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– Padre -dijo entonces, cambiando de tema para disimular la turbación que lo asaltaba-, ¿podemos ir ahora a ver el mercado de los camellos?

– Naturalmente. Seguidme.

El Bey, Ya'kub, Hamid, Nicky y el nubio de Asuán, Abdullahi, recorrieron el centenar de metros que separaba el frente marítimo del destartalado zoco y llegaron ante un corral cerrado por altas puertas de madera detrás de las que podían oírse los gruñidos y berridos de lo que parecían ser mil animales enfurecidos. Justo antes de llegar se les unió un anciano flaco y fibroso, vestido con una galabía marrón y tocado con un pañuelo beduino, que acababa de salir de una de las pequeñas casas de adobe del poblado.

– Es el dueño del corral, pero no de los camellos -explicó Hamid con gran seguridad. Ya'kub lo miró con sorpresa.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

Hamid se encogió de hombros y no contestó. Pero luego se lo pensó mejor y añadió:

– Si fuera el dueño de cien camellos, sería el hombre más rico de la región y viviría en un palacio.

– Vengo a ver tus camellos -dijo el Bey.

– Alabado sea Alá el misericordioso -entonó con voz profunda y grave el camellero-. Son todos tuyos, excelencia.

Y sin más, corrió un pestillo de madera que había en medio de las puertas y tiró de ellas para que se abrieran hacia fuera.

En el interior del patio rectangular, de unos veinticinco metros por treinta, no menos de un centenar de camellos se movían de un lado para otro y chocaban entre sí con evidente malhumor. Los había de muy diversos tamaños y pelaje. Algunos eran verdaderamente grandes y su cabeza erguida sobrepasaba con facilidad los tres metros de altura, si no más; tenían una cierta apariencia noble e incluso bien parecida. Otros eran más compactos y menos agradables de ver. Algunos estaban francamente tiñosos. Las hembras, menos ruidosas, intentaban mantenerse juntas sin moverse del centro del corral. En una esquina había unas cuantas crías, la mayoría con la pelusa marrón oscura o aún blanca; todas miraban a los recién llegados con una fijeza amable que fácilmente habría podido confundirse con amigables sonrisas. Tenían la expresión inocente e inquisitiva de un pato.

El más grande de los camellos se mantenía quieto al frente de la manada. Colocado de perfil, miraba a los intrusos humanos de reojo mientras berreaba con la boca muy abierta enseñando cuatro o cinco grandes dientes amarillos; al pronto guardó silencio y de la boca le asomó una bolsa hinchada, un buche que tal parecía un órgano desprendido de su estómago.

– Es para demostrar que es el jefe de la manada y para llamar a las hembras -dijo Hamid en voz sólo audible para Ya'kub.

– ¿Sí? No es muy bonito.

– Ya. Es asqueroso.

Abdullahi se acercó a los animales y se puso a examinarlos de cerca.

– Tendremos que escoger treinta o cuarenta para llevarlo todo, Hassanein Bey -dijo. Después miró al viejo dueño del corral-. Tendrás que decirme el precio del alquiler de cada camello hasta Siwa.

– Ah, mi hermano, ¿sólo hasta Siwa? No los encontrarás mejores hasta Kufra, mejor alimentados o más fuertes.

– ¿Te ríes de mí, viejo? ¿Esta pobre estampa de animales medio muertos que no alcanzarían ni el alto de las lomas de aquí detrás? ¡Pelo!

– ¿Pelo? -preguntó Ya'kub en voz baja a Hamid.

– Pelo quiere decir entre la locura y tú sólo cabe un pelo' -murmuró Hamid.

– No, abeya, no, padrecito. Para vosotros, para su excelencia, sólo lo mejor. No encontrarás mejores camellos en todo Egipto -contestó el viejo, indignado, ampliando el radio de la bondad de sus animales hasta los mismos confines de la Tierra conocida.

– Venid -dijo entonces el Bey Se dio la vuelta y echó a andar-. Dejemos que Abdullahi resuelva esta dura negociación a su manera.

Y en efecto, mientras hablaban, habían ido llegando otros beduinos, una quincena, dueños de los camellos que pretendían alquilar. Rodearon a Abdullahi y se pusieron a hablar todos a la vez.

A la derecha del corral había un cobertizo de adobe medio derruido. De una parte a otra lo cruzaban unas toscas vigas de las que colgaban amontonadas sin orden ni concierto decenas de gruesas mantas de montura de abigarrados colores, unas, blancas con gruesos pespuntes, otras, a tiras rojas y marrones, otras, con dibujos beduinos de kilim, otras, a cuadros… Se usaban para cubrir la espalda de los camellos y colocarles encima los grandes cajones y cestas que cargaban con toda la impedimenta. Tiradas por el suelo había sillas de montar que se antojaban bastante primitivas: debajo tenían unas almohadillas planas rellenas de pelo de camello compacto que se doblaban por la mitad para encajarlas a caballo justo delante del cuello del animal. Y encima, la silla parecía una doble percha de las que se usarían para colgar vestidos. Las perchas, que distaban una de otra unos cincuenta centímetros, estaban sujetas entre sí a cada lado por dos maderos cruzados en forma de equis sobre los que se colocaban unos almohadones rematados con borlas que, por desgracia, no hacían el asiento más llevadero ni más confortable para las posaderas.

– ¿Tú sabes montar en camello? -preguntó Ya'kub a su amigo.

– ¿Y tú qué crees?

– No sé. Nunca te he visto montar…

– Y yo tampoco te he visto montar a caballo -se encogió de hombros-, pero sé que montas.

Capítulo 1 5

Pasaron el resto de la jornada, y pasarían también la siguiente, ultimando los detalles del viaje: la caravana saldría al cabo de dos días muy temprano para aprovechar las horas de relativa oscuridad y frescor de la madrugada. Hubo que disponer los bultos preparados para cada camello, calcular la distribución de cada uno y alistarlos para que al caer la noche y detenerse la caravana pudieran ser descargados con orden y dispuestos a servir de parapetos. En el desierto estallan sin previo aviso tremendos vendavales, temibles tormentas de arena que todo lo raspan y castigan como si fueran puñales afiladísimos. La carga así empaquetada también habría de servir como parapeto de defensa ante los posibles ataques nocturnos de bandidos del desierto. Los asaltos eran relativamente frecuentes y los que los padecían corrían siempre gran peligro en sus vidas y haciendas.

Después, cuando el sol todavía se mantenía alto en el cielo y el calor había bajado sólo imperceptiblemente, el Bey, Rosita, Nicky y Ya'kub montaron en los caballos apenas desembarcados del yate. Piafaban de impaciencia tras los dos días de inmovilidad a bordo. Los cuatro jinetes los pusieron enseguida a galope por el borde del mar y al cabo de un buen trecho les permitieron refrescarse en el agua de la orilla. Después dieron la vuelta y fueron al trote por donde habían venido hacia las escarpas que rodean Sollum, con el sol de la tarde encendiéndoles la cara. Desde el camino de Bir 'Abd Rahman, en las afueras del pueblo,

subieron para encaramarse a la loma pedregosa y polvorienta que estaba encima, y asomarse así al inmenso yermo que aparecía hacia el sur.

Ya'kub se quedó mudo. Por supuesto que antes de aquella tarde había visto el desierto, pero siempre lo había asociado a la continuación natural de la ciudad, de las calles que llegaban hasta él, sabiendo que el Nilo estaba a su espalda y que, con apenas cruzar un puente, estaría de regreso en su casa.

Esto era distinto.

No había río en cuyas orillas bañarse dando brincos como un mono rodeado de compañeros de juego, no había palacio en el que refugiarse. No había nada. Sólo una extensión interminable sin confines. Todo se difuminaba en la neblina y, como había dicho su padre unos días antes, era casi imposible ver en el horizonte la confusión de la arena con el cielo.

– Dios mío -exclamó Rosita Forbes.

Y los caballos, cubiertos de sudor y con los bocados llenos de saliva, resoplaron. El del Bey dio unos pasos hacia atrás.