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– Cuando comienza un safari, seguramente muy largo, por el desierto, es preciso atender a todos los presagios que se producen y tener mucho cuidado con ignorarlos -explicó Nicky Desmond pacientemente-. Los beduinos son muy supersticiosos, Rosita. Y lanzarse a cobrar una pieza, la primera pieza del viaje, como ha hecho Ahmed, es muy arriesgado porque si se falla el primer disparo, es garantía de muy mala suerte para todo el viaje.

– Pero no lo ha fallado. Mi padre no yerra nunca la puntería.

– Bueno, Jamie, esas cosas nunca se saben y una gacela del desierto es un animal muy rápido e impredecible.

– Lo que no entiendo es que la gacela no haya oído los gritos de la gente -interrumpió Rosita.

– Vaya, nos encontrábamos bastante lejos y ella, seguramente acostumbrada a la presencia de caravanas, no debió de sentirse amenazada. Además, tenía el viento en contra y estaba en una hondonada.

A lo lejos, el Bey y Abdullahi habían empezado a andar de regreso. Sobre sus anchas espaldas, Abdullahi cargaba con la gacela muerta. Sonreía y sus facciones tan oscuras se habían iluminado como a la luz de una antorcha.

– No conocía la superstición del primer disparo -dijo el Bey cuando llegó hasta donde estaban sus compañeros-. Me lo acaba de explicar Abdullahi. Si llego a saberlo, me habría ahorrado el susto hasta el final del viaje. -Rio-. Bueno, la inocencia ha sido recompensada y, al menos, hoy comeremos filetes. -Se volvió hacia Abdullahi-. ¿Algún otro presagio que deba conocer?

– No, excelencia.

– Menos mal… En marcha, entonces. -Miró a Rosita y sonrió.

Todos los componentes de la caravana se pusieron a gritar al tiempo. Unos decían «mabruk!», enhorabuena, otros cantaban «Allahu akbar», Alá es el más grande, otros entonaban «naharad abyadl», es un día blanco, o «sabah al ward», es una mañana de flores olorosas, o «tnumtaz», él es el elegido. A Ya'kub aquella alegría le pareció bastante exagerada; después de todo, hasta él habría abatido la gacela de un solo disparo y, desde luego, no era mumtaz ni nada que se le pareciera…

Y así pasaron los días sin que se alterara la rutina de los expedicionarios. Casi de forma metódica, se despertaban a la misma hora, justo cuando el sol aparecía en el horizonte, hacían sus abluciones y los rezos de la mañana (menos Rosita y Nicky, claro), desayunaban mientras los camelleros, los guardias y los sirvientes cargaban los camellos y se ponían en marcha poco después. Muchos días, los personajes principales esperaban a que la caravana se hubiera puesto en marcha y, al cabo de una hora, montaban sus caballos y los hacían galopar por las duras llanuras hasta que alcanzaban al grueso de la expedición. Otros días, el Bey los hacía montar a camello durante un buen trecho y el único que parecía cómodo en su montura era el Mayor; para Rosita, que el primer día había dado algunas palmadas de entusiasmo por lo romántico de todo aquello, y para Ya'kub, el ritmo ondulante de las monturas se hacía difícil de soportar durante un tiempo largo.

Las más de las veces, sin embargo, todos iban a pie por delante o a un costado de las bestias. Las horas pasaban tan despacio como parecían caminar los camellos; de todos modos, una caminata diaria de veinticinco o treinta kilómetros por los duros senderos del desierto y a pleno sol no era un plato de gusto para nadie.

Se andaba en silencio, eso sí, pero no por conservar el aliento, sino porque la monotonía del camino enmudecía a quienes andaban por él y los hacía refugiarse en sus propios pensamientos y sentimientos.

Al caer la tarde, la caravana se detenía, en ocasiones en un pozo de agua y otras veces al pie de unas palmeras en donde corrían manantiales de agua limpia y clara. Estas fuentes naturales eran la mejor recompensa del viaje, mucho más que los pozos. Para Ya'kub, hasta entonces un pozo había sido un cosa organizada y civilizada, con brocal de piedra y una profundidad que devolvía el eco cuando se le dejaba caer un guijarro que tocaba el agua a los pocos segundos. No estaba preparado para los pozos del desierto: una mancha en la arena en la que era preciso escarbar hasta que se llegaba a un líquido turbio y de sabor terroso, que era lo que pasaba por agua potable en aquellos parajes.

Armados con sus instrumentos de medición, relojes y teodolitos, el Bey y Rosita desaparecían entonces hacia una loma o un punto más elevado del terreno para determinar con la mayor precisión posible la hora en el punto en el que se encontraban y, con la ayuda de los teodolitos para medir la altura de la Estrella Polar en el firmamento, la latitud. Las mediciones no eran sencillas de hacer y las equivocaciones, frecuentes; había que realizar una triple lectura y las horas se apuntaban en un cronógrafo cuyo error en relación con la hora local se conocía gracias a las observaciones astrológicas anotadas justo antes de establecer las latitudes, la presión atmosférica y la temperatura en cada lugar.

A veces discutían porque no se ponían de acuerdo sobre la situación en un mapa hipotético, pero no era frecuente.

Al cuarto día de camino, otro augurio favorable los llenó a todos de contento. Una caravana de mercaderes de dátiles había pasado por donde llegaba la expedición de Hassanein Bey. Para mala suerte de aquéllos, un saco de dátiles parecía haberse roto, regando el camino de frutos. Los dátiles caídos al paso de una caravana son augurio de buena fortuna para el resto del viaje, tanto que era frecuente que los amigos de un mercader que se disponía a emprender la ruta del desierto se le adelantaran regando dátiles por los lugares por los que había de pasar.

Nuevamente, los camelleros, guardias y servidores del Bey se felicitaron de su buena estrella. Y Rosita, poniendo cara de traviesa, preguntó cuántas cosas más iban a encontrar por el camino, no fuera a ser que tuviera ella que apearse de la expedición para ceder su sitio en la tienda principal a alguna hurí portadora de buenos augurios y adornada de mayores y más abundantes virtudes que las de una pobre inglesa inexperta.

Capítulo 1 8

Siwa es uno de los oasis más grandes del desierto Líbico. Mide más de ochenta kilómetros de punta a punta y en él el agua es abundante, los palmerales, interminables, y los dátiles, dulces y jugosos.

– Se dice que uno de los manantiales que, rodeado de palmeras, burbujea con sus aguas termales a las afueras del poblado fue el lugar en el que se bañaba Cleopatra -explicó el Bey en inglés-. Yo no me lo creería demasiado, pero… Mañana podemos visitarlo, al igual que el templo del Oráculo.

– ¿Me podré bañar en el manantial de Cleopatra? -preguntó entonces Rosita.

– Desde luego que no. La gente de aquí es muy estricta con sus costumbres y eso incluye el destape femenino. Ni siquiera sería posible de noche y bien custodiada por nuestros nubios. Un escándalo público en Siwa no es la mejor manera de estimular la bienvenida de los habitantes locales…

– Mmm, Ahmed -contestó Rosita para provocarle-, siempre me ha gustado un buen escándalo para agitar la hipocresía social.

– Estoy convencido de que sí, amiga mía -dijo el Bey secamente-, pero usted se equivoca: la gente de Siwa es muy sencilla y tiene poco tiempo para la hipocresía o para los vicios y virtudes de la sociedad urbana. Esas cosas están muy bien en París, pero aquí no deben ocurrir.

– Ah, no es lo que oigo de los harenes en El Cairo y usted lo sabe tan bien como yo… De todos modos, era una broma. No se lo tome a mal.

– No me lo tomo a mal, pero no debemos ofender a Alá ni su compasión generosa.