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– Pues debemos aguantar… No podemos abandonar ahora. Estamos cerca.

– ¿Cerca de dónde? -murmuró Nicky.

Rosita se había sentado, doblada en dos, agotada por la sed y el cansancio, con la lengua seca y pegada al paladar. Ya'kub estaba de pie a su lado. Ambos se tapaban las orejas con las manos y la cara con los pañuelos, aunque ella se protegía los ojos con grandes gafas de sol. Hamid también se les había unido y los dos jóvenes no se despegaban del Mayor, que era quien habían decidido que sería su refugio protector (no sin discutirlo, porque, mientras Hamid insistía en que debían encomendarse a Abdullahi, Ya'kub había acabado imponiendo a Nicky: «Es un militar inglés experto en la guerra del desierto, Hamid, ¿no lo entiendes?»). Mientras tanto, el propio Nicky, con los brazos en jarras y unas gafas de sol similares a las que llevaba Rosita, parecía el más afectado de todos ellos; había perdido mucho peso, como todos, y sus mofletes tenían un aire decididamente menos saludable que apenas unos cuantos días antes. Lo único que no le había abandonado era su aire marcial.

El Bey, el Mayor y Abdullahi se apartaron unos pasos.

– Estamos perdidos, Bey. Nuestros guías han extraviado las huellas del camino de las caravanas y no sabemos en qué dirección está el pozo. -Hizo un vago gesto-: Detrás, delante, a un lado… ¿Qué podemos hacer?

El esfuerzo de hablar lo atragantó; tenía las comisuras de la boca, las cejas, el bigote y los costados de la nariz cubiertos de arena. Tosió y luego de aclararse ruidosamente la garganta, escupió un abundante gargajo.

– ¿Cuánta agua nos queda, amigo mío?

– Apenas una girba llena, Bey. No da ni siquiera para que cada uno de nosotros reciba un sorbo.

– Me pregunto cómo hemos podido perder el camino, Ahmed -dijo Nicky-. El camino a Kufra desde el norte es un paso de caravanas muy transitado, arriba y abajo… Y no hemos visto ninguna en días -añadió reflexivamente-, ninguna…

– Bueno, no podíamos ver nada en medio de la tormenta y es muy posible que nos pasaran al lado sin darnos cuenta.

– No, eso no puede ser… En fin, tienes que tomar una decisión. ¿Qué hacemos?

El Bey bajó la cabeza, pensativo.

– No podemos seguir en estas condiciones -dijo después, sin alterarse. Estaba tranquilo-. Detengámonos aquí. Que descarguen los camellos y que los hombres descansen a turnos. Tenemos que esperar a que esto amaine y luego buscaremos el pozo.

Abdullahi miró al Bey con fijeza y luego asintió. Se dio la vuelta y, casi doblado en dos, se dirigió hacia el frente de la caravana para cumplimentar la orden de Hassanein Bey.

– Si nos paramos aquí, Ahmed, ya no seguiremos. Lo sabes tan bien como yo.

– Esperaremos a que amaine -repitió con convicción.

La tormenta no amainó en tres días.

Murieron otros cinco camellos, con toda probabilidad de cólico y no de sed, y no fue posible transferir su voluminosa carga a los demás, ya debilitados por las penalidades del viaje. La poca agua que quedaba fue consumida a sorbitos y a partes escrupulosamente iguales por todos los viajeros. Al segundo día, se acabó. No quedaba nada para beber, salvo unos cuatro o cinco litros que Abdullahi custodiaba con fiereza y que el Bey decretó que serían suministrados a los dos chicos y a Rosita y que, sin saber cuánto quedaba de viaje, mal apenas servían para mojarles los labios y humedecerles el paladar.

Dentro de la gran tienda montada no sin dificultad para que pudieran protegerse del viento, Rosita, el Bey, Nicky y Ya'kub, a los que se había unido un Hamid cada vez más asustado con los ojos a ratos muy abiertos de angustia, hablaban con desánimo intentando dilucidar la razón por la que se habían perdido. Ninguno estaba muy cuerdo y los dos muchachos, además, sufrían repentinos ataques de fiebre que les duraban horas y que los debilitaban aún más; a ratos, deliraban. Rosita les aplicaba entonces alcohol en las sienes para refrescarlos.

Al tercer día todos estaban en un estado de grave postración. Hablaban con dificultad; tenían los labios en carne viva, las lenguas hinchadas y los paladares resecos, se sentían temblar con violentas sacudidas y deliraban sin ton ni son. Las pocas gotas de agua que correspondían a cada uno ya ni servían para aliviar el sufrimiento aunque fuera por un instante; antes al contrario, multiplicaban la tortura con imágenes maravillosas de manantiales de agua cristalina que bajaban por arroyos transparentes para acabar rizándose en pequeñas cascadas hacia sus bocas abiertas; porque, enseguida, las riberas frescas y llenas de musgo y yerba que imaginaban se convertían en la arena que los volvía a atragantar.

Nicky se levantó y murmuró algo sin sentido. Rosita quiso saber qué y el Mayor soltó una larga retahíla de palabras inconexas hasta que al final añadió de forma perfectamente inteligible y con un dedo alzado e inmóviclass="underline"

– El destino de las grandes naciones no se juega en sus campos de batalla, sino en lugares perdidos en los que sus hijos se inmolan, sacrificándose con generosidad absoluta. Rule Britannia!

Rosita se recostó en su hombro y así quedaron ambos, apoyados la una contra el otro, como si fueran dos borrachos tambaleándose sin remedio.

El Bey se puso entonces en pie con un gran esfuerzo y salió de la tienda con paso inseguro. Miró a su alrededor,

a la tormenta desatada, a las vagas formas de los beduinos postrados, a los camellos más cercanos, mientras arreciaba el ruido y se abatía sobre ellos la arena de una duna que iba cambiando de forma a cada momento, como si se tratara de una ola embravecida. Puede que fuera sólo un efecto óptico, pero el Bey tenía la sensación de que la duna ondulaba de un lado a otro sin detenerse nunca.

Quiso mirar al cielo para implorar por última vez la misericordia de Alá, pero no pudo distinguir nada. Bajó la cabeza, se dejó caer de rodillas y luego se sentó pesadamente y se envolvió en su jerd. Le había llegado su hora, el momento de la resignación y de la fe en el Dios misericordioso en quien coinciden todos los caminos. Que se hiciera su voluntad, puesto que en su inmensa sabiduría no le había juzgado merecedor de su compasión.

En aquel momento Ya'kub salió también de la tienda, tropezó y cayó cuan largo era. Al cabo de unos instantes, se puso de rodillas y anduvo a cuatro patas para acercarse a su padre. Lo miraba con los ojos oscurecidos por el reflejo de la luz amarilla de la arena en suspensión y con la adoración sin reservas y la fe total que sólo un hijo puede entregar a un padre cuando no queda más que desesperanza.

El Bey comprendió entonces que darse por vencido de este modo era una derrota que tenía poco de santa resignación beduina y mucho de traición hacia quien depositaba en él una confianza tan absoluta.

No podía abandonarse a la muerte, sencillamente no podía. Si hubiera sido él solo…

Se despojó del jerd y se puso trabajosamente en pie. Miró a Ya'kub y dijo:

– Ven conmigo.

El chico no se movió. Había cerrado los ojos.

– ¡Ven! -repitió el Bey.

La orden sonó como un latigazo y, como si lo hubiera recibido en su espalda, Ya'kub se enderezó y se levantó. El Bey se volvió hacia él y con las dos manos tiró de la kufiya

del chico hacia abajo. Anudó una esquina del pañuelo alrededor del cuello y pasó la otra por delante del rostro para que apenas quedara una rendija a través de la que ver sin resultar cegado por la arena.

– Vamos.

– ¿A dónde, padre?

– Si la voluntad de Alá es que el sahara acabe con nuestras vidas, la muerte nos encontrará caminando, peleando contra ella… No te separes de mí.

– ¿Pero a dónde vamos?

– El agua no viene a nosotros, pues nosotros iremos a buscarla.

Echaron a andar despacio hacia el oeste, un lento paso tras otro.

Habrían recorrido un centenar de metros cuando Alá decidió acudir en su ayuda. Tan repentinamente como había venido, la tormenta de arena se calmó. Padre e hijo se detuvieron sorprendidos por la instantánea ausencia de ruido. Tuvieron que transcurrir muchos segundos para que sus oídos, acostumbrados al tronar incesante de los pasados días, llegaran a registrar el silencio. Quedaron inmóviles mirando al horizonte.