– Lo ignoro. Han sido amigos desde los tiempos en que Max vivía en El Cairo como un marajá. Es inmensamente rico, ¿sabes…? Su familia tiene bancos y empresas en Alemania. Era una época en la que Amr hacía política, ¿cómo te diría?, cuando actuaba un poco como si fuera el político de los pobres en El Cairo. -Sonrió-. Le había dado por redimir a las clases más desfavorecidas y, de paso, fomentar un patriotismo árabe, ya sabes, Egipto para los egipcios y cosas así, al menos en los barrios populares de El Cairo. Max y él eran… creo que compañeros de discusión y agitación…
– ¿Agitación? No te entiendo, padre.
– Digamos que a Amr le dio por levantar a las masas, pero me parece que las masas no le tomaron muy en serio o, al menos, desde que dejó de gastarse su considerable fortuna en redimir al pueblo.
– ¿Y Max?
– ¿Max? Bueno, Max ha sido desde el principio un agente alemán dedicado a combatir dos cosas: la monarquía y, por encima de todo, la influencia inglesa en nuestro país. -Se había puesto repentinamente serio-. De modo que me parece sensato que no te fíes de Max. En fin, no hablemos más de esto…
– Pero ¿y Amr?
– Pues Amr es la mejor persona que conozco… Justo lo que te hacía falta cuando llegaste a El Cairo y ni sabías dónde estaba tu mejilla derecha. Por eso le pedí que fuera tu guía y consejero. Y no me parece que haya hecho un trabajo muy malo.
– ¿Qué quería decir el barón Max con eso de que Amr tiene depositadas en mí muchas esperanzas? -preguntó Ya'kub imitando el tono meloso de Von Oppenheim.
– Bueno, supongo que Amr ve en ti madera de verdadero egipcio… No hagas mucho caso y concéntrate en convertirte en un verdadero hombre.
Estuvieron en silencio un rato, mirando al horizonte. Pronto empezaría a oscurecer. Desde detrás de donde estaban sentados sobre la arena les llegaban los ruidos de la caravana, atenuados por la distancia, los relinchos de los caballos, los berridos de los camellos, algún grito de los beduinos, órdenes que se impartían para levantar las tiendas y preparar los fuegos… Vieron a Rosita que se alejaba en dirección a un montículo de arena detrás del cual con seguridad haría sus abluciones. Y vieron a Nicky de pie frente a las tiendas con las manos en jarras, supervisándolo todo. Pronto, también, llegaría la hora de la quinta oración.
– Vamos a pasar muchos meses en esta expedición. ¿Te sientes con fuerzas para llegar hasta el final?
Ya'kub se encogió de hombros y asintió.
– Supongo que sí.
– ¿Y Hamid?
– Ah, Hamid está bien. Se divierte. ¿Puedo decirte una cosa, padre?
– Claro.
– Al principio dijiste que Hamid sería mi sirviente. -Carraspeó-. Pero no lo es. Es mi amigo y… creo que estamos en esto juntos.
– Me parece muy bien.
– Me enseñó a hablar árabe.
– Sí.
– Yo le enseñé a nadar en el río.
– ¿No nadaba ya?
– Como una rana coja… Me enseñó a jugar al backgammon.
– Esta noche me mostrarás cómo juegas.
Ya'kub sonrió.
– Pero a ti el tío Ali te gana.
– Desde luego, pero eso no quiere decir que yo no te vaya a destruir por completo.
– ¿Te dejaste ganar a esgrima por Rosita?
El Bey miró a su hijo y tardó unos instantes en contestar.
– ¿Tú qué crees?
– Creo que te dejaste ganar. Hice lo que me dijiste y, para no perderme por la velocidad, sólo seguí tus movimientos…
– ¿Y?
– Te paraste. Te paraste, sí.
El Bey no alteró la expresión.
– En este safari -dijo luego- habrá algunos momentos de gran peligro, hijo, de riesgo para nuestras vidas. No sé cuáles, porque, a pesar de los buenos augurios con que hemos arrancado, no podemos adivinar lo que nos espera. Nos pueden asaltar las bandas del desierto, podemos perdernos, pueden abatirse sobre nosotros terribles tempestades de arena, podemos no encontrar lo que buscamos… Te voy a dar un consejo: tanto tú como Hamid debéis decidir, frente a la eventualidad de un peligro real, pero debéis decidirlo desde ahora, poneros en manos de alguien, uno de nosotros, para que os proteja. Si las cosas se tuercen, buscadle y no os separéis de él. Él sabrá qué hacer. Nicky, Abdullahi, Ahmed el nubio, Ali Kaja. Ali Kaja me parece un tipo fiable y Abdullahi es fuerte y conoce bien el desierto. Hasta Rosita podría ayudaros: tiene mucha iniciativa y está llena de recursos. -Sonrió y sacudió la cabeza-. Rosita.
– ¿Y tú no, padre?
– Yo no, Ya'kub. Toda la caravana es responsabilidad mía y no me podría ocupar de vosotros como quisiera.
– ¿Y Nicky?
– Nicky es una buena opción, entre otras cosas porque te quiere como a un hijo… En todo caso, vosotros sois quienes debéis decidir de quién os fiáis más, pero se lo debéis decir desde ahora -insistió.
– ¿Qué buscas allí, padre? -preguntó el niño señalando el infinito.
– Podría responderte de dos maneras: podría decirte que, desde muy pequeño, desde que estudiaba con mi padre en El Cairo, oía hablar de los oasis perdidos, unos lugares de los que muchos hablan pero que nadie parece haber visto. Sé que están al sur, mucho más allá de Kufra. Ni siquiera los senussi se atreven a ir tan lejos. Calculo que deben de estar en la confluencia de las tres fronteras, Libia,
Sudán y Egipto, y cuando hayamos llegado, giraremos al este hasta que encontremos el Nilo.
– Pero ¿cómo sabrás que has llegado?
– Creo que lo sabré en mi corazón. -Sonrió-. Y también porque llevo todos los instrumentos científicos que me indicarán dónde estamos y cuándo deberemos empezar a cruzar hacia el gran río. Conocemos la latitud a la que se encuentra Jartum, el paralelo 16, y allí es donde comenzaremos a regresar.
– ¿Y la otra manera?
– ¿Eh? -Reflexionó un momento-. Sí, claro… Soy egipcio, pero también soy beduino, Ya'kub. Soy mitad hombre del río y la ciudad y mitad hombre del desierto. Soy Msr, Egipto. Hace mucho tiempo comprendí que hasta que no asumiera ambas personalidades no podría dar a mi tierra lo que le debo, lo que tengo que hacer por ella. En El Cairo, en Al Qahira, no tengo problemas de identidad, sé quién soy y me conocen como quien soy… y estoy lleno de ataduras. En el sahara, por el contrario, nada me condiciona. ¿Dónde están los palacios aquí? ¿Dónde están las calles, las joyas, los Groppi, los reyes, la ópera y los restaurantes? Aquí nada se interpone entre mi alma y mi Dios o, si lo prefieres, entre mi alma y el infinito. Miro al fondo del desierto y me devuelve mi imagen, sólo mi imagen. Estoy aquí porque debo comprender quién soy, cómo soy, por qué soy.
– ¡Pero tú eres el Bey!
– Ay, Ya'kub, apenas un título honorífico de los hombres. Soy el Bey y me respetan. Estoy aquí para aprender a respetarme a mí mismo. Aquí no puedo escapar de nada; solamente hay arena, soledad y preguntas. Sentado encima de esta duna… Y luego, amo el desierto con todo mi ser. El amor al desierto, hijo mío, es comparable al de un hombre enamorado de una mujer fascinante pero cruel. Le maltrata y el mundo se derrumba en sus manos; pero por la noche le sonríe y el mundo se convierte en un paraíso. Cuando el desierto sonríe no hay lugar en la Tierra en el que más merezca la pena vivir. -Se calló.
El muchacho lo miró. Esperó a que siguiera hablando, pero el Bey no dijo nada más. Sólo, al cabo de unos minutos, añadió:
– Vamos.
Se levantaron y empezaron a bajar por la duna. A los pocos metros, Ya'kub tropezó, cayó de frente y comenzó a rodar por la arena. Desde abajo, en el campamento, uno de los camelleros lo señaló y todos fueron dándose la vuelta para mirarlo. Gritaban y reían y aplaudían. «Wallah!», exclamaban, «aiwa!». Con tanto escándalo, los camellos, acostados detrás del campamento, dieron la vuelta a sus cabezas para ver qué ocurría y algunos se pusieron a berrear. Nicky, con sus manos en jarras, también se volvió, mientras Rosita, que regresaba del montículo tras el que se había guarecido, se detuvo riendo. Hasta Abdullahi se despertó de su siesta y Ahmed el nubio dejó de revolver en sus cacerolas.