También lo era, aunque con mayor discreción, en el palacio de su padre, en donde podía leer sin trabas las novelas de la inmensa biblioteca (y hasta contemplar las estampas eróticas de alguna edición especial de Las mil y una noches, encerrada en un armario cuya llave no fue difícil encontrar). Entre clase y clase de sus preceptores, acompañaba al Bey a las carreras de caballos, a verlo tirar y a tomar lecciones de esgrima y a pasear a las pirámides (y una o dos veces, a tomar el té en el Mena House, al pie de las de Gizeh). Todo era más solemne, desde luego, pero el chico había aprendido a comprender que entre esos derroteros acabaría estando su destino. Y se juraba que Mahmud y Umm Hamid y todos los demás estarían unidos a él, donde fuera que aquél lo llevara.
Al principio le pareció un insulto que su padre se burlara de su acento -un día, haciendo acopio de valor, hasta llegó a decirle que era una falta de respeto hacia él y el Bey se rio mucho-, pero poco a poco se fue dando cuenta de que le gustaba y empezó a hablar cairota esforzándose en que no se notara su raíz inglezi o que su padre se diera cuenta de que lo hacía para satisfacerle. De todos modos, no era muy corriente que en las grandes familias cairotas se hablara árabe. Incluso el jedive Fuad casi no hablaba más que italiano. En aquellos años, el árabe parecía reservado a la comunicación con los inferiores.
En cambio, nunca se atrevió a pedirle a su padre que le permitiera llevar el tarboush, el fez que se ponía para salir a la calle. Sus compañeros de correrías, especialmente Hamid, se reían y le decían: «¿Cómo vas a llevar un fez? ¡Eso es para gente mayor, distinguida y de la familia de un bey y no para un forastero!».
Cuando estaba en El Cairo, el Bey siempre vestía a la europea, con trajes hechos a medida en Savile Row, en Londres.
Al llegar a Groppi, el Bey saludó a diestro y siniestro, dedicando sonrisas a las damas e inclinaciones de cabeza a los pashas y a algún personaje de la corte. Dio un apretón de manos muy a la europea a monsieur Groppi.
– Ah, Hassanein Bey -dijo Groppi, inclinándose profundamente-, qué gran honor verlo por aquí y en compañía de este joven y asiduo cliente -añadió, revelando a traición que Ya'kub, de golpe rojo de vergüenza y con la mirada baja, pasaba muchas tardes en el tearoom comiendo helados y mirando de tapadillo a las mujeres, especialmente a las amantes de los pashas, que le parecían el colmo de la lujuria-. Las señoritas de la buena sociedad que nos frecuentan, Hassanein Bey, siempre se fijan en este joven caballero de tan buena presencia.
– Tomo buena nota, monsieur Groppi, y haré que sus preceptores sean menos benévolos con él y lo hagan estudiar con renovada energía.
– Una mesa para el Bey -ordenó el dueño del establecimiento a uno de los camareros y, en efecto, los instalaron en la que parecía la mejor de todas, frente a uno de los grandes ventanales que daban a la plaza.
– De modo que vienes aquí a menudo, Ya'kub.
– Pero sólo a comer helado.
– Ya. ¿Qué otra cosa ibas a hacer?
– Ah, Ahmed, mi sobrino preferido -exclamó un hombre corpulento impecablemente vestido a la europea que se había acercado a la mesa.
El Bey se levantó en señal de respeto.
– Que la paz sea contigo, tío Ali.
– Y contigo, Ahmed. ¿Me invitas a una limonada, sobrino?
– Claro que sí -contestó y, dirigiéndose a su hijo, añadió-: Ya'kub, por favor, vete a donde está el señor Groppi y pídele dos limonadas y un helado para ti.
El tío Ali ni siquiera lo había mirado. Para él, el muchacho era menos que una cucaracha. ¡El hijo bastardo de un sobrino! Ya'kub, el inglés inexistente. Ya'kub se levanta, no, Ya'kub, no. Jamie. Jamie se levanta con flema británica a encargar las bebidas y una enorme, una triunfal copa de Surprise Neapolitaine. La revancha del bastardo inglés. Insh'allah ttaqq, tío Ali.
A la hora de la verdad, sin embargo, levantarse y pasear por entre las mesas de Groppi era siempre una tortura para Ya'kub. Se sentía demasiado alto, demasiado desgalichado, demasiado rubio, demasiado diferente, suponía, para moverse con comodidad. Era muy tímido y el hecho de que alguien pudiera fijarse en él le daba mucha vergüenza; sólo la atracción de la copa de helado y, en este caso, el estímulo de la revancha contra aquel gordo imbécil fueron capaces de vencer su reticencia a llamar la atención. Y además, hoy, mientras se acercaba a monsieur Groppi, pudo fijarse de nuevo, eso sí, con disimulo y procurando que nadie se lo notara, en la chica de más o menos su edad que no le quitaba ojo. era de tez morena y llevaba el pelo, muy negro, suelto hasta casi la cintura y la cara lavada, al contrario de las otras jóvenes de buena familia que estaban con ella y que iban maquilladas de modo excesivo y terriblemente coloreado y llevaban unos peinados elaboradísimos, fruto forzoso de una larga sesión en la peluquería de señoras del Shepheard's. Todas se cubrían la cabeza con velos más o menos transparentes. Mientras las demás cacareaban como gallinas, ella hablaba en tono discreto, con voz melodiosa y cálida, o así se le antojaba a Ya'kub. No era la primera vez que la veía; en la ocasión anterior, estaba sentada con la que parecía ser su madre y con algunas personas mayores y, cada vez que se dirigía a un camarero o incluso al señor Groppi, se tapaba la cara con el mismo velo de finísimo algodón; esta vez, sus compañeras de mesa eran colegialas como ella, y por cómo parloteaban y reían, ninguna parecía sentir gran respeto por la modestia coránica. En una mesa más retirada se sentaban dos enormes eunucos con aire feroz y vigilante; eran las carabinas de las colegialas y no las perdían de vista ni un instante.
Cada vez que las miradas de los dos jóvenes se cruzaban, ella bajaba la vista pero la volvía a subir enseguida y él se ponía colorado como un tomate (lo que no facilitaba la pose indiferente que le parecía apropiada para impresionarla) y, confuso y avergonzado, continuaba lo que le hubiera gustado que fuera un camino displicente en dirección al dueño del tearoom. Cuando por fin llegó hasta él sin tropezar, le encargó las consumiciones y, balbuciendo, añadió en inglés:
– Señor Groppi, ¿le puedo preguntar una cosa?
– Por supuesto, Hassanein efendi.
– ¿Conoce usted a una señorita que está sentada en una mesa detrás de mí con otras tres o cuatro…?
– ¿Todas con uniforme del colegio de Qasr al-Dubara?
– Sí, claro.
– ¿Se refiere usted a una señorita muy esbelta que lleva la melena suelta?
– Sí, claro.
– Tiene usted buen gusto, efendi… Es la princesa Nadia, sobrina de su alteza el jedive Fuad, la hija única del príncipe Kamal al-Din. -Lo miró con una media sonrisa y dijo-: Nada menos -como si se dispusiera a abrir la puerta del anfiteatro por la que entrarían los leones.
Ya'kub carraspeó.
– Ya. Gracias.
– De nada. ¿Quiere que le haga llegar algún mensaje?
– ¡No!
Al volver a la mesa de detrás del ventanal, el Bey y el tío Ali estaban enfrascados en una conversación intensa en voz baja. Ali Hassanein había acercado su cabeza a la del Bey en un extraño gesto mezcla de confidencia y sumisión, aunque a Ya'kub le pareció que a su padre, que se mantenía muy erguido, aquella familiaridad obsequiosa le disgustaba. Se sentó e inmediatamente el tío Ali se interrumpió, como sorprendido por la presencia molesta del microbio.
Entonces lo miró.
– ¿Y cómo está el joven Ya'kub?
Tenía papada, reluciente por el afeitado de aquella mañana, y los ojos hinchados y las comisuras de los labios inclinadas hacia abajo como cerrando un paréntesis sobre el lustroso hoyuelo de la barbilla. Estaba claro que nada podía importarle menos que el estado de ánimo o de salud del joven Ya'kub.