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– No sé de qué remedios me hablas -dijo el Bey.

Ella se encogió de hombros.

– No sé… una pócima o algo así.

– No tengo esa clase de medicina.

La niña esperó.

El Bey suspiró.

– Abdullahi.

– Dime, Bey.

– Tráeme el botiquín.

En el botiquín había toda clase de medicamentos para pequeñas heridas, roturas, indigestiones, suero para picaduras de escorpiones, pero desde luego nada que curara la esterilidad femenina. El Bey sacudió la cabeza y abrió una de las cajas, de la que sacó una docena de pastillas de leche de magnesia que llevaba para curar la acidez y el estreñimiento.

– Toma. Dile a tu hermana que tiene que tomar una de estas pastillas con un poco de agua cada mañana. -En inglés, añadió-: No creo que le hagan ningún daño.

La niña goran recogió las pastillas en el cuenco de sus manos como si se tratara del Santo Grial y murmuró alguna cosa inaudible. Se dio la vuelta y se puso a andar hacia el fondo del valle.

A los pocos minutos, de la nada se materializaron unos veinte o treinta guerreros goran, armados hasta los dientes con lanzas, cuchillos y, dos o tres, con antiguos mosquetones de cuando la Gran Guerra. Nadie habría podido asegurar de dónde habían salido, pero allí estaban con aspecto fiero y amenazante. Era conocido que la de los goran era una tribu dedicada al saqueo de los pueblos más pacíficos de la redonda y que llegaban hasta tan lejos como el Kababische. El valle de Uweinat era con toda probabilidad su descanso del guerrero.

El que parecía el jefe de todos ellos se volvió a contemplar a la pequeña niña que se alejaba. Cuando pareció satisfecho, miró al Bey sin decir nada y, al cabo, dejó su mosquetón sobre la roca. Sus hombres lo imitaron.

Poco después apareció otro goran. Traía un gran trozo de carne de oveja salvaje. Ahmed el cocinero cogió la carne y se dispuso a asarla con arroz, macarrones y especias.

Cuando estuvo todo listo, el Bey hizo un gesto de bienvenida. Los goran se acercaron y se sentaron y todos, guerreros y expedicionarios, comieron con abundancia.

Mientras tomaban el té, el Bey preguntó al jefe goran si sabía de gente que hubiera vivido antiguamente en el oasis.

– Mucha gente de distintos pueblos ha vivido aquí, cerca de estos pozos… Desde siempre, desde que se tiene memoria. Hasta vivieron djinns en tiempos muy remotos…

– Djinns! ¡Las voces del cielo, los espíritus del desierto! ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé porque dejaron sus dibujos en las rocas…

– ¿Cómo? ¿Dónde? -preguntó el Bey intentando disimular su excitación.

– En el valle de Uweinat, al fondo, pusieron escrituras y dibujaron todos los animales vivos y nadie sabe la clase de pinceles que utilizaron porque escribían muy profundamente en la roca y el tiempo no ha sido capaz de borrar los dibujos.

– ¿Dónde? -repitió el Bey con aparente indiferencia.

– Al final, donde el valle menea su cola.

Y, en efecto, en cuanto comenzó a refrescar ligeramente, el Bey, Abdullahi, Nicky, Ya'kub y Hamid empezaron a andar hacia el fondo del valle de Uweinat. Los acompañaba el jefe goran, que los llevó derecho hacia unas grandes rocas guarecidas del sol.

En ellas se habían dibujado con mano artística toda clase de animales, leones, jirafas, avestruces, gacelas y lo que parecían vacas, e incluso unos extraordinarios bueyes de largos cuernos que apuntaban al suelo, todo tallado en la piedra; cada trazo tenía un centímetro de profundidad o incluso más. El tiempo había borrado algunas de estas figuras, pero las que quedaban era nítidas y proporcionadas. No había nada escrito por ningún lado que explicara de qué se trataba.

Asombrados, admirados, todos estuvieron en silencio durante un buen rato, mirando una figura u otra, considerando grupos de jirafas, por ejemplo, claramente reunidas en una manada. ¿Andaban los bueyes y las vacas por entre los sembrados? ¿Eran cañas aquéllas, detrás de las que parecían esconderse los leones para acechar a sus presas?

– Alá el más grande sea alabado -dijo el Bey por fin.

– ¡Santo cielo! -exclamó Nicky, dando un paso atrás para ganar perspectiva-. Esto es increíble… esto empequeñece a Howard Cárter y sus momias, Bey.

Hassanein Bey se rio de este entusiasmo tan juveniclass="underline"

– No, Nicky, a cada cual lo suyo… El tesoro de Tutankamón es el descubrimiento más importante de los últimos siglos.

– No hay camellos -dijo Ya'kub de pronto.

– ¡No hay camellos! -repitió su padre-. Dios mío, no hay camellos.

– ¿Qué quiere decir? -preguntaron Abdullahi y Hamid al mismo tiempo.

– Quiere decir, como muy bien ha comprendido Ya'kub, que cuando fueron dibujados estos animales, aquí no había camellos…

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Que esto no era el desierto, esto eran llanuras llenas de árboles y yerba, con lagos de agua dulce y leones cazando gacelas por la selva… Pero con los siglos, el desierto se lo fue comiendo todo. -Se inclinó hacia delante para mirar de cerca los dibujos-. Qué maravilla -dijo, y pasó con ligereza un dedo por una de las figuras. Luego sopló sobre ella como hubiera hecho un escultor que, concluida su obra, quisiera quitarle cualquier resto de polvo.

– A media jornada de aquí hay más pinturas -dijo el jefe goran de pronto. Señaló hacia el sur-. Al otro lado de la montaña, en el ain Doua. Y hacia La Meca hay más, en el Karkur Tal.

– ¡Ah!, ¿sí? -preguntó el Bey, intentando de nuevo que no se notara su excitación.

No quería que los goran y los tebu, la otra tribu mayor de aquella zona, pudieran pensar que de El Cairo había venido un potentado con intención de robarles las figuras pintadas por los djinn. ¿Qué hacían si no tan lejos de su casa?

– Hacia Arkenu… están en una cueva llena de agua.

– ¿Sí?

– Sí. Y a tres o cuatro días de marcha… hacia allá -señaló al norte-, hay unas muy grandes con hombres en el agua… En otras hay guerreros como los goran luchando con flechas.

– No sé si tendremos tiempo de ir, jefe. -Sonrió abiertamente y añadió en árabe para que no pudieran malinterpretarse sus palabras-: A Max von Oppenheim le daría un síncope si viera esto… Debo volver para fotografiar y filmarlo todo antes de que emprendamos viaje hacia el sur. -Escudriñó algunas de las figuras de animales domésticos-. ¿Sabéis que el historiador Herodoto habla de unos bueyes de cuernos tan largos que para pastar tienen que andar marcha atrás? Pues deben de ser éstos.

– Es impresionante -dijo Nicky.

– Te diré más… -contestó con vehemencia creciente-. Creo que estamos ante un descubrimiento capital. Creo que los geógrafos y los antropólogos descubrirán aquí, en este lugar, un eslabón perdido de la evolución del hombre prehistórico en África. Pero hay más. Fijaos que hemos visto con nuestros propios ojos que aquí, en estos lugares, hubo una civilización bastante sofisticada dedicada al pastoreo y a la agricultura. ¿De cuándo? No sé, no sé. Herodoto habla de que los camellos llegaron de Oriente hace al menos dos mil quinientos años. Y para entonces esta tierra ya debía de estar desertificada. ¿Cuántos años, cuántos siglos? ¿Os dais cuenta? ¿Quién podrá afirmar ahora que Egipto, nuestro Egipto, la civilización de Msr, tal como la conocemos, es fruto exclusivo del valle del Nilo y no también de un desierto Líbico verde, lleno de pastos y cultivos? Esto lo cambia todo.

– Pues sí, lo cambia todo, Bey -dijo Nicky Desmond sacudiendo vigorosamente la cabeza.

– Hasta hace poco, pensaba en escribir un simple informe relatando la naturaleza geográfica y geológica de nuestro viaje. Tengo esa ambición desde hace muchos años. -Puso una mano sobre el hombro de Ya'kub-. Además del encargo del rey Fuad de anudar y consolidar nuestras relaciones con los senussi y las restantes tribus beduinas y de fijar nuestras fronteras… Con las fotografías y los especímenes geológicos, las piedras semipreciosas, el ónix, el granito rojo, el feldespato, la mica, pensaba redactar una comunicación a la Sociedad Geográfica de Londres que incluyera la localización en el mapa de cada cosa, las formaciones geológicas y las conclusiones del estudio desde el punto de vista político… Pero ya no es suficiente.