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Hamid miraba todo aquello con los ojos muy abiertos de asombro y Ya'kub sintió que, de pronto, aquella tierra que era la suya lo llenaba de orgullo.

Volvieron al salón principal de la casa y luego fueron a las habitaciones que ocupaban para asearse y cambiarse de atuendo.

Al poco, un esclavo vestido con ricas sedas y de andares erguidos y elegantes entró en la casa e indicó al Bey que Sayed el-Abid los esperaba para cenar. Una vez más, el Bey tuvo que recordar a Rosita que ella no estaba invitada y que debía quedarse en la casa o aceptar comer con las mujeres de la tribu, algo nada sencillo puesto que no hablaba beduino.

La casa de El-Abid era un laberinto de pasillos y pequeños patios florecidos sobre los que se abrían las puertas de las habitaciones en las que vivían los miembros de su familia y los sirvientes y esclavos. Los viajeros fueron llevados a la gran sala de estar, ricamente adornada con maravillosas alfombras, cojines multicolores y telas de brocados. De las paredes colgaban una docena de grandes relojes, todos en orden de marcha, y una batería de barómetros y termómetros que constituían los pasatiempos preferidos del dueño.

Los esperaba el propio El-Abid, elegantemente vestido con un caftán de seda amarilla bordado con hilo rojo; sobre los hombros llevaba un humus, un albornoz de seda, y en la cabeza, un turbante de gasa blanquísima sujeto con un egal de cordones en oro y seda verde. En la mano sujetaba una pesada cachava de caoba cuya empuñadura era de plata maciza.

– Bienvenidos seáis en el nombre de Alá el misericordioso y de Mahoma su profeta, el iluminado.

– Gracias te sean dadas, Sayed el-Abid, porque tu hospitalidad te será recompensada con mil años de felicidad.

Enseguida, todos se sentaron en las alfombras y cojines repartidos alrededor de la sala mientras unos y otros murmuraban expresiones de agradecimiento y bienvenida e invocaciones a Alá el misericordioso. Inmediatamente fue servida una cena que hubiera satisfecho a los dioses, por no hablar de unos recién llegados del desierto tras un agotador viaje de más de un mes: cordero asado, arroz, verduras, mulukhiah, una especie de espinaca egipcia muy apreciada, pan de trigo horneado, vinagre dulce, leche, pastelillos de miel y almendras, horchata de almendras y leche y, para terminar, los tradicionales tres vasos de té aromatizados con ámbar, agua de rosas y hojas de menta.

– Me dicen, Ahmed Hassanein Bey, que es tu intención llevar tu caravana hacia el sureste…

– Sí, Sayed, quiero llegar a los oasis perdidos antes de ir hacia el este y el Nilo…

– ¿Perdidos? Los oasis de Arkenu y Uweinat están lejos, pero nadie los ha extraviado. -Sayed el-Abid rio con suavidad-. Llevan allí desde toda la Antigüedad y nadie tiene memoria de que fueran distintos a como son ahora, ni que estuvieran en otro sitio…

– Quiero decir que nadie que no sea un beduino de estos lugares o el jefe de alguna caravana extraviada los ha conocido.

– Cierto, Bey. Y no todos los que han pasado por ahí han sido afortunados y han escapado con bien. Son lugares peligrosos…

El Bey se encogió de hombros.

– En Siwa, el jefe de una caravana beduina que había subido desde el Wadai, en el Chad, me dijo que una patrulla francesa había llegado hasta el pozo de Sarra, en la ruta de las caravanas que va del Wadai a Kufra. En realidad,

esa es la ruta que había pensado seguir al principio, aunque sólo quedara una pequeña parte sin explorar entre Sarra y Kufra. Pero me volvieron a hablar de los oasis perdidos -levantó una mano-, ya sé, ya sé… no están perdidos más que para mí, pero estaban en la ruta hacia el sur, que era la que pensaba explorar… Sé bien que esta ruta, que es la que va directamente a Darfur, en el Sudán, no es usada casi nunca por los beduinos ni por los sudaneses porque es dura y peligrosa. Sin embargo, me interesa más… creo que resultará más innovadora e interesante. Y si no consigo llegar hasta los oasis, me dirigiré por el desierto Líbico hasta el Wadai y desde allí a Darfur… [6]

– Lo que te propones es duro y arriesgado, Bey. Hace ocho años, la última caravana que tomó ese camino, cuyo jefe era mi propio hermano, fue asaltada y destruida y todos sus componentes muertos en la frontera de Darfur. Esta senda que te propones seguir va por un territorio por el que no ha pasado ningún beduino. El daffa, el largo camino sin agua que va de Uweinat a Erdi, es interminable y está lleno de peligros. Los bandidos que habitan la región no creen en nada, ni siquiera en Dios, y no tienen jefe al que respetar; viven como pájaros sobre los riscos y sólo piensan en desvalijar a los forasteros que pasan por allí… Mi consejo es que no vayas por ese camino, sino por la ruta de las caravanas que va a Wajanga y Abeshe, en el Chad.

– Somos hombres y somos creyentes. Nuestro sino se encuentra en las manos de Dios -contestó el Bey-, y si nuestra muerte está escrita, puede llegarnos en el tramo más transitado hacia el pozo más cercano…

– Muchos de nuestros hermanos se han dejado la vida y están enterrados en aquellos parajes desolados. Los que los habitan son traicioneros y no temen a Dios ni a hombre alguno…

– Que la compasión de Dios se derrame sobre tus hermanos muertos, Sayed. Nuestras vidas no son más preciosas que las suyas, pero ¿debe nuestro valor ser menos que el suyo?

– El agua en esa senda es poca y mala. Dios ha dicho: «No os lancéis con vuestras propias manos a vuestra destrucción…».

– Dios saciará la sed del verdadero creyente y protegerá a los que tienen fe en Él.

– Es cierto, Bey. Sólo te he apercibido de los peligros que os esperan. Y si es tu deseo arrostrarlos, que Alá te acompañe, te guíe y te proteja.

El Bey inclinó la cabeza y se llevó la mano abierta al corazón. Siguieron comiendo en silencio y, cuando les fue servido el té, Hassanein Bey volvió a tomar la palabra mientras un esclavo preparaba las pipas de agua.

– Hay un enorme favor que debo pedirte, Sayed el-Abid…

– Pídemelo y, si está en mi mano concedértelo, considéralo hecho.

– Uno de mis compañeros de viaje, Max von Oppenheim -lo señaló con la mano-, es un gran coleccionista de arte de Egipto y ha conseguido reunir piezas de todos los lugares de esta tierra hasta hacer un museo que es un homenaje a vuestra y nuestra cultura. Ha venido hasta aquí para pedirte que le permitas llevarse algunas de las muestras de vuestras tradiciones…

– Sabes que no queremos que nos invada el forastero.

– Pero tu cultura es rica en religiosidad y respeto…

Pasaron un buen rato intercambiando opiniones y argumentos hasta que, al final, Sayed el-Abid cedió e hizo que sus esclavos trajeran telas, alfombras y, sobre todo, rosarios, pulseras y collares beduinos de plata maciza, filigrana de oro y piedras semipreciosas. Un verdadero tesoro del jefe senussi que fue regalado a Von Oppenheim como muestra de la hospitalidad de los beduinos del desierto (y algunas de cuyas piezas luciría días después Rosita Forbes sobre sus pechos desnudos).

Terminada la cena, cuando todos se hubieron ido a dormir, el Bey se quedó de pie, un hombre solitario contemplando la luna llena desde el borde del farallón. Olía a agua de rosas e incienso. De pronto, apareció Abdullahi a su lado, como si se hubiera materializado de la nada, y murmuró:

– Esta es la noche de la mitad del Shaban, el mes anterior al de Ramadán. Dios concederá los deseos de aquel que rece esta noche.

Durante varios minutos, los dos hombres permanecieron inmóviles. El Bey miraba hacia el sureste, el lugar donde se encontraba el misterio de los oasis perdidos, el camino desconocido que debían hacer; Abdullahi, en cambio, miraba hacia el noreste, hacia Egipto, el lugar donde se encontraban su casa, su mujer, sus hijos. No fue necesario preguntar por quién rezaba.

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[6] Este parlamento del Bey reproduce casi textualmente sus propias palabras, recogidas en The Last Oases, p. 175, así como, en parte, el siguiente, p. 179.