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– Impresiona, ¿verdad? -dijo-. Este es el desierto que vamos a cruzar. Pero no os engañéis. Cuando lleguemos allá al fondo, donde el cielo y las dunas se confunden, ni siquiera habremos empezado a andar.

Ya'kub no dijo nada.

Nicky volvió la cabeza para mirarlo.

– Se acostumbra uno, Jamie. Tu padre y yo, que hemos guerreado por aquí, acabamos por no verlo siquiera… Montas bien, muchacho.

Aquel cumplido lo llenó de orgullo.

Al caer la tarde, los viajeros acudieron a cenar a la casa del teniente coronel inglés. Se había asado un cordero y, con permiso del príncipe, se sirvió un vino libio con el que pudieron brindar por el éxito del viaje hasta donde llegara en el ignoto confín y por el sano regreso de los expedicionarios. Sólo Kamal al-Din se abstuvo de beber, alhamdullilah.

Todos se retiraron pronto a descansar. Era preciso madrugar: el Bey quería seguir de cerca el alistamiento de la caravana y los detalles finales del alquiler de los camellos, aunque, en este caso, poco habría podido añadir a lo decidido por la experiencia de Abdullahi en la materia.

La gran tienda de campaña del príncipe había sido instalada en una pequeña altura aislada y la protegían los fieros guerreros nubios que lo acompañaban. Nadie habría podido acercarse impunemente.

Por su parte, los sirvientes y porteadores del Bey habían montado dos de las tiendas en forma de campana fuera del villorrio para que pudieran dormir Nicky y él en una, y Ya'kub y Hamid en la otra. A Rosita Forbes le habían preparado una habitación en la residencia de oficiales.

Cuando Ya'kub y Hamid llevaban un rato acostados, entró en la tienda de al lado el Mayor, que se había entretenido hasta entonces charlando con Rosita y el Bey al calor de la lumbre que Ahmed, el cocinero, había prendido antes de que regresaran de la cena. Al poco, se puso a roncar con fuerza, unas veces entrecortadamente, otras acabando el ronquido en un largo silbido como de una locomotora y otras en un mascullar de palabras ininteligibles. Tal era la variedad y violencia de aquellos rugidos que, sin monotonía ni ritmo alguno, atronaban el interior de su tienda y alcanzaban la de los muchachos como si Nicky estuviera durmiendo a su lado que a éstos les entró un imparable ataque de risa. Cuanto más procuraban dejar de reír y controlarse, peor era y más difícil reprimirlo.

– ¿No querías saber cómo ronca un camello? -preguntaba Hamid y la risa volvía a brotar con más fuerza.

– No, mejor un elefante o los coches del príncipe -contestaba Ya'kub v las carcajadas estallaban de nuevo-. Nos va a oír mi padre -dijo por fin y, armados con tan preocupante pensamiento, consiguieron callarse.

En la noche silenciosa y apacible sólo quedó el murmullo apagado de la conversación del Bey y de Rosita, subrayada de vez en cuando por una breve risa de esta última y un aterrador ronquido de Nicky.

Capítulo 1 6

El día siguiente transcurrió sin alteraciones de la rutina ni sobresaltos. Rosita y el Bey parecían haber alcanzado algún tipo de acuerdo en torno a la presencia de ella en la expedición, al menos hasta que hubieran llegado a Siwa, y los preparativos del viaje siguieron a buen ritmo.

Sólo por la noche, cuando todo el campamento había quedado en silencio y el Bey, Rosita y Nicky repasaban en la tienda del primero los propósitos científicos del viaje, los lugares por donde querían pasar y el número de jornadas que serían necesarias para llegar al oasis de Kufra (probablemente un mes, sin contar con los días de estancia en Siwa), un ruido, repetido dos o tres veces con ritmo parejo, los sobresaltó. En aquel instante, Nicky, con el dedo índice levantado, iba a explicar que «Kufra es el último lugar de la Tierra antes del infierno», pero cerró la boca de golpe. Los tres alzaron la cabeza y el Mayor y madame Forbes se miraron no sin cierta alarma, mientras que el Bey permanecía imperturbable. Rosita se llevó la mano a la garganta y murmuró:

– ¿Qué puede ser?

– Nada importante -contestó el Bey.

Se levantó y del suelo, al lado de su camastro, recogió la daga que siempre llevaba en la cintura. Se quedó quieto, esperando sin preocupación aparente.

Nicky también se puso en pie. En la mano sujetaba el revólver de reglamento. El Bey lo miró y frunció el ceño.

Pero nuevamente se oyó el ruido, que esta vez pareció a todos como el de una piedra que golpeara levemente sobre una roca.

– ¿Quién va? -preguntó entonces el Bey en voz alta.

– Un amigo -fue la nada convincente respuesta.

El Bey empujó el telón que cerraba la tienda y asomó la cabeza. Nicky estaba detrás de él con el arma dispuesta, listo para intervenir. Envuelto totalmente en su jerd, un beduino permanecía inmóvil frente a la entrada.

– ¿Qué quieres? -insistió el Bey.

– *Soy amigo y debo decirte una cosa que deberías saber.

Hicieron pasar al beduino al interior de la tienda. Se sorprendió al ver a Rosita sin velo que le protegiera la cara y dio instintivamente un paso atrás. El Mayor se puso a su lado.

– Habla entonces.

– ¿Tú y tu caravana vais derechos hacia Siwa?

– Sí, ¿por qué?

– No vayáis por ese camino.

– ¿Por qué?

– El Bey es un hombre rico y lleva consigo un gran botín. Los beduinos son codiciosos y corre el rumor de que llevas muchas cajas llenas de oro. -El Bey lo miró con incredulidad, pero el beduino prosiguió-: Los camelleros se han puesto de acuerdo con sus cómplices para asaltaros por el camino y desvalijaros. Perderás todo tu dinero y, seguramente, tu vida y la de tus acompañantes.

– Bueno, siempre podemos pelear.

– Tal vez… si llevaras muchos hombres armados [2].*

– ¿Por qué me cuentas todo esto?

– Ah, Hassanein Bey, mi nombre no te diría nada…

– Dime cuál es.

– Ali Kaja, excelencia.

– ¿Ali Kaja, hijo de Mohamed? -preguntó el Bey con sorpresa.

El beduino sonrió.

– Ah, excelencia, veo que recuerdas a mi padre. El me manda, me pide que aceptes sus saludos y que me declare tu esclavo y te ayude en cuanto necesites.

– ¡Mohamed Kaja! -exclamó Nicky Desmond-. Lo recuerdo bien. Dios mío, Ahmed. Le salvaste la vida en Qirba.

El Bey sonrió.

– Gracias, Ali, que el Profeta te recompense por tu fidelidad. -Le puso una mano en el hombro-. Voy a pensar en los peligros que me anuncias y mañana te señalaré lo que he decidido.

Esperó a que el beduino se marchara y se volvió hacia Rosita y Nicky. Y antes de que pudieran hablar de lo que acababa de ocurrir, ella dijo:

– Se diría que ha salvado usted muchas vidas en el pasado, sir Ahmed…

– Incluida la mía varias veces -añadió Nicky.

El Bey sacudió la cabeza.

– Bah… En fin, me parece que nos hemos librado de una mala aventura.

– ¿Qué piensas hacer, Ahmed?

– En la mentalidad del beduino, «cajas» equivale a «tesoro». Con todas las que llevamos, deben de pensar que cargamos con el contenido de la caja fuerte del Banco de Inglaterra. Por esto y por lo que nos ha dicho Ali Kaja me parece que debemos considerar que la amenaza es seria y que conviene tomar ciertas precauciones. No tengo ninguna gana de empezar esta aventura librando una batalla contra unos ladrones, ¿no?

– Desde luego que no -dijo Nicky.

– ¿Y no podríamos pedir al jefe de la guarnición que nos facilitara una escolta hasta Siwa? -preguntó Rosita Forbes.

El Bey la miró largamente.

– No -dijo por fin-, no podemos hacerlo. No es su problema. Su cometido es otro. No. Esta aventura nos pertenece por completo y si no estamos preparados para hacer frente a sus riesgos, mejor será que no la emprendamos.

– Bueno -propuso el Mayor-, te sugiero que prescindas de los camelleros que Ali Kaja nos señale como presumibles salteadores de caminos y que alquilemos otros animales de otros dueños. Pero no debemos hacerlo antes de mañana por la tarde a última hora, para que los bandidos no tengan tiempo de reorganizarse. ¿Qué os parece?

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[2] Entre asteriscos, conversación que aparece en las pp. 31-33 de las memorias de viaje de A. M. Hassanein Bey, The Lost Oases.