– ¿Y usted que hará, Max? -preguntó Nicky con aire inocente.
– Ah, me voy a quedar por aquí durante unas semanas. Hay un par de excavaciones que me gustaría intentar en Qirba, aquí al lado.
– ¿Sí? ¿Qué clase de cosas encontraría usted en Qirba? -preguntó el príncipe con curiosidad.
– Restos romanos del tiempo de Cleopatra. Ya sabe usted, alteza, que se dice que Cleopatra y Marco Antonio vivieron gran parte de su historia de amor entre Mersa Matruhy Siwa…
– Folclore -dijo Kamal-. Me parece que todas esas historias son leyendas, pero me alegraré de que los hechos me lo desmientan, barón. Son tantos los descubrimientos y revelaciones que pulverizan cada día un mito tras otro que uno ya no sabe qué creer y con qué desilusionarse.
– Insh'allah, alteza. Ojalá que mis esfuerzos y curiosidad consigan desvelar algunas sombras de la historia. -Volviéndose hacia el Bey, Von Oppenheim dijo entonces-: He oído que empiezan una larga expedición hacia el sur…
– Cierto.
– El camino está lleno de peligros inesperados, Hassanein Bey. Confío en que no topen con ellos y que la caravana haga su camino en paz y con éxito. -Tanto el Bey como Nicky percibieron la inequívoca amenaza que latía en las palabras del barón. El príncipe, que no era ningún inocente, levantó las cejas-. ¿Cuándo se van?
– Pasado mañana.
– Entonces, con permiso de ustedes, los visitaré mañana en su campamento para desearles un buen viaje.
– Será bienvenido, Von Oppenheim.
– Y ahora, alteza, si me lo autoriza, me retiraré a mi campamento para no importunarlos más.
Kamal al-Din hizo un gesto circular con la mano derecha, dándole permiso para retirarse.
– No pierda el contacto con nosotros, Max.
Cuando el barón se hubo marchado, Nicky exclamó:
– ¡Buf!
– Pues sí -confirmó el príncipe-, buf… No lo perdáis de vista. Dime una cosa, Ahmed. ¿Qué tal se porta tu hijo en las arenas del desierto? Ya sabes que me interesa ese muchacho.
El Bey se volvió a mirar a Ya'kub, que, para no perder la costumbre, se había puesto intensamente colorado.
– Bueno, aún no ha tenido que enfrentarse a ningún reto que lo haya puesto a prueba… Pero cabalga bien, aunque subido a un camello parezca un cartero borracho, dispara con puntería certera y no le he oído quejarse… todavía.
Hamid pegó un codazo a Ya'kub sin que, al parecer, nadie lo notara.
Capítulo 1 9
Al día siguiente, la visita del barón Von Oppenheim al campamento de Hassanein Bey al otro lado del birket Siwa, en el linde del gran desierto, fue breve. Llegó cuando aún no había empezado a bajar el sol y encontró a todos ocupados en las diversas tareas de preparación para la marcha del día siguiente. El Bey, acompañado por Abdullahi y Ya'kub, quiso inspeccionar los camellos uno a uno mientras Nicky revisaba una vez más las provisiones y la seguridad del equipaje, listo para ser cargado a lomos de cada animal. Rosita Forbes, por su parte, se había alejado para comprobar que los cálculos de hora y posición realizados la víspera eran correctos.
Max von Oppenheim llegó solo. Ninguno de los jinetes de su guardia pretoriana lo acompañaba, lo que en lenguaje beduino equivalía a venir en son de paz, en la seguridad de que así sería recibido.
Desmontó y uno de los beduinos del Bey cogió el caballo por las riendas y se lo llevó hacia la parte trasera del campamento, donde se encontraban los restantes animales. Al minuto llegaron el Bey y Ya'kub y un instante después, el mayor Desmond.
– Ah, barón. Sea usted bienvenido a mi caravana.
Con una leve inclinación de cabeza, Von Oppenheim contestó:
– Muchas gracias, Hassanein Bey. Que la paz sea con ustedes. Vengo para desearles un buen viaje y que la fortuna los acompañe, insh'allah.
– Pasemos a mi tienda y que nos sirvan el té.
– No quiero molestar porque los veo a todos ocupados en los preparativos indispensables antes de emprender camino.
– No tiene importancia.
Al poco de sentarse en la gran tienda, y mientras Ahmed el nubio les servía el té, irrumpió en ella Rosita.
– ¡Madame Forbes! -exclamó el barón, poniéndose en pie-. Es un inmenso placer saludarla. Soy Max von Oppenheim. -Se acercó a ella y le besó la mano.
– ¿Cómo sabe usted quién soy?
– No hay en muchas millas a la redonda, y menos aún en este campamento, demasiadas mujeres europeas que se le puedan comparar en belleza. No, madame Forbes, su presencia en el desierto Líbico me ha sido señalada con gran admiración desde hace días.
– Muchas gracias, barón Von Oppenheim.
– Max.
– Mmm…
– Y éste es su hijo, Ahmed Hassanein. No tuve ocasión de saludarlo anoche durante la cena… ¿Cómo estás, muchacho? -Ya'kub se puso colorado y extendió su mano para estrechar la que le ofrecía el barón-. También he oído cosas de ti. Todas buenas…
Ya'kub carraspeó antes de hablar.
– ¿Quién le ha hablado de mí?
– Ah, nuestro buen amigo, tu instructor Amr Ma'alouf. -Se volvió hacia el Bey-. Aprecia mucho a su hijo, Bey.
– Lo sé.
– Lo vi hace unos días en El Cairo y no paró de enumerarme tus virtudes y las esperanzas que tiene depositadas en ti.
– No sé si eso es muy bueno o recomendable -interrumpió de pronto Nicky, que había permanecido en silencio hasta ese momento.
Von Oppenheim levantó las cejas con sorpresa.
– ¿No? Una alabanza de Amr debería ser tomada como lo que es: una excelente recomendación.
– Tal vez mi sospecha se deba al pasado de nuestras relaciones, Max.
– Tal vez… -Sonrió levemente-. Pero, acabada la guerra, acabada la enemistad, ¿no le parece?
– Tengo muchos años, Max, y la experiencia enseña que las heridas no desaparecen de la noche a la mañana…
– Tal vez debería yo estar diciendo esas cosas, Mayor -contestó en tono amable-. Yo fui el derrotado, yo fui el que perdió la última batalla. En realidad, somos todos los alemanes quienes tenemos una cuenta pendiente que cobrar al resto del mundo. Todos ustedes nos vencieron y aprovecharon para pasarnos una factura exorbitante. -Levantó las dos manos en un gesto de resignación-. Qué se le va a hacer… Pero tengan cuidado con el teutón. -Soltó una gran carcajada-. El teutón con su casco terminado en una punta de acero… ¡ha! Querremos devolver esa factura.
Y rio más para quitarle hierro al exabrupto. Pero no lo consiguió a pesar de la extrema suavidad de sus formas.
Con la mejor y más seductora de sus sonrisas, Rosita dijo entonces:
– Pero nos hemos perdonado todos, ¿no? Estamos en paz y lo cierto es que se vive mucho mejor así, ¿no?
– ¡Claro que sí! Querida madame Forbes, tiene usted la habilidad de desviar los golpes como el más fino de los espadachines…
– No le aconsejo que se enfrente a ella con un florete en la mano, Max -interrumpió el Bey, riendo con gravedad.
– También he oído eso, Ahmed Hassanein… Madame, nada me gustaría más que tener un encuentro… galante, por supuesto, en un pasillo de esgrima para medir nuestras espadas…