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– ¡Arkenu! -gritó el guía.

– ¡Arkenu! -repitió Zerwali.

– ¡Arkenu! -exclamaron Abdullahi y Bu Helega al unísono.

– ¡Arkenu! -dijo el Bey en voz baja.

Dejando que la caravana siguiera adelante, se sentó con Ya'kub sobre la cresta de la última duna. Comprendiendo que era un momento único para padre e hijo, Nicky no hizo siquiera ademán de detenerse.

– He encontrado lo que buscaba, hijo. ¡Las legendarias montañas de Arkenu! ¡Los oasis perdidos se esconden ahí detrás! Esta visión me compensa de las privaciones y sacrificios que hemos padecido hasta llegar aquí. ¡Qué maravilla! ¿No te parece que es el espectáculo más hermoso que nos ha sido dado contemplar desde que salimos de Sollum?

Ya'kub no contestó y su padre lo miró con sorpresa, frunciendo el ceño.

– Me da un poco de miedo… -dijo por fin el muchacho.

– Claro: es gigantesco. Pero me alegro de haber llegado hasta aquí. ¿A qué día estamos hoy? Veamos… Sí, hoy es 20 de marzo. Hace ciento diez días que salimos de Sollum. ¿Qué te parece?

Ya'kub volvió a guardar silencio, pero luego, al cabo de un instante, contestó:

– Es, verdaderamente… no sé… Casi no puedo abarcarlo, padre.

– ¿Preferirías estar en otro lugar?

– No, no es eso. Estoy bien aquí, contigo…

– Pero…

– Bueno… a veces esta inmensidad es demasiada. Y me ahogo. Creo que preferiría algo que pudiera medir con mis ojos y fuera capaz de comprender.

El Bey entendió de pronto que este Ya'kub no era el niño tímido que había salido cinco meses antes de El Cairo, el niño apenas iniciado en la hombría que lo acompañaba al principio casi de puntillas. No. Este chico había madurado y dejaba que le asomara un insospechado fuste de hierro. Flexible e inocente, pero de hierro. El Bey no dijo nada.

– La verdad es que echo de menos El Cairo -prosiguió Ya'kub.

– ¿Qué echas de menos de El Cairo?

– No sé… Todo, supongo. Las calles, la gente, el río. -Bajó la voz-. Nadia… me parece. -No dijo Fat'ma la eritrea porque la añoranza lo llenaba de vergüenza.

– ¿Nadia? Ya te dije que no era empresa fácil y que el mejor consejo que podía darte era que la olvidaras.

– Ya sé lo que me dijiste. Lo sé… Pero no quiero renunciar a ella sólo porque sea difícil…

– ¿Difícil conquistarla?

– No -contestó el joven riendo-. Me parece que lo difícil será conquistar a su padre.

Capítulo 25

¡Los oasis perdidos!

¿Para llegar a ellos (una vez que el Bey, manejando sus aparatos, había establecido su posición en torno al paralelo 22 y había comprendido que Arkenu y Uweinat estaban en pleno desierto marcando casi exactamente los confines de Egipto en la esquina suroeste con Libia y el Sudán) se hacía necesario adentrarse por entre abruptas montañas de granito que el tiempo y el viento habían manchado de marrón oscuro. Como grandes terrones resecos, se elevan bruscamente desde la superficie del desierto hasta alturas de más de mil quinientos metros. Y lo que antes era un largo trecho de arena rubia de suaves ondulaciones se transforma de golpe en impenetrables masas cónicas unidas por la base. Para acceder a su interior es preciso buscar pasadizos en la roca; no son fáciles de encontrar.

La caravana se aproximó al macizo de Arkenu desde el oeste y empezó a rodearlo hacia el noroeste hasta que encontraron una entrada a un valle que se abría en dirección al este.

Les dio la bienvenida un árbol solitario que los habitantes de la región, los goran, llaman, en efecto, arkenu.

– ¡Mira! -exclamó Hamid, señalando algo que se movía debajo del árbol.

– ¿Qué es? -preguntó Ya'kub.

– Garrapatas -explicó Abdullahi-, y se mueven contentas porque les ha llegado un manjar de dioses en forma de grupas de camello.

Fue necesario apartar a las bestias, una buena solución porque si hay algo que puede disuadir a las garrapatas de lanzarse al ataque de los camellos es el sol implacable. Prefieren la sombra a la carne.

– Cuando no hay camellos -terció Ahmed, el cocinero nubio-, las garrapatas viven del aire. Cuando chupan la sangre de un camello, se hinchan y viven de ella durante años.

– Shish -dijo Hamid-. Estás loco, Ahmed. Podrían vivir años si consiguieran subirse a tu tripa, pero un camello…

– Niño deslenguado. Luego me pedirás una ración extra de arroz y verduras…

El Bey dispuso que los camellos fueran llevados a los ain, las fuentes de agua dulce, para que pudieran beber a sus anchas y traer agua para los viajeros. Éstos montaron el campamento y descansaron.

Ya'kub y Hamid, igual que los demás, buscaron la sombra que proyectaba la montaña sobre el valle y fueron moviéndose a medida que lo dictaba el sol. Se despertaban, cambiaban de sitio y se dormían de modo instantáneo, sin darse siquiera cuenta de lo que hacían.

Por la noche, los hombres alistaron la caravana y salieron del valle para dirigirse a Uweinat. No era un terreno fácil para andar, sobre todo para los camellos, pero a las seis de la madrugada habían alcanzado el costado oeste de la montaña de Uweinat y pudieron acampar. Las bestias fueron llevadas a una pequeña planicie en la que había yerbajos que pastar. También el agua era abundante y clara, pero no muy saludable. Tres de los camelleros se pusieron enfermos de disentería y tuvieron que seguir la senda encaramados a las grupas de sus camellos.

De todos modos, el humor de las gentes de la expedición era excelente y, en plena noche, bajo el manto de estrellas, dos o tres de los camelleros se detuvieron y, mientras desfilaban las bestias siguiendo su camino rectilíneo, daban palmas y cantaban «oh, amada, mis ojos te buscan aunque tu acampada esté lejana» una y otra vez hasta que de pronto el cántico terminó en un alarido abrupto. Entonces el Bey gritó «farraghu barud!», ¡descargad la pólvora!, y todos dispararon sus rifles y mosquetones dando gritos de alegría.

Poco después de la amanecida, acamparon a la sombra de la montaña de Uweinat, justo donde un corte en la roca abrigaba una cueva cerrada por enormes piedras debajo de las que un pozo, un ain, manaba abundante agua fresca.

Todos se durmieron al instante.

Ya'kub se despertó cuando sintió la sombra de una presencia más fresca que la que proyectaba la montaña. Delante tenía a una adolescente goran, hermosa y de suaves curvas que no conseguían disimular las ropas andrajosas que tenía puestas. En las manos traía un cuenco con leche. El muchacho se incorporó y la niña, con un simple gesto, se arrodilló delante de él y le ofreció el cuenco. A Ya'kub le volvió de golpe a la memoria y al vientre el recuerdo de Fat'ma la eritrea. Es más, le pareció que una y otra hacían los mismos gestos por instinto y en un instante fantaseó con que todas las jóvenes algo salvajes se entregaban al amor de la misma manera. No había artificio en esta niña, sólo dulzura. Se le hizo casi insoportable. Enrojeció violentamente y quedó inmóvil.

Entonces, Hamid, que estaba tumbado detrás de él, le dio un empujón en la espalda con un pie. Ya'kub pareció despertar de un sueño, sacudió la cabeza y alargó la mano. La niña le entregó el cuenco y se levantó mientras el chico bebía de él.

– Mi hermana no es capaz de concebir -dijo entonces la pequeña goran con una voz delicada-. He oído que con vosotros viaja un gran sabio que es capaz de curar todas las enfermedades. ¿Puedo pedirle que me dé un remedio para el mal de mi hermana?

Ya'kub volvió la cabeza hacia donde estaba su padre, sentado a unos metros.