.
– Hay poca variedad -explicó el Bey-, pero la variedad es algo a lo que se debe renunciar cuando las provisiones van a lomos de unos animales que sobreviven gracias a lo que pueden llevar por sí mismos. No hay lujos, por muy agradables que nos resultaran para romper la monotonía del arroz, el pan ácimo, los dátiles y el té. Cuando se tiene experiencia en el viaje del desierto y sabiduría para aprender de ella, no se llevan alimentos que son insuficientes para alimentar a todos los que van en la caravana. -Miró a su hijo-. En la expedición del desierto no hay distinciones de rango o clase, alta o baja.
Luego venía el agua, el gran problema de los viajes por el desierto.
– El hombre es capaz de vivir sin alimento sólido durante un periodo de tiempo asombrosamente prolongado, pero quien fuere capaz de aguantar sin beber más de cuatro días estaría obrando un milagro. El viajero del desierto debe pensar antes que nada en su reserva de agua potable.
El agua se llevaba de dos maneras distintas: en girbas, unos odres de piel de oveja o cabra, veinticinco de ellos, en cada uno de los cuales cabían entre quince y veinticinco litros, y en fantasses, unos contenedores alargados de hojalata que viajaban colgados del costado de los camellos. Habían sido previstos cuatro de quince litros de cabida cada uno y otros cuatro más grandes que podían contener unos cuarenta y cinco litros. El problema con las girbas era que se reventaban con facilidad en los caminos pedregosos, cuando los camellos se rozaban o chocaban entre sí; en ocasiones también se ponían a sudar sin que nadie supiera la razón de ello y se vaciaban en poco tiempo. Por eso, aunque las girbas vacías fueran más ligeras y fáciles de transportar, las fantasses eran mucho más seguras.
En total, Ahmed el nubio había previsto que se llevarían unos ochocientos litros de agua, cantidad suficiente para aguantar sin peligro de que nadie muriera de sed en el recorrido entre dos pozos, por alejados que se encontraran.
Cinco tiendas de campaña, dos grandes en forma de campana y otra igual pero considerablemente más pequeña, y dos rectangulares, y una gigantesca cantidad de utensilios de cocina (el más grande de los cuales era una enorme halla de cobre, la cacerola que se utiliza para hervir arroz) completaban la impedimenta que habría de acompañarlos hacia lo desconocido. Para accidentes y curas de urgencia, llevaban un botiquín somero en el que había quinina, yodo, algodón y vendas, salicilato de bismuto para la disentería, tabletas de morfina, una jeringuilla hipodérmica, suero para picaduras de escorpiones, ungüento de cinc para el eczema y bicarbonato y sales para la indigestión o los males de estómago.
El Bey levantó las cejas.
– Así estamos preparados para enfrentarnos a indisposiciones y enfermedades de poca monta. Para los males más graves, mi consejo será: la sanación viene de Dios.
Para defensa de la expedición y, ocasionalmente, para cazar alguna pieza que se pusiera a tiro, alguna gacela, el Bey llevaba tres rifles, tres pistolas automáticas y una escopeta.
– Dice mi padre -explicó Hamid que le había dicho su padre al ver cómo habían sido empaquetadas las armas- que lo que el Bey lleva ahí es una ametralladora pesada para retomar Sollum a sangre y fuego.
– Eso sí que es una tontería -respondió Ya'kub, aunque miró a Hamid con cierta aprensión.
En unas cajas de madera el Bey llevaba cinco cámaras fotográficas; tres eran Kodak, otra, más complicada, tenía un objetivo de plano focal, y la última era un tomavistas para hacer cinematógrafo. Para la cámara de cine habían sido empaquetados tres mil metros de película y para el resto, películas Eastman-Kodak, todo en cajas metálicas cerradas tan herméticamente como fuera posible. Las cajas iban empacadas a su vez en otras de hojalata llenas de serrín y, finalmente, éstas en cajones de madera. Hassanein Bey sabía bien que las condiciones climatológicas serían extremas y no olvidaba que tanto la arena del desierto como el agua o la humedad podían arruinar cualquier objeto en pocas horas. Otras cajas aún más cuidadosamente embaladas llevaban los instrumentos científicos para las mediciones geográficas, que eran la finalidad al menos declarada del viaje.
Otros bultos pequeños, bien envueltos en lana, portaban baratijas, pero, sobre todo, objetos de algún valor.
– Cuando se viaja a tierras ignotas -dijo el Bey-, es importante poder hacer regalos a las personalidades con las que se topa uno. En esos fardos llevamos sedas, recipientes de cobre, incensarios damasquinados con hilo de plata, botellas de perfume y hasta campanillas de plata. A los beduinos les encantan las campanillas para llamar a sus esclavos en lugar de hacerlo dando palmadas -añadió sonriendo.
(-Dice mi padre -aseguró Hamid- que esas cosas de plata y oro que él mismo envolvió para que llegaran hasta aquí sin romperse son regalos que lleva el Bey para comprar jóvenes vírgenes a los jefes de tribus y poblados.
Ya'kub, que desde pocos días atrás creía saberlo todo de vírgenes y de los efectos fulminantes de sus blanduras y olores, sintió que se le contraía el estómago con el recuerdo de Fat'ma).