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El ruido de la tormenta es tan aterrador como la fuerza con la que se desencadena. Es como si un monstruo gigantesco soplara con violencia sobre quienes se han aventurado por el desierto, al tiempo que con los dedos y las uñas de una mano araña una tela de seda que sus esclavos mantienen muy tirante.

Probablemente la única salvación está en los camellos: conscientes de que si se detuvieran, morirían, reducen su paso cansino pero nunca dejan de moverse hacia delante, a menos que se establezca un campamento para pasar la noche.

No hay reglas en las tormentas de arena. Aunque un beduino asegure que no se levantan por luna llena, en aquel viaje de trescientos kilómetros hasta el pozo Zieghen se abatieron sobre la caravana de noche y de día sin piedad. Se dice que si la tormenta se alza de madrugada, amainará al atardecer; las hubo que duraron día y noche durante media semana. Tanto que la mayoría de las jornadas del trayecto fueron hechas casi a ciegas y sólo las mediciones del Bey o de Rosita (alternándose uno y otro, porque tomaron la costumbre de no sufrir innecesariamente) los mantuvieron en el camino correcto por más que de forma aproximada. No se desviaban demasiado de la senda prevista; prueba de ello era que, en los momentos en los que las tormentas se calmaban, aunque fuera por poco tiempo, los guías podían ver allá a lo lejos (y así se lo señalaban a los demás viajeros) los hitos de la ruta que seguían. A ocho o diez kilómetros hacia el este, una serie de pequeñas dunas en forma de tiendas de campaña, conocidas con el nombre de El Khweimat, 'las tiendas'. Más adelante, también hacia el este, a unos treinta kilómetros, El Ferayeg, 'la pequeña banda' de caminantes, un grupo de cuatro montículos colocados uno detrás de otro. Y más adelante aún, Mazul, 'el solitario', una colina aislada, sin nada alrededor que la escondiera de la vista.

De todos modos, en aquellos días agotadores, las oportunidades de sentirse seguros en el camino previsto eran escasas. Las tempestades de arena no daban tregua.

Sólo una tarde, antes del anochecer, la tormenta paró de golpe como si hubiera sido aplacada por la mano de un mago. Entonces todos pudieron sentarse mientras el polvo bajaba suavemente como la escarcha y se posaba sobre ellos. Pronto, al cabo de una hora, salió la luna y todo quedó en silencio y en paz. Fue una transformación asombrosa del desierto que hasta hacía tan poco tiempo había sido el peor de los enemigos. La luz de la luna era fuerte y, aunque teñía el paisaje de color violeta, permitía que el relieve de las dunas, sus hondonadas y sus sombras fueran perfectamente visibles. Y al cabo de una o dos horas, cuando se escondió aquélla, quedó el espectáculo sobrecogedor del firmamento con sus miríadas de estrellas y constelaciones: Casiopea, Orion y su nebulosa, Andrómeda, las Osas…

Rosita Forbes salió hacia una pequeña duna para hacer las mediciones con la mayor exactitud posible. El Bey la dejó ir sola y se quedó en el campamento para poder comprobar el estado de los hombres, de las bestias y los pertrechos, tan duramente maltratados por el viento incesante.

La mejoría del tiempo fue un espejismo: apenas duró veinticuatro horas. Por la mañana habían reanudado la marcha por el desierto en calma, tan apacible como si nada lo hubiera alterado hasta aquel momento, pero al atardecer, la tormenta volvió a levantarse con mayor violencia aún. Entonces el Bey dispuso que se siguiera andando sin descanso por la noche. Las reservas de agua habían bajado peligrosamente y se hacía preciso reponerlas con urgencia. Las fantasses, las grandes cantimploras de hojalata, estaban ya casi vacías y muchas de las girbas, las pieles de cabra que iban cargadas sobre los camellos, se habían reventado con el roce entre los animales y otras se habían vaciado espontáneamente, sudando por la piel podrida. Tras más de una semana de marcha, el Bey había decretado que se redujeran las raciones al mínimo para conservar el agua. También ordenó que se distribuyeran dátiles para limitar el consumo de harina, arroz, aceite y sal.

Azotados sin descanso por las tormentas de arena, avanzaban penosamente hacia el sur, en dirección, les parecía, al pozo Zieghen.

Al undécimo día el pozo seguía sin aparecer y la situación empezaba a ser desesperada. «¿Nos habremos equivocado en las mediciones? -se preguntaba el Bey-. No puede ser». Un día después de abandonar el pozo de Buttafal, en la primera acampada, él mismo y Rosita Forbes se habían encaramado a la duna y habían tomado los puntos de referencia, las coordenadas, la hora exacta del momento. Lo mismo había hecho ella sola en el breve respiro de veinticuatro horas que les había concedido la tormenta pocos días antes.

Como siempre hacían, de regreso al campamento, Rosita, el Bey y Nicky habían dibujado en el mapa que elaboraban la ruta seguida, las millas recorridas y la distancia presumible hasta el pozo Zieghen. ¡No podían haberse equivocado! Deberían haber llegado al noveno día de viaje. Pero, del pozo, ni señales. ¿Habrían pasado de largo sin darse cuenta? El pozo es apenas una mancha oscura y húmeda en la arena, pero los guías experimentados que los acompañaban, Ali Kaja, Zerwali, el propio Abdullahi, eran expertos conocedores del desierto y no se les habría pasado una cosa así, una mancha por pequeña que fuera de la que dependía que siguieran todos con vida.

En plena marcha interminable, dos de los camellos se detuvieron de pronto y, sin atender a órdenes ni gritos ni latigazos, se tumbaron en la arena a dejarse morir. Parecían indiferentes a todo e iban rindiendo la cabeza y el cuello poco a poco, mientras berreaban cada vez con menos fuerza. Los camelleros, haciendo palanca con sus espaldas pese a su agotamiento, tiraron de las riendas para intentar que se levantaran y despertara su instinto de supervivencia, pero no hubo manera. Acaso, hacer que bebieran hasta saciarse les habría salvado la vida, pero ni siquiera quedaba agua suficiente para que los hombres apagaran su sed de un sorbo. Y además, ése no era el problema: durante el invierno, un camello bien entrenado puede aguantar perfectamente quince días sin beber.

– Mira cómo cuidan de sus animales, Jamie -había explicado Nicky días atrás-. Les hablan, les animan a mantener el paso…

De hecho, Bu Helega, un viejo beduino de barba blanca, el más entendido y cuidadoso, exhortaba a los más jóvenes y a su propio esclavo a que cantaran a sus camellos, a que cuidaran de la carga no fuera a ser que se hubiera movido, a que en la parada de la noche aligeraran el equipaje de los que iban más cansados. Hasta se preocupaba de que, al anochecer, fueran encendidas las linternas «porque les gusta y los tranquiliza».

– Son casi humanos, Jamie. Por eso en el desierto se dice que alguien es tan listo como un camello y -añadió con una sonrisa- igual de paciente: no olvidan un maltrato, un bastonazo a destiempo y siempre esperan a que les llegue la oportunidad de tomarse la revancha… Lo resisten todo menos la falta de agua cuando se les han agotado las reservas.

La muerte de un camello es una tragedia para su dueño, que se queda sin compañero de viaje, sin protector y sin medio de vida, sin medio de locomoción y sin transporte e incluso sin guía, puesto que se dice que un camello es capaz de olfatear un pozo cuando aún se encuentra a dos y tres días de marcha. Sin embargo, que se acueste para no levantarse más es aún peor para el resto de la caravana, que comprende la velocidad a la que se acerca el final para todos.

– No resistiremos un día más, Bey -dijo Abdullahi.

Tuvo que gritar para hacerse oír. Arreciaba el viento con inusitada fuerza, haciendo que la tempestad de los días anteriores pareciera nada más que una ligera brisa, y el ruido resultaba ensordecedor.