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– ¿No?

– No, Ya'kub. Este descubrimiento es precioso, fundamental, y debo documentarlo también.

Y antes de volver hacia el norte, hacia Gilf el-Kebir, para ir visitando las restantes cuevas que se encontraban casi exactamente sobre el Trópico de Cáncer, con sus magníficas pinturas rupestres, el Bey pasó varios días fotografiando los hallazgos de Uweinat y dibujándolos en su cuaderno de viaje.

Se encontraban todos en un estado de tremenda excitación e iban de una cueva a otra para no perder detalle, para nunca jamás olvidar lo que habían visto, el aire que se respiraba, la luz que había. Y entre el sol y la sombra y el entusiasmo, hasta parecía que las jirafas incrustadas en la pared se movían con parsimonia y algo de sus patosos andares.

Pero, al cabo de unas jornadas, Ya'kub estaba tan aburrido como Hamid («¿sabes lo que te digo, Ya'kub? Los leones que dibujo son más bonitos que éstos de las cuevas y nadie me va a dar un premio»): lo habían visto todo una y otra vez hasta hartarse. Pero precisamente el hijo del Bey no lo podía confesar. Tuvieron que esperar sin una protesta a que el Bey diera por concluida su investigación científica. De modo que no les quedó más remedio que llenar sus días montando a camello, bañándose en las fuentes de los ain en las horas del mediodía, jugando a tawla después de cenar o paseando por las dunas, armado Ya'kub con la escopeta del Bey para disparar a las gacelas.

– ¿Me dejarás disparar a mí también? Una vez sólo…

– Mi padre me mata, Hamid.

– Pídele permiso. Es tu padre, ¿no?

– No sé si puedo. Bueno, se lo pediré a Nicky… A lo mejor a él no le importa.

– ¿Me cuentas una cosa?

– Qué.

– Mi padre dice que estuviste con una puta eritrea…

– ¿Cuál es el animal más tonto del desierto? -preguntó Ya'kub intentando disimular su sonrojo.

– ¿Qué quieres decir?

– Te pregunto que cuál es el animal más tonto del desierto, Hamid.

– Yo qué sé… La oveja, que pasa calor y además se la comen.

– No. Tú. Tú eres el animal más tonto del desierto.

– Muy bien… ¿Y?

– Que no seas idiota. No era puta…

– ¿No?

– No. Era la hija de un amigo de Amr.

– Ya. Bueno, da igual… -Se encogió de hombros y miró a Ya'kub con los ojos brillantes de curiosidad-. ¡Cuenta!

– No hay nada que contar.

– Yálla!, no hay nada que contar… Venga, cuenta.

Y así, sentados en una duna, Ya'kub no tuvo más remedio que contarle a su amigo un poco de cómo era Fat'ma la eritrea.

Estaba escrito, sin embargo, que el Bey no visitaría la cueva de los Nadadores en el gran macizo de Gilí el-Kebir y que no sería hasta diez años más tarde cuando el conde Laszlo Almasy, al frente de una expedición en automóviles Ford T, la encontraría. También estaba escrito que no sería Almasy el siguiente en visitar la zona porque, antes, en 1924, el príncipe Kamal al-Din viajó a aquellos parajes con sus tres Citroën Kégresse y su extraordinario tambor giratorio.

La noche antes de la partida hacia Gilf el-Kebir, un escorpión amarillo de gran tamaño picó a Ya'kub en una pierna.

El muchacho dio un grito de dolor y retrocedió por la duna tres o cuatro pasos. Estaba muy pálido y se le habían saltado las lágrimas. Cayó sentado en la arena, llevándose la mano a la pantorrilla. Abdullahi, que estaba cerca, acudió corriendo; traía un pesado bastón de caoba en la mano. Se interpuso entre el chico y el escorpión, que todavía vibraba de amenaza, y le propinó un fuerte golpe con la cachava. El bicho quedó inerte con el caparazón despanzurrado. Abdullahi lo enganchó entonces con la punta del bastón y lo lanzó lejos.

Se arrodilló frente a Ya'kub, le cogió la pierna y se puso a apretar con fuerza la pantorrilla, justo en el borde de la picadura. Ya'kub lanzó un alarido y se desplomó.

– ¡Hamid! Busca a Zerwali y dile que vaya a buscar al Bey, que está en el fondo del valle, y le diga lo que ha pasado. Debe volver deprisa. -Hamid estaba paralizado, con los ojos muy abiertos y el susto pintado en el rostro-. ¡Hamid! ¡Espabila!

Hamid salió corriendo.

Abdullahi se inclinó sobre la herida y empezó a chupar con fuerza. Pero era tarde. Con su turbante hizo un torniquete por encima de la rodilla. Pero también era tarde. Quiso parar la subida del veneno paralizante hacia los pulmones y el corazón de Ya'kub, pero no había llegado a tiempo.

Uno de los beduinos llegó jadeando. En las manos traía su alfombra de rezo y, en medio de ella, unas brasas recogidas apresuradamente del fuego de Ahmed el cocinero, que también llegaba corriendo todo lo que le permitían sus redondeces.

– ¡Quémale la herida!

Abdullahi dudó un momento.

– ¡No puedo! Le abrasaré la pierna…

El beduino cavó a toda velocidad un agujero en la duna, dejó caer las brasas, las cubrió con la arena y encima apretó su pañuelo para que se calentara.

Capítulo 26

El primero en llegar fue el Bey. Vino a galope tendido en su caballo y desde treinta o cuarenta metros antes de tirarse de su montura gritaba:

– ¡ Abdullahi! Mi botiquín. ¡Corre!

Mientras le traían el botiquín, le puso la mano en la frente a Ya'kub.

– Tiene mucha fiebre. Arde… ¿Qué has hecho hasta ahora, Abdullahi?

– Le he puesto el torniquete, como ves, he apretado la herida para que saliera el veneno, incluso he chupado, pero no me ha amargado la boca, con lo que no creo haber llegado a tiempo de sacárselo… No me he atrevido a ponerle calenturas en la herida…

– Has hecho bien… ¿Puedes oírme, Ya'kub?

El muchacho abrió los ojos. Los tenía brillantes de fiebre. Y acertó a decir:

– Me duele mucho, padre.

– No te asustes: es dolorosísimo, pero no muy grave. -El Bey miró a Abdullahi y arrugó el entrecejo.

Del fondo del botiquín sacó entonces un tarro que contenía las pastillas de morfina previstas para estos casos de insufrible dolor. Cogió una y se la dio a Ya'kub.

– Traga -dijo, y le acercó un pequeño vaso de plata que Abdullahi había llenado de agua.

Esperó unos minutos a que el calmante empezara a hacer efecto. Después cogió una jeringuilla metálica de un estuche también metálico sacado del botiquín, le puso una aguja hipodérmica, destapó un botellín de suero que le entregó el beduino, introdujo la aguja en él y aspiró en la jeringuilla unos centímetros cúbicos de un líquido opaco.

– Ponle alcohol -ordenó.

Abdullahi roció el muslo de Ya'kub con alcohol y el Bey, sin esperar a más, clavó la aguja lo más cerca posible de la picadura. El chico volvió a gritar y pareció desmayarse. Quedó inmóvil.

– ¿Qué tal está? -preguntó en ese momento el Mayor. Jadeaba por la carrera que había tenido que dar a lomos de un camello desde la cueva que estaban fotografiando cuando había llegado Hamid sin aliento a darles la noticia.

– Menos mal que en el hospital de El Cairo me dieron unas indicaciones de cómo inyectar el suero… No habría sabido si no qué hacer con él. Alabado sea Alá, Allahu akbar.

Sin embargo, dos días después, Ya'kub seguía postrado sobre las mantas que los beduinos habían colocado a la sombra de una gran roca. Su temperatura se mantenía muy alta y su padre lo había oído delirar con voz gangosa y monótona, sobre todo por la mañana.