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Sayed Idris guardó silencio. Estuvo callado durante largo tiempo. Por fin levantó la mirada y dijo:

– Me creas una grave dificultad, Ahmed Hassanein. Sin embargo, me es difícil negarme a lo que me pides: mi deuda contigo es demasiado grande y mucho más importante que los riesgos de que una mujer infiel os acompañe por el desierto. Lo voy a permitir y mandaré a mis emisarios para que os allanen el terreno, pero tú debes asegurarte de que cumple con todas las condiciones que debemos imponerle. Debe adoptar un nombre árabe y no debe quitarse nunca las ropas de una mujer temerosa de nuestra religión y de nuestras costumbres y modos de vida.

– Así será, Sayed Idris, y que Alá te colme de beneficios y de paz.

A Ya'kub le sorprendió que ninguno de los presentes pidiera que Rosita hiciera acto de presencia.

Cuando el Gran Senussi hubo seguido su camino hacia el este, en dirección a la gran duna de Abu Muhariq y, después, al Nilo, el campamento del Bey se dispuso a pasar la tarde y la noche en el mismo lugar para proseguir a la mañana siguiente en dirección al sur.

El Bey estaba contento. Había solventado el problema de Rosita Forbes sin excesivas dificultades y todos los viajeros se disponían a celebrarlo como se merecía, incluso Rosita, que hasta ese momento ignoraba el riesgo que había corrido de ser reexpedida a Siwa. Decidieron entre todos que a partir de aquel momento se llamaría Khadiya y que, especialmente al acercarse a caravanas o a poblados, se cubriría la cabeza y la cara con un espeso velo negro.

Rosita miró al Bey sonriendo y murmuró que el trueque era un precio pequeño que pagar por una derrota con el florete. El Bey suspiró y sacudió la cabeza.

Después de cenar y cuando todos los integrantes de la caravana estaban sentados en círculo tomando té alrededor del gran fuego, unos y otros se pusieron a contar historias. Todos las escuchaban con gran atención y las comentaban o reían con sus bromas. Y así fue en esta noche en que las gentes de la caravana se sentían afortunadas por la visita del Gran Senussi y la bendición que les había dispensado a todos y cada uno, permitiendo que besaran sus manos mientras el Bey daba sus nombres y explicaba de dónde venían.

El viejo Moghaib, con la luz de las brasas iluminándole la rala y blanca barba, fue el primero en recordar la historia de su abuelo, que había bajado al Wadai a pelear contra las tribus negras para luego volver con camellos y esclavos. Le siguió Saleh con una historia de grandes ganancias de un primo suyo cuando él también había estado en el Wadai, sólo que sin pelear, y había regresado con pieles y cuero, plumas de avestruz y marfil, que después había vendido en la Cirenaica.

Entonces el Bey se volvió hacia un joven beduino, de nombre Ali, y le pidió que les cantara una canción de amor. Pero Ali no se atrevía hasta que su tío Moghaib no le diera permiso para hacerlo. El anciano, ocupado con el clac-clac de las cuentas de su rosario, parecía no haberse enterado. En realidad, lo que ocurría era que en el mundo de las tribus beduinas no es digno que un hombre mayor se dedique a escuchar canciones de amor de la juventud.

A Moghaib le hubiera gustado prohibirlo, pero respetaba demasiado al Bey y acabó diciendo en voz baja:

– Cántale al Bey, puesto que le gustan nuestros cantos beduinos.

Y siguió pasando las cuentas de su rosario con la regularidad deliberada de quien sólo atiende a sus oraciones.

De la nada aparecieron unos pequeños tambores y una chirimía y empezó a sonar la extraña melodía disonante del desierto, templada por el golpeteo rítmico de los tamboriles y las palmas de los que estaban más cerca.

Y Ali cantó:

Es ella, Khadra,

la que extrae la canción de mi alma.

Su mejilla es roja como la sangre derramada

y toda ella es como un junco, delgada y cimbreante.

Nadie, ni los más jóvenes ni los más ancianos

ignoran de quién se trata.

Y si me la encuentro por el camino,

la luciré…

como un pañuelo atado a mi lanza.

Oh tú, delgado narciso, orgullo del jardinero,

de tu boca fluye la miel

sobre tus dientes de marfil.

Tu cintura es estrecha,

tanto como la de la leona que caza jadeando.

¿Querrás hacerme tuyo?

¿ O piensas en otro, infeliz de mí?

Tu forma es redonda como un látigo.

Recostarme en tu pecho

sería como estar en el Paraíso.

El amor no puede esconderse,

pero, ay, el destino está en las manos de Dios.

En el campamento se hizo un gran silencio que sólo rompía el sonido regular de las cuentas del rosario del viejo Moghaib [3].

Capítulo 2 1

La sensación de morir de sed es aguda y dolorosa como ninguna otra. Aunque, bien mirado, pensó el Bey, lo que hace que sea único el momento en que uno ve llegar la muerte es el hecho en sí de su proximidad y no su causa.

También le pareció extraordinario ser capaz de analizar en ese instante y de ese modo tan frío sus sentimientos, su comprensión de lo inevitable, y no diluirse en el terror del vacío. Era justo como se lo había explicado a Ya'kub y a Rosita: el beduino del desierto, cuando ha agotado todos sus recursos y ha llamado a la divina providencia para que lo rescate sin recibir respuesta, se envuelve en su manta, se sienta en la arena y espera la muerte con serenidad. Y así fue ese día.

Capítulo 22

Durante la mañana siguiente a la visita del Gran Senussi, la caravana había emprendido la marcha hacia el sur, disponiéndose a alcanzar el primer pozo de agua, el Buttafal, que se encontraba a unos cuarenta kilómetros de distancia. Allí tendría lugar el tag-heez, que quiere decir 'preparación del gran camino', cosa en la que con frecuencia se invierten varios días. Es preciso alimentar y dar agua a los camellos, disponer nuevamente la distribución de la carga sobre ellos y alistarse todos para un viaje que ha de ser largo y duro como pocos.

El día de la partida hacia el Buttafal, justo antes de la amanecida, empezaron a sonar, como ya era costumbre cada mañana, los gritos de los beduinos más tempraneros:

– ¡Rezad, beduinos temerosos de Alá! ¡Rezad, rezad, que es mejor el rezo que el sueño!

Y todos fueron desperezándose y poniéndose las ropas más cálidas de las que cada uno disponía.

Hacía frío y los dos o tres fuegos que habían sido encendidos apenas si calentaban a los que se acurrucaban más cerca. En la madrugada, ni siquiera la protección de las pesadas mantas dentro de las tiendas servía para entrar en calor, de tal modo que el mejor remedio contra el destemple era arrimarse a una de las hogueras.

Ahmed el nubio preparaba ya un asida muy espeso y especiado, que todos comieron con gusto, si no con entusiasmo. Y después de dos o tres vasos de té bebidos con parsimonia, los caminantes estuvieron dispuestos a emprender la marcha. (Más adelante, con la rutina culinaria del desierto bien asumida, el Bey, antes de ser bruscamente devuelto a la realidad más prosaica, se entretendría en soñar casi a diario con sus platos favoritos: bogavante a la americana en el Shepheard's, u ostras de Ostende seguidas de steak y soufflé en Prunier, en París, o un arroz al salto en el Cova de Milán, o incluso un plato de arroz circasiano con salsa de nueces, una sofisticada delicia que, pese a lo poco refinado de sus modales, preparaba Mahmud, el padre de Hamid. Pero la vida del Gran Mar de Arena era otra cosa muy distinta… y el Bey despertaba de sus ensoñaciones cuando Ahmed el nubio le traía, muchas veces como único sustento, un puñado de dátiles, los mismos que comían los camellos, y se lo ponía en la mano).

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[3][3] A. M. Hassanein Bey, The Lost Oases, pp. 80-82.