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Por fin, el Bey se dio la vuelta para contemplar el campamento que habían dejado atrás. Puso una mano en el hombro de Ya'kub. El muchacho temblaba.

De la linde de la acampada se separó una figura. Venía hacia ellos; la luz y la neblina la hacían ondular como si se tratara de un espejismo, pero era Abdullahi, reconocible por su gran estatura y el voluminoso corpachón. Cuando estuvo ya cerca, pudieron ver que sobre un hombro traía uno de los rifles del Bey y en bandolera una correa de la que colgaba un pequeño odre de piel.

– Voy con vosotros -dijo con la voz quebrada-. Mi suerte es tu suerte, Ahmed Hassanein Bey. -Miró a Ya'kub e hizo un gesto de asentimiento, conformándose a sí mismo con la presencia del joven-. De tal palo, tal astilla -murmuró.

El chico no se inmutó. Su estado de abatimiento era tal que no acababa de comprender cuanto se le decía. Pero no sería su padre, orgulloso de la gesta del hijo, quien deshiciera el malentendido.

– Si me quedo -señaló algún punto lejano en la dirección en la que iban-, encárgate de Ya'kub, protégelo y llévalo de vuelta. El mayor Desmond sabrá qué hacer.

Abdullahi se llevó el puño derecho al corazón.

– Con mi vida, Ahmed Hassanein -contestó-, así me lo tenga en cuenta Alá el vengador, el todopoderoso. Allahu akbar.

El Bey asintió. Estuvieron andando en silencio durante un buen rato y, por fin, preguntó:

– ¿Por qué crees que nos hemos perdido? ¿Sólo por la tormenta de arena?

Abdullahi titubeó. Estuvo callado unos segundos y luego dijo:

– No sólo por la tormenta, Bey… Perdimos el camino de las caravanas… -Hizo un gesto rápido con la cabeza, inclinándola a un lado.

– Tendremos que pedirle cuentas a Zerwali, pues.

– Si el Bey quiere…

– No quiero. Sólo quiero que me digas lo que piensas.

Nuevamente, Abdullahi guardó silencio.

– ¡Dime!

– No entiendo mucho de aparatos científicos, ni sé cómo se adivina con ellos en qué lugar estamos. Sé que se mide con los astros, igual que hacían mis antepasados, esperando a que apareciera la gran estrella de septentrión, El Jadi, para hacer los cálculos. Así han navegado siempre las caravanas por este desierto.

– ¿Y?

– Creo que la mujer se equivocó hace una semana. -Y si pensabas eso, ¿por qué no me lo dijiste? -No lo pensaba, Bey. Sólo sé que el guía y Zerwali no se equivocan…

– Según tú, entonces, ¿dónde está el pozo Zieghen?

Sacudió la cabeza.

– No muy lejos, Bey… Debemos volver a la ruta de las caravanas. Hacia allá -señaló en la dirección por la que iban avanzando con fatiga.

– También creo yo eso.

En ese preciso momento, Ya'kub se desvió del camino tambaleándose y enseguida se desplomó en la arena. El Bey se arrodilló haciéndole sombra con su cuerpo.

– Tranquilo, hijo. No es nada, alhamdulillah. -Pero Ya'kub no parecía oír-. ¿Llevas agua en ese odre?

– Sí.

– Pues cuida de que no le falte. Ponte aquí y hazle beber… Yo seguiré hacia delante.

– Déjame ir a mí, Ahmed Hassanein Bey.

– No, Abdullahi. Debes quedarte a proteger a Ya'kub y llevarlo al campamento cuando haya recuperado el sentido… ¿Hay agua suficiente para que yo tome un poco?

– Es la última que queda de la que ordenaste guardar. Hay para ti y para Ya'kub.

– Y para ti también -concluyó el Bey, bebiendo con cuidado un trago de maloliente líquido, sabiendo que si no lo hacía, no llegaría muy lejos.

– Llévate el rifle, Bey.

– No. Mejor lo tienes tú por si es preciso defender a mi hijo. -Sonrió-. ¿De qué me serviría si estoy tan falto de fuerzas que se me caería de las manos?

– No te preocupes por tu hijo… Yo lo cuidaré. Vete en paz y que Alá te acompañe. -Le cogió una mano entre las suyas y se la besó.

El Bey estuvo mirando a su hijo un largo rato y después se puso a andar. Sabía que sus probabilidades de volver eran escasas, tan escasas como la probabilidad de encontrar el pozo Zieghen. Pero estaba decidido a seguir luchando. Ahora sabía que la supervivencia de toda la caravana dependía de lo que pudiera hacer él. Sonrió para sus adentros: pues si era así, las esperanzas de la caravana eran más bien pocas. La humorada le dio ánimos. Siguió andando sin importarle saber que dentro de poco le entraría el mareo, que se desorientaría… Tal vez fuera más conveniente esperar a la noche para que al menos refrescara.

El desierto era ahora un pedregal reseco sin la belleza de las dunas del Gran Mar de Arena. Durante los días pasados andando a ciegas, el paisaje había cambiado, convirtiéndose en una extensión sin relieve, monótona y áspera. Una buena antesala del infierno en la que morir de sed y de sofoco.

Al cabo de un rato de marcha, el Bey decidió sentarse a esperar a que anocheciera. No estaba muy seguro de que fuera una buena solución, pero no recordaba muy bien por qué se había inclinado por ella. Se volvió para escudriñar el horizonte; Ya'kub y Abdullahi habían desaparecido ya.

Se sentó y cerró los ojos.

No habría podido precisar el tiempo que pasó así, en una placentera modorra; unos minutos, una hora, tal vez más; el sol seguía allá arriba luciendo sin piedad, pero no hacía demasiado calor y, en el fondo, no se estaba tan mal. Pensó en su vida, en los que dejaba atrás, ¡hasta se dio cuenta de pronto de que pensaba en Rose y su jardín en Woodstock!, pensó en El Cairo y le flotó la imagen de Groppi y de su palacio sobre el Nilo, se acordó de Kamal al-Din y de sus enormes automóviles… Citroën, ¿eran Citroën?, sí, que hacían un estruendo terrible por en medio del desierto. Hasta podía oírlos atronándolo todo, ahora que estaba al borde de la muerte; habría preferido morirse oyendo el silbido de la brisa antes que este ruido infernal que le penetraba en la cabeza como si se lo estuvieran metiendo a martillazos.

¡Una pesadilla llena de alucinaciones!

Abrió los ojos y poco faltó para que rompiera a reír: allí estaban los coches de Kamal temblequeando en el espejismo y acercándose a la velocidad de un aeroplano. Si seguían así, lo atropellarían. ¡Qué ironía morir atropellado por un automóvil en medio de un desierto en el que no había nada más, ni una mísera palmera ni un asno, sólo él! Incluso pensó en levantar una mano para que se detuvieran pero, como se trataba de un sueño, le pesaba tanto que no la podía mover. De todos modos, los coches le habrían pasado por encima y su brazo habría quedado flotando en el aire, desgajado de su cuerpo.

Tampoco eran tres Citroën los que se abalanzaban hacia él. Lo comprendió con absoluta claridad, la claridad de la agonía y el delirio. Era un único automóvil, sí, sí, uno solo, porque los tres Citroën se habían fundido en uno que él conocía bien porque los había conducido durante la guerra. Habría reconocido el ruido de ese motor en cualquier sitio: era un enorme Rolls-Royce… ¿qué hacía un Rolls-Royce allí?

Se sobresaltó y quiso ponerse en pie. No lo consiguió, claro: estaba demasiado débil y desorientado.

Cerró nuevamente los ojos y empezó a entonar versículos del Corán, olvidado de todo, encerrado en el interior de su alma. Y acudieron a su memoria los días de enseñanza y piedad en la gran mezquita de al-Azhar:

En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso, quienes se han mantenido cerca de Dios después de haber sufrido el dolor de las heridas, quienes de entre ellos hicieron el bien y fueron piadosos, tendrán una enorme recompensa…

A quienes han escuchado a su Señor pertenece la hermosa recompensa…