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El Bey y Nicky se habían turnado sin separarse de él más que durante breves momentos de necesidad. Una y otra vez refrescaban con agua un pañuelo que después le aplicaban sobre la frente. Hamid, sentado a pocos metros, no quitaba ojo a su amigo; en su expresión podía leerse el susto que tenía.

– Esta fiebre no es normal -murmuraba el Bey-. Debería haberle bajado con todo el suero que le he puesto.

De hecho, la hinchazón, que había sido muy grande y le desfiguraba la extremidad del tobillo a la cadera, había empezado a bajar: a la segunda mañana se había reducido hasta quedar la pierna en casi el doble de su tamaño normal. A Ya'kub le seguía doliendo mucho, por más que las pastillas de morfina, suministradas con precaución extrema por el Bey, contribuyeran a mantener el dolor dentro de límites soportables. La herida supuraba un liquidillo transparente por entre sus bordes enrojecidos y, les parecía a todos, el estado de postración en el que se encontraba el pobre chico no había cambiado ni se apreciaba mejoría alguna.

– No podemos seguir así, Ahmed -dijo el Mayor-. Te has pasado dos días diciéndolo y tienes razón: a Jamie lo tiene que ver un médico. Es hora de que tomemos una decisión…

– Claro. No podemos esperar más. Volveremos hacia el río o al menos hacia el oasis de Dakhla lo más pronto posible, mañana si lo podemos mover -dijo el Bey-. Me parece que Dakhla es lo que está más cerca de aquí…

– Estamos a unas trescientas millas… Claro, que si se mejorara de verdad Jamie, aún podríamos pensar en seguir viaje hasta Jartum, ¿no?, sin desviarnos del plan trazado. Tu expedición no está concluida, Ahmed. No la debes interrumpir aquí. Su objetivo científico se arruinaría…

– No, Nicky. La parte más importante de este viaje está hecha. Hemos concretado los mapas de los oasis desde Kufra para abajo, hemos establecido los límites del Gran Mar de Arena, hemos colocado Arkenu y Uweinat en su sitio, hemos definido las fronteras de Egipto en el oeste y suroeste y, mejor aún, hemos hecho un descubrimiento sensacional con los dibujos prehistóricos de estas cuevas… Ahora me toca ocuparme de mi hijo -concluyó con firmeza.

– Está bien. Tienes razón, estoy de acuerdo… Pero se me ocurre que, a lo mejor, existe una solución. Supón que dividimos la caravana en dos y que yo me voy hacia Dakhla con Jamie y tú sigues hacia el Sudán para atravesar Darfur y llegar a Jartum…

– No. Vamos todos a Dakhla y no se hable más del asunto. Mi decisión está tomada. ¿Te parecen pocos los riesgos que hemos corrido? Creo que hemos agotado el cupo por un safari, Nicky. No. Esta expedición se ha acabado. Además, no creas, estoy decidido a volver. Volveré, ya lo creo que volveré. Este viaje no acaba así. No lo doy por terminada y… -guardó silencio unos instantes-.

Bueno, nada nos impide hacerlo en dos veces, ¿no? No tengo ninguna intención de desperdiciar lo que hemos hecho hasta ahora, la experiencia, los descubrimientos científicos, todo, después de que casi nos hayamos dejado la piel en la aventura, y el pobre Ya'kub el primero. No… Incluso si se curara del todo mañana mismo… -Sacudió la cabeza-. Y no tiene aspecto de que vaya a ser así… Esto es más que una picadura de escorpión… El chico debería estar ya mejor, pero lo ves tú mismo: no acaba de progresar.

– Si quieres, Bey -interrumpió Zerwali-, bañaremos a tu hijo en uno de los pozos para refrescarlo antes del viaje, que es largo y duro. Una vez ahora, otra mañana.

El Bey asintió.

– Hagámoslo.

Fue al coger al chico y desnudarlo cuando el Bey se sorprendió de lo frágil que estaba y del mucho peso que había perdido en apenas cuarenta y ocho horas.

– ¡Alá sea bendecido! ¡Mira, Bey!

Abdullahi señalaba la espalda de Ya'kub: alrededor de una parte grande de su columna había una abrasión enrojecida en cuyo centro podía verse una única garrapata bien grande sólidamente agarrada a la piel, muy cerca de las vértebras del muchacho.

– ¡Hay que quemarla, Bey, para que no se queden las patas dentro! Este veneno es el que lo ha enfermado y no el del escorpión… Hay que quemarla ahora, Bey.

Tumbaron a Ya'kub bocabajo al tiempo que su padre encendía un cigarrillo. Se echó en la arena y aplicó sin contemplaciones la brasa al caparazón del bicho.

Ya'kub dejó escapar un largo gemido. Al cabo de un momento, la garrapata pareció estirarse y pudo verse perfectamente cómo sus pequeñas garras salían de la piel de la espalda de Ya'kub. Haciendo palanca con una uña, el Bey la barrió de un golpe hacia la arena.

– ¿Se curará? -preguntó Hamid-. Dime, Bey, ¿se curará?

El despertar de Egipto

Capítulo 2 7

Para Ya'kub, el regreso a El Cairo después de los meses de desierto había estado lleno de esperanzas y anhelos, aunque no de añoranza. Su perspectiva había cambiado. La interpretación de sus momentos adolescentes ya no era adolescente: empezaba a estar llena de madurez. Y sus recuerdos se habían transformado, igual que con el transcurso de los meses lo había hecho su manera de entender cuanto ocurría a su alrededor. Al fin y al cabo, su mismo padre había dicho que ahora se había hecho hombre. En el desierto había pasado miedo y lo había vencido, hambre y la había soportado, dolor y lo había resistido, sed y se había recuperado sin morir. En los momentos malos, enternecido por la soledad, llorando a escondidas, habría querido refugiarse en el regazo de su madre, pero había controlado el impulso y ese era su secreto. Ni siquiera Hamid, Hamid menos que nadie, sabía de sus debilidades. Decidió que la soledad hacía al hombre más que ninguna otra cosa.

Y después, en las noches estrelladas, luchaba por mantenerse despierto para recordar a Nadia sin que nadie irrumpiera en su sueño, para pensar en su único beso y en el pecho que tembló en su mano, confundidos los dos en el vientre de Fat'ma.

Pero siempre se dormía.

– ¿Has visto a Nadia? -preguntó a Amr en cuanto, convaleciente aún pudo visitarlo.

Hacía muy pocos días que habían vuelto a El Cairo en el tren del Nilo desde Luxor y, demacrado y débil, Ya'kub había corrido a casa de su mentor para preguntárselo. Luego, en los años siguientes, pasaron muchas cosas, pero nunca podría olvidar su ansiedad de aquel primer día por volver a ver a la pequeña princesa.

– ¿Nadia? No… Bueno, dos o tres veces. Ya sabes, he ido a tomar el té con su madre, he estado de visita… cosas así. -Sonrió maliciosamente-. Me pregunta por ti.

– ¿Sí? -latiéndole el corazón-, ¿de verdad?

– Ya lo creo.

– He cumplido, Amr. No me dejaste verla antes de marchar… Me dijiste que tenía que esperar a mi vuelta. Pues he esperado y aquí estoy.

– ¿En quién pensabas más? ¿En ella o en la eritrea?

Ya'kub titubeó.

– Son dos cosas diferentes.

– Ah, no, hijo mío. Son dos cosas iguales. Tienes derecho a las dos, pero sólo cuando te des cuenta de que ambas son lo mismo. Y nada tiene que ver que una sea mucho más rica y esté mucho más limpia… aunque a juzgar por cómo estaban las princesitas en los harenes de la corte hace apenas un par de días, no pondría la mano en el fuego por la higiene de los nas, de la gente respetable… Pero… la mujer es mujer arriba y abajo… quiero decir -sonrió-, en la clase social alta y en la más baja… y, si no recuerdo mal, mi aya había bañado a tu eritrea y la había pintado de alheña como una novia y la había untado con aceites de olor. ¿No? -Levantó un dedo para indicar que había tomado una decisión-. De hecho, Ya'kub, lo primero que vamos a hacer es ir a buscar a la putita eritrea…

– ¡No!

– Claro que sí. Le debes mucho, aunque sólo sea por la noche en la que te hizo descubrir un rincón del paraíso.