– Bueno, Bey -interrumpió Nicky-, recuerdo cuando estuve aquí hace mil años…
– ¿También has estado aquí? -preguntó Ya'kub con asombro.
– Sí… el 5 de febrero de 1917, para ser exactos. Con tu padre, además. Fue el día en que la fuerza expedicionaria británica entró en Siwa tras derrotar a los senussi… -Rio con su solemnidad acostumbrada-. No te preocupes, Jamie, tenemos muchas noches por delante para que entre tu padre y yo te contemos aquella guerra… En fin, de entonces recuerdo que hay una fuente de agua dulce que riega el Bir Wahed, un lago que hay a pocas millas de aquí, en las primeras dunas del Gran Mar de Arena. Allí sí sería posible que una dama se bañara porque la gente de Siwa sólo va a la fuente durante las fiestas de fin de Ramadán y algunos viernes después del rezo en la mezquita.
– ¿Pero ese lago enorme que hay ahí, al pie de aquella montaña de caliza, también es de agua dulce? -preguntó Rosita.
– No -contestó Nicky-. Es de agua salada, el birket Siwa. El monte se llama Adrére Amellal, que en siwi quiere decir Montaña Blanca. Aquí…
– ¿Siwi?
– El siwi es un dialecto berebere que se habla sólo en este oasis -aclaró el Bey.
– Son todos ustedes enciclopedias vivientes.
– Bueno, es que es nuestro país, Rosita -dijo Ya'kub.
Todos lo miraron con sorpresa. El Bey sonrió y el muchacho se puso encendido como la grana.
– Haremos que la caravana acampe en las estribaciones del Gran Mar de Arena mientras nos acercamos a visitar Siwa. Abdullahi -añadió en árabe-, acamparéis al otro lado del birket Siwa. Debes ponerte de acuerdo con Ahmed y con Ali para contratar el alquiler de nuevos camellos y comprar los víveres, el agua y todo lo que haga falta.
– ¿Pero cuándo podremos ir a bañarnos al manantial de agua dulce, Ahmed?
– Veremos, Rosita -contestó con algo de irritación-. Tal vez esta noche. La paciencia no es la virtud principal de las divorciadas británicas. En cambio, sí lo es su capacidad de insistencia.
– Muy gracioso.
Mientras los demás seguían hacia Siwa, Abdullahi detuvo su camello, se bajó de él y le hizo doblar las rodillas para que se aposentara en la arena a esperar al grueso de la caravana. Entonces la desviaría hacia el lado opuesto del lago, tal como le había ordenado Hassanein Bey.
El Bey y sus acompañantes llevaron los caballos al paso bordeando el gran lago que tenían a su derecha y un extensísimo palmeral a la izquierda. A su espalda fue quedando el monte Adrére Amellal, con sus playas de caliza bañándose en el agua. A medida que se aproximaban al pueblo, iban cruzando algunas alturas sobre las que se divisaban plantaciones de olivo y árboles frutales. En una de las colinas más alejadas pudieron ver las ruinas del templo de Amón, el del oráculo, impresionantes en la media distancia con sus paredes de piedra labrada, las columnas esculpidas y los arcos rectangulares. También, entre las palmeras que se divisaban a los pies del templo, podían intuirse los destellos que despedía otro enorme lago, el birket Zaytun.
– Este es también salado -aclaró Ya'kub con su recién encontrada firmeza-. ¿Sabes lo que quiere decir zaytun? -le preguntó a Rosita-. Quiere decir 'aceituna', por todos los olivares que hay. -Rosita levantó una ceja-. Sí, sí, no creas. Nosotros las llamamos «olivas» y el único idioma que ha adoptado el término árabe es el español.
– Qué barbaridad -contestó Rosita.
La vegetación del oasis era muy abundante y rica. Después de tantos días de sequedad ocre en la que solamente destacaban los pedruscos salpicando el desierto como almendras regadas al buen tuntún por toda la arenisca, los colores, las tonalidades de verde, los reflejos del agua al sol eran un bálsamo para los ojos de los viajeros, cansados de tanta monotonía.
Al poco tiempo desembocaron en la plaza principal de Siwa, un espacio abierto y rectangular de tierra, tres de cuyos lados los ocupaba un mar de palmeras, mientras que en el restante se hallaban las edificaciones del pueblo. Todas estaban construidas con kershef, una argamasa mezcla de lascas de sal, piedras y adobe. Los edificios, de poca altura, eran cuadrados o, todo lo más, de conos truncados. Al frente, a la izquierda de los viajeros según se entraba en la plaza, se encontraba el zoco, hecho con columnas cónicas y cubierto con grandes hojas de palmera. Allí se vendía de todo: aceitunas, naranjas, verduras, carne de oveja y de cabra, pollos y huevos. Y sobre todo, dátiles; en el mercado de los dátiles, la mistah, todos los frutos de un solo dueño, cualquiera que fuera su calidad, buena, mala o regular, estaban apilados en grandes montones y a nadie se le ocurriría coger del montón que no le pertenecía.
– Y, sin embargo -dijo el Bey-, cualquiera de nosotros puede ir a la mistah y comer cuantos dátiles se le antojen sin tener que pagar nada por ellos.
Rosita sacudió la cabeza y murmuró alguna cosa ininteligible.
Pero lo que en verdad impresionaba era la imponente fortaleza de Shali, que todo lo dominaba como si fuera un telón de fondo de las casas que estaban delante. Tendría con facilidad una docena de alturas, unas veces redondeadas y panzudas, y otras, rectangulares. Era enorme, aunque seguro que frágil, puesto que una copiosa lluvia habría deshecho aquellos muros de sal como si hubieran sido azucarillos mojados en agua.
Más que fortaleza, era una gran comuna de intrincados pasadizos y escaleras hecha para que los habitantes, en especial las mujeres, estuvieran a buen recaudo de los ataques de bandidos y de las tribus del desierto. Los hombres jóvenes, sobre todo en épocas de recolección, solían dormir en los campos para mantener protegidas las cosechas.
Al pie de la fortaleza de Shali se encontraba el puesto de la Administración de los Distritos Fronterizos, al mando del teniente Lawler, al que el Bey conocía desde los tiempos en que servía en el Cuerpo de Guardacostas de Sollum.
Allí se dirigieron y, al llegar al puesto militar, desmontaron frente al retén de guardia que los esperaba en formación. También habían acudido las autoridades locales. Todos dieron al Bey una bienvenida acorde con su rango y, sobre todo, con su fama. Mucha de la gente del pueblo se había congregado en la plaza para ver a los viajeros y a la extraordinaria mujer extranjera que montaba a caballo como un hombre y, se decía, fumaba también como tal.
Pasaron tres días en Siwa, durante los cuales fueron festejados como huéspedes ilustres y alimentados como si estuvieran siendo engordados para la matanza. Rosita Forbes pudo bañarse por fin en las aguas sulfurosas y calientes del manantial de Bir Wahed, una piscina redonda y no muy profunda, rodeada de cañas y palmeras, desde la que se divisaba en una hondonada la forma alargada e intensamente azul del Bir como una herida abierta sobre la arena del desierto. Quién le iba a impedir a Rosita bañarse en la fuente. Sin embargo, todo tenía un límite: dada su condición de mujer, a la joven aventurera no le fue permitido sumarse a los ágapes a los que acudían los hombres en masa.
Ya'kub, Hamid y Nicky dieron largos paseos por el oasis e incluso se adentraron por el Gran Mar de Arena para que los chicos vieran de qué se trataba. Si el oasis de Siwa es una franja de vegetación y agua que va de oeste a este y el Adrére Amellal se encuentra en el extremo occidental del poblado y el baño de Cleopatra, en el oriental, el Gran Mar de Arena, inmenso y silencioso, recorre todo el costado meridional del oasis.
– Allí es a donde vamos, Jamie -dijo Nicky, señalando el desierto con un gesto de la barbilla-. Ahora empieza de verdad el viaje.
Aquella noche, cuando jugaban su partida habitual de tawla, Ya'kub le preguntó a Hamid si no le daba miedo perderse en el desierto. Hamid se encogió de hombros y tiró los dados.