Quienes creen y tienen el corazón tranquilo con el recuerdo de Dios, ¿acaso no se tranquilizan los corazones con el recuerdo de Dios…?
Había comprendido con absoluta lucidez que no sólo debía ser paciente en la espera de la muerte, sino que debía entender que la resignación estaba hecha también de impotencia y de debilidad ante lo inevitable. Rebelarse contra la muerte era inútil.
Y no vio cómo el Rolls-Royce se detenía junto a él y Max von Oppenheim se apeaba de un salto.
Capítulo 23
Tuvieron que transcurrir siete días hasta que todos se recuperaron, descansaron y bebieron a sus anchas. El pozo Zieghen (El Harrash, en realidad, que es el principal de los cuatro que lo componen en un radio de treinta o cuarenta kilómetros) estaba, en efecto, muy cerca de donde habían acampado vencidos por la falta de agua: apenas a medio día de marcha. Andando a ciegas los últimos kilómetros, habían pasado a pocos centenares de metros al este del pozo. La terrible tormenta de arena los había desorientado a todos. Hasta los camellos, capaces de olfatear el agua a mucha distancia, parecían haberse perdido.
Lo cierto era que el pozo resultaba casi imposible de detectar si no se tenía una idea bastante exacta de su situación. Una mancha un poco más oscura en la arena, en medio de la nada, a una cincuentena de metros de un manojo de dos o tres palmeras resecas. Era preciso excavar con las manos hasta un metro de profundidad para llegar al agua, que, lejos de ser cristalina, tenía el aspecto de un líquido turbio y marrón. Las paredes del pozo así abierto eran de arena mojada, con lo que se mantenían sin derrumbarse mientras el agua se filtraba al fondo en abundancia. Al final, recogida en palanganas, en tazas de hojalata, en pequeños odres y en cantimploras, seguía sabiendo a tierra, pero para los castigados gaznates de los viajeros era mejor que el mejor maná.
Fue una semana de relajada camaradería. Entre todos habían hecho algunas batidas para cazar cuantas gacelas se les pusieran a tiro, habían salido a dar largos paseos por el desierto, habían cocinado no sin inventiva, se habían aseado con el lujo de no preocuparse de las existencias de agua para hacerlo. Por las noches, sentados todos alrededor del fuego, habían jugado formidables partidas de backgammon, muchas ganadas por Hamid para frustración de dos de sus víctimas, Rosita Forbes y lord Bradbury, el conductor del Rolls-Royce de Von Oppenheim, que se consideraba un gran campeón. Hamid miraba a una y a otro con mal disimulada suficiencia y por la noche, a solas con Ya'kub, se reía e imitaba los pomposos gestos de lord Bradbury cuando hacía rodar los dados.
Una vez, Ya'kub había tenido la osadía de desafiar a su padre.
– Tawla, ¿eh? -dijo éste y procedió a derrotar ignominiosamente a su hijo en tres partidas-. Acuérdate de no jugar nunca una partida en serio con el tío Ali. Y sobre todo, no arriesgues tu dinero contra él… a menos que te convenga perder por otras razones.
Lord Bradbury resultó ser un típico aristócrata inglés por el que Ya'kub concibió una inmediata antipatía. Era alto y muy rubio, tenía las pestañas casi blancas y los nudillos de las manos casi siempre enrojecidos. El mero contacto con los rayos del sol, incluso durante el breve momento que tardaba en cubrirse al salir de la tienda de campaña, le encendía la piel y se ponía como un cangrejo a los pocos minutos. Tenía que escocerle y por las noches dejaba que Rosita le untara los brazos y la cara con aceite. Hablaba con el acento inglés más afectado que pudiera concebirse y según Nicky tenía dos virtudes principales: siempre estaba dispuesto a sumarse a cualquier aventura incluso si lo que se requería era un voluntario para una misión arriesgada y nunca hablaba de la familia real británica ni de su parentesco con ella. Enseguida hizo buenas migas con Rosita, que reía con sus ocurrencias y chistes algo subidos de tono para un noble de los tiempos de recato Victoriano. Nicky, su compatriota, congenió poco con él; parecía preferir la compañía de los beduinos y, desde luego, la del Bey.
Al atardecer del último día, cuando la caravana se disponía a reemprender en la madrugada la marcha hacia Kufra, el Bey y Von Oppenheim se encontraron sentados a solas y frente a frente delante del fuego. Pasaron un buen rato mirándose fijamente en silencio mientras bebían sendos vasos de whisky de malta, materializado desde lo más profundo del equipaje del barón. Sólo un observador perspicaz habría sido capaz de percibir la tensión del momento. Por fin, el Bey dijo:
– Ha perdido usted una excelente oportunidad de acabar con mi vida, Max. Cuando me encontró, estaba solo, a su merced, medio deshidratado, sin armas e indefenso.
– No me interesa su muerte, Hassanein Bey.
– ¿No? No, claro: sigo vivo.
– Soy una persona civilizada… En mi mundo, si se tienen adversarios, se les derrota, y si no se puede y las tornas están cambiadas, se acepta la derrota con deportividad. Estoy seguro de que a usted le pasa lo mismo.
– Naturalmente. -Se mordió el labio inferior, sorprendido de que un enemigo que él consideraba formidable pero alejado del sentido del honor levantino tuviera de pronto las mismas reacciones que él. Había descubierto lo inesperado: un adversario europeo noble. Sonrió-. No me negará que la tentación debió de ser casi invencible.
Von Oppenheim estalló en una carcajada.
– Desde luego, no me fue fácil resistir. Ya sabe usted, Bey, que las tentaciones están para que caigamos en ellas… Pero… -frunció los labios- tenía un motivo para que usted siguiera con vida…
– ¡Ah!, ¿sí?
– Por supuesto. Como sabe bien, soy un coleccionista apasionado de antigüedades egipcias y beduinas. Y usted era (y es, presumo) mi llave para entrar en Kufra. El Gran Senussi nunca me habría facilitado el acceso al oasis. Pero usted, sí. Los alemanes hemos molestado demasiado a los senussi… demasiado. Y, sin embargo, este alemán que le habla, que no se siente enemigo de este pueblo ni de esta civilización, los admira. A los tuaregs, a los beduinos, a los hombres del río, a los egipcios… Ustedes, Bey, tienen una filosofía existencial tan delicada, tan rotunda, que nos encontramos, todos los europeos, ¿eh?, todos los europeos, a mil años luz de su alma, de su modo de pensar, de su forma de sentirse libres. -Levantó la mano que no tenía ocupada sosteniendo el vaso de whisky-. Espere, déjeme terminar… Todo el arte ancestral que ustedes atesoran y que está desperdigado a lo largo y a lo ancho de su geografía es la síntesis de esta civilización. Y… y es una síntesis de tal belleza que me parece una lástima que sólo podamos disfrutarla así como está, repartida pieza a pieza por estos mundos inmensos de Egipto, el Nilo, Luxor, los oasis, Alejandría, sin que nadie alcance jamás a apreciarla en su conjunto… Después de muchísimos años, he conseguido ir reuniendo de cada lugar un poco de ese acervo… atesorando una pequeña muestra para mí, como si con ello no me fuera preciso ir a cada lugar de este país para disfrutar de la parcela de felicidad que me brinda. Todo lo tengo en mi casa de El Cairo. Me siento en el salón de mi casa y cada rincón representa un poco del alma egipcia. ¿Me comprende? No he hecho gran cosa contra el tesoro de este país, no he alterado la esencia del legado egipcio, sólo he cogido un pellizco de aquí y otro de allá para alimentarme sin que se note. ¿Me comprende? -volvió a preguntar.
El Bey no dijo nada. Max prosiguió:
– Y en Kufra, el refugio por excelencia de los senussi, están sus tesoros más preciados. No quiero robar nada. Sólo pretendo llevarme alguna muestra de su folclore, alguna mínima pieza de orfebrería por la que, desde luego, estoy dispuesto a pagar…
– Barón Von Oppenheim, le voy a explicar una cosa. Hace unos días, Bu Helega, el más viejo de mis camelleros, me dijo: «Ustedes, los egipcios, tienen audacia; que usted, Bey, venga a nuestro país, un país que ningún extranjero había visitado anteriormente, requiere arrojo. ¿Por qué nos visita, dejando atrás en Egipto riquezas y lujos, si no es con un propósito secreto? Usted, excelencia, viene a mi país para medirlo y para dibujar un mapa y no soy capaz de adivinar la razón». ¿Lo ve usted, Max? Hasta mi viejo amigo Bu Helega, celoso de esta tierra que es suya, es capaz de sospechar de mis motivos, que como todo el mundo sabe son puramente científicos y, desde luego, altruistas.