Se abrazaron y el Bey besó al príncipe en el hombro. Nicky lo saludó militarmente, Rosita dobló la rodilla derecha en una discreta reverencia y los demás desfilaron ante Kamal al-Din y uno a uno le besaron las manos.
Nuevamente, como dos noches antes, cuando todos se hubieron ido a dormir, Rosita y el Bey permanecieron hablando sentados frente al fuego, al que alguien había regado con espliego para que se fuera quedando en brasas aromáticas. El olor que el rescoldo despedía era tan fuerte que se subía a la cabeza, confundiéndose en los sentidos con los perfumes livianos de la noche en el desierto.
Al cabo de poco tiempo, Rosita respiró profundamente, cerró los ojos y dijo en voz baja:
– En mi equipaje guardo como si fuera un tesoro una botella de whisky de malta…
El Bey levantó una mano para amonestarla con severidad.
– No debe usted despertar la ira de Alá ni tentar al hombre virtuoso con costumbres licenciosas…
– Ya sé, ya sé, el alcohol está prohibido en el islam, y más en territorio senussi. Pero estoy segura de que mientras no escandalice a nadie, no pecaré contra nadie puesto que mi religión no me prohíbe el consumo de licor… Y, por lo que pude ver anoche, a usted tampoco le impide la suya beber vino libio, ¿no?
El Bey sonrió.
– Eso fue una excepción que confirma la regla.
Rosita levantó las dos manos en señal de inocencia.
– Bueno, pues lo invito a mi tienda a beber una copa. Pero no tema; no le forzaré a hacer nada que no quiera ni de lo que tenga que arrepentirse después… -El Bey guardó silencio y ella, con expresión cómica, sopló por la comisura de su boca para quitarse un rizo que le había caído sobre la frente y disimular el calor que la invadía-. Bueno… cada cual se arrepiente de lo que quiere. Al menos acompáñeme mientras yo me tomo la copa.
Él siguió callado unos instantes. Miró a su alrededor para asegurarse de que el campamento estaba en silencio y dijo:
– Sería mejor que viniera usted a la mía; es más grande y más cómoda…
– ¿Qué se propone, Ahmed?
– Simplemente ver cómo una joven viuda inglesa…
– Viuda no -interrumpió ella-, divorciada, que es menos doloroso y refleja mejor el carácter de la que se ha divorciado de un marido insoportablemente aburrido. ¿Es usted aburrido, Ahmed?
– … cómo una joven divorciada inglesa se va acostumbrando a los rigores del desierto. ¿Quiere acompañarme?
Y sin más, fue hacia su tienda, empujó la lona que cubría la entrada y se giró hacia ella en muda invitación.
Rosita dejó que se le escapara una breve risa, y le salió ronca y cargada de sobreentendidos. Dio tres pasos y se detuvo delante del Bey. Lo miró a los ojos con una pizca de reto, se desabrochó el botón del cuello de la abeyya, agachó la cabeza y pasó al interior de la tienda por debajo del brazo del Bey.
Aquel día había aprendido dos cosas: que en una caravana del desierto no existen cuartos de baño y la higiene íntima se hace alejándose del campamento para guarecerse detrás de una roca, y que la arena, a diferencia de lo que sucede en otros lugares, está seca por completo y no se pega a la piel; al contrario, cuando serpentea por el cuerpo, amoldándose a todos sus recovecos, se insinúa por ellos como la más sensual de las caricias, sin dejar rastro. Ahora podía añadir otra enseñanza más: en el mundo árabe es de muy mal gusto, cuando no directamente ofensivo para los usos locales, que las mujeres, sobre todo si son extranjeras, tomen la iniciativa en cuestiones de sexo.
Por mucho que su propio descaro, su instinto, su sexualidad abierta le empujaran a dar rienda suelta a las calenturas de su cuerpo, y más en aquel momento, desde su llegada a Egipto Rosita había comprendido que todo en aquella sociedad primitiva y sexista, algo turbia en el manejo de sus deseos, le exigía comportarse con recato. En otras palabras, se imponía actuar con un grado limitado de modestia. Limitado, porque también intuía ella que en este complejo mundo del arte amatoria oriental, mantener una cierta pasividad nunca debe equivaler a ponerse a la defensiva. Ya lo había experimentado durante el combate de esgrima con el Bey. Se había sentido llena de confusión, casi desnuda, expuesta a las miradas de los muchos espectadores que la escudriñaban. Mirándose el peto, algo estrecho, puesto que era de un hombre, había sentido alivio de que estuviera bien guateado y nadie pudiera comprobar lo que estaba ocurriendo debajo. Pero, además, tantas caras concupiscentes llenas de un solo pensamiento mal disimulado, que ella creía poder controlar con su insolencia, la habían excitado violentamente. Y fue consciente de que de su agresividad, de sus gestos y de su indiferencia aparente dependía que nadie lo notara. Sólo la sonrisa galante pero nada inocente de Ahmed Hassanein la había calmado. Desde aquel momento, ambos compartían un secreto, eran cómplices y lo sabían.
Y así, contrariamente a lo que le pedían todos sus sentidos, que la abrasaban, se dejó hacer mansamente mientras el Bey, desde detrás, le levantaba los faldones de la abeyya y se la hacía pasar por la cabeza. Este abandono le resultó terriblemente erótico y notó que sus entrañas se fundían,
como si se hubieran reventado las paredes de una represa llena de agua tibia. Dejó que las manos del Bey acariciaran sus caderas y subieran despacio por su estómago hasta sus pechos.
El Bey murmuró:
– Ahora no hay peto que te proteja.
– Y tu espada es libre de herir.
En algún momento de las horas que siguieron tuvo la sensación de estar viviendo el cuento más sensual de Las mil y una noches.
Se despertó sobresaltada en el colchón de mantas sobre el que había dormido cubierta por varios chales ligeros y calientes. Había amanecido ya; el sol tenía encendido un costado de la tienda con el brillo de un faro en la noche, pero lo que la sacó del sueño con tanta violencia no fue la luz de la mañana, sino el guirigay de voces y gritos alarmados que había estallado en el campamento. Con el corazón desbocado por el susto, Rosita se incorporó: no entendía el árabe y, claro está, no llegaba a comprender lo que ocurría, salvo que la cosa debía de ser grave puesto que, en cualquier caso, el angustiado griterío resultaba ensordecedor.
Se vistió a toda prisa y salió de la tienda. No había nadie a su alrededor. Todo el caravansérail de camelleros, sirvientes, cocineros y encargados, además de Nicky y Ya'kub, se había precipitado al extremo sur del campamento. El Mayor, seguido de Ya'kub, se había adelantado unos pasos y miraba a lo lejos sin moverse; tenía un rifle en las manos. A un centenar de metros, Abdullahi corría alejándose, él también con un rifle dispuesto. Seguía a la alta figura del Bey, que, a lo lejos, a unos cuatrocientos metros, avanzaba despacio con un arma en las manos. Se le veía progresar inclinado hacia delante, al acecho. De pronto se enderezó, se puso el rifle en el hombro y, sin apenas apuntar, disparó. Del grupo de los que se habían alborotado en el campamento salió un gruñido de desánimo colectivo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Ya'kub.
– ¿Qué pasa? -insistió Rosita Forbes, que se había unido a la cabeza del coro plañidero, inmóvil en el extremo del campamento.
– Una gacela… Shh -dijo Nicky, acallándolos con un gesto de la mano.
Volvió a mirar a lo lejos y se puso la mano a modo de visera sobre la frente. El Bey corría hacia delante mientras Abdullahi intentaba darle alcance. Se detuvieron por fin ante lo que parecía una hondonada del terreno y se pusieron en cuclillas. Luego, Abdullahi se levantó, se giró hacia el campamento y dio un grito de triunfo. Todos los expedicionarios empezaron entonces a brincar y a dar alaridos con un entusiasmo desmedido. Varios, Nicky, Ya'kub, Rosita y Hamid entre ellos, echaron a andar hacia donde se encontraban el Bey y su sirviente.