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– ¿Y morirte de sed?

Tampoco contestó esta vez. Sólo dijo, señalando los dados que habían rodado sobre el tablero:

– Doble cuatro. ¿Te rindes?

– ¡Pelo! ¿Cómo quieres que me rinda si te voy a destruir? -exclamó Ya'kub. Y luego-: Dime de verdad, ¿no te da miedo?

Hamid agachó la cabeza.

– Me daría miedo quedarme solo -murmuró.

Al anochecer del segundo día tuvieron el primer sobresalto del viaje.

Cenaban todos en el jardín del regidor beduino de Siwa, en el markaz, su residencia oficial, en el extremo este del pueblo. La cena, como correspondía a la presencia del Bey y del príncipe Kamal al-Din (apenas llegado desde Sollum), fue un verdadero banquete en el que destacaban los platos de verduras, de carne con tomate, de albóndigas en salsa endiabladamente picante, de sambusas y hojas de vid, de felfelas y arroz especiado y pastelillos de miel y almendras. Todo ello regado con abundante té de hibisco y con agua de manantial.

La conversación estaba siendo muy animada. Todos rivalizaban en contar anécdotas de viajes y aventuras, de mujeres misteriosas que bailaban la danza del vientre antes de envenenar a quienes las estuvieran contemplando (aunque sólo si la mirada era de concupiscencia), de oasis de los que se hablaba sin que nadie los hubiera visto jamás y de unas misteriosas cuevas perdidas al final del gran sabara que, se decía, encerraban maravillosos tesoros y restos miríficos de una antigua civilización.

En un momento de la velada, cuando los esclavos cambiaban las grandes fuentes y las sustituían por otras aún más llenas de manjares que las que les habían precedido, el príncipe se inclinó hacia el Bey y le preguntó en voz baja dónde estaba madame Forbes, que no asistía a la cena.

– Ha tenido que quedarse en el campamento… Ya sabes que aquí no podía estar.

– Pues estará encantada -dijo Kamal al-Din, estallando en una sonora carcajada mientras daba tres o cuatro palmadas con entusiasmo. Luego, cuando se hubo serenado, continuó-: ¿Has pensado lo que vas a hacer con ella? ¿Te arriesgas y sigues llevándola en la caravana o se queda conmigo y la devuelvo a Sollum?

El Bey suspiró.

– Aj, Kamal, lo cierto es que me gustaría que nos siguiera acompañando… Me es muy útil su ayuda con los cálculos científicos…

– Ya… Cálculos científicos… -El príncipe volvió a reír-. Ya. Me hago cargo, sí…

– Lo digo en serio, Kamal. Y soy consciente de que no es nada fácil hacer que nos acompañe y que los senussi acepten su presencia. En fin, pienso llevarla hasta Jaghbub, presentársela al Gran Senussi y pedirle permiso para que Rosita siga con nosotros todo el viaje.

– El día menos pensado los sentimientos te acabarán dando un serio disgusto, Ahmed.

En aquel preciso instante hizo su dramática entrada a lomos de un blanco corcel nada menos que el barón Max von Oppenheim, el malvado intrigante alemán dado por muerto en mil batallas y siempre resucitado, el encantador de serpientes, el seductor de cien princesas, el traidor de mil causas.

Lo acompañaba una escolta montada de seis guerreros beduinos, todos de blanco inmaculado. Se hubiera dicho que llegaban a un plato de rodaje de los de Rodolfo Valentino en Hollywood.

– Verdaderamente no puede negarse que el hombre tiene un innato sentido del espectáculo -opinó el Bey.

– Sí, pero te descuidas y te clava un cuchillo en la espalda -dijo Nicky.

El Bey no lo había visto desde hacía más de siete años; durante ese tiempo nunca habían llegado a coincidir en los salones y restaurantes de El Cairo. Sabía que había pasado una larga temporada en Berlín dedicado a su violín de Ingres, la delicada y valiosísima colección de arte egipcio antiguo que, con excelente gusto, había logrado reunir en Egipto.

– Supongo que para hacerse perdonar -murmuró el Bey.

– ¿Por quién? -preguntó el príncipe.

– Por sus compatriotas, Kamal. Von Oppenheim es judío. Lo sabías, ¿no?

– ¿Y a mí qué me importa?

– A ti no, alteza, a ti no, pero a muchos de sus compatriotas desde luego que sí.

El Bey había oído recientemente que Von Oppenheim estaba de nuevo en El Cairo y que era el animador de los esfuerzos alemanes para conseguir llevarse la momia de Tutankamón al Museo Egipcio de Berlín.

– Para hacerse perdonar, ¿eh?

– Claro.

El noble alemán detuvo su caballo frente al jardín del regidor de Siwa y desmontó de un ágil salto. Iba elegantísimo en su atuendo de caballista. Se habría dicho que no pasaban por él los años: debía de rondar el final de la cincuentena, pero se le habrían dado veinte años menos. Alto, casi tan alto como el Bey, era muy delgado, lo que con seguridad se debía a su constante actividad deportiva; era un conocido maestro de esgrima, aunque nunca se habían enfrentado él y Hassanein Bey.

– Todo llega en esta vida -dijo el Bey en un murmullo casi inaudible.

Los ojos de Von Oppenheim, de mirada sorprendentemente cálida, eran de un azul intenso. Un mostacho negro con las guías hacia arriba dejaba al descubierto una boca firme sobre una cuidada perilla en la que no había ni una sola cana. Un rostro inteligente, bien parecido y amable.

– Para un individuo muy peligroso -concluyó en voz baja el príncipe. Luego dejó que se le escapara una breve risa.

El recién llegado dio unos pasos hacia el jardincillo del regidor y se detuvo.

– ¿Podría un jinete hambriento y sediento recibir un poco de la hospitalidad siwi que se ha hecho justamente famosa en el mundo entero? -preguntó en árabe con voz sonora.

– Sé bienvenido. El peregrino de buena fe tiene abiertas las puertas de nuestra casa, Alá el magnánimo derrame sus bienes sobre nosotros. Pasa y siéntate a mi mesa.

Hubo un murmullo de asentimiento general. El regidor señaló un espacio entre el Bey y Nicky Von Oppenheim se acercó entonces a los comensales y saludó al regidor con gran ceremonia de manos en el corazón y la cabeza y luego se volvió hacia el príncipe.

– Alteza, es un gran honor y un verdadero placer volverlo a ver después de tantos años.

– Querido Max. Hablábamos de usted en estos días y lo echábamos de menos… Pero siéntese con nosotros y cuéntenos sus andanzas. ¿Cómo es posible que esté nuevamente en Siwa?

El barón sonrió y el Bey dijo en tono amable:

– Si no me equivoco, la última vez que estuvo por aquí fue en febrero del 17. Se nos escapó por poco: hubiéramos querido tener una oportunidad y la suerte de tomar el té juntos, pero no fue posible…

– Asuntos de la máxima importancia me requerían en otro lugar y no pude tener el placer de una merienda y una charla relajada con usted, Bey, y con el mayor Desmond. Fui el primero en lamentarlo.

Se sentó entre los dos con una gran sonrisa y perfectamente relajado, como si se encontrara en familia y rodeado de amigos.

– ¿Y a qué debemos el placer de su visita? -preguntó el príncipe.

– Es muy sencillo, alteza. Desde la época de mi última visita a Siwa guardaba en un depósito seguro una serie de antigüedades, probablemente del tiempo en que Alejandro Magno visitó el templo del Oráculo. Por desgracia, no me pude llevar todo… ¡por Dios!, no es que fuera mucho, pero sí eran piezas delicadas y, me parece, de gran valor. Había pasado algún tiempo excavando y recogiendo muestras y no quería arriesgar su destrucción o su pérdida. Eran tiempos difíciles… lo recordará…

– Desde luego… Y ahora se lo va a llevar todo a Alemania.

– No, no -levantó una mano de dedos finos y fuertes-, me propongo llevarlo a mi casa de El Cairo.

– ¿Y cómo lo va a trasladar?

– Mañana llegará procedente de Mersa Matruh, en la costa…

– Sabemos bien dónde está Mersa Matruh -cortó el Bey con impaciencia, como si el nombre del poblado les trajera a todos a la memoria un recuerdo desagradable.

– … llegará de Mersa Matruh -insistió Von Oppenheim, ignorando la interrupción- un vehículo Rolls Royce que acabo de traer de Gran Bretaña. Lo viene conduciendo un representante de la firma, lord Bradbury… ¿no lo conocen? -Todos hicieron gestos negativos-. Es un medio pariente de la reina Victoria, sobrino o algo así. Probablemente sea un sobrino más alejado de la familia reinante de lo que él quisiera, pero, bueno, se hace llamar así. Lord Bradbury, conde de no sé qué. Es un joven deseoso de aventura que está empeñado en cruzar el desierto y descubrir los grandes misterios que encierra. Un buen conductor… En fin, llega mañana a Siwa para llevarse mis antigüedades de regreso a El Cairo. -Levantó una comisura de la boca en una sonrisa irónica.