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Ya'kub sacudió la cabeza con obstinación.

– Pero prefiero ver a Nadia…

– Déjame que sea cínico: prefieres ver a Nadia y no a… ¿cómo se llamaba?

– Fat'ma -contestó Ya'kub sin dudarlo, sintiendo un pinchazo en el corazón.

Amr sonrió.

– Fat'ma, eso. Prefieres a Nadia, pero te gustaría ahorrarte la visión de Fat'ma no vaya a ser que te guste más.

– ¡No!

– Pues vamos a comprobarlo.

Dieron los mismos pasos de tantos meses atrás, recorrieron las mismas calles de Wasaah detrás del parque de Ezbekiya, entraron por los empedrados de Wijh al-Birka y, finalmente, Amr hizo que Ya'kub se sentara junto a él en uno de los cafetines de una plazoleta bulliciosa y mal iluminada. Mal iluminada de día, puesto que los rayos de sol no penetraban más abajo de las azoteas, y de noche, porque lo único encendido entonces eran las velas de algunas de las ventanas sin postigos de los establecimientos de café y de los prostíbulos.

Como siempre, el ruido era ensordecedor y lo agravaban los gritos de los vendedores ambulantes ofreciendo «gambari, istakusa hayyal», ¡gambas y langostas vivas!, los rebuznos de los asnos cargados hasta arriba de cosas imposibles, los vozarrones de los zabbalin, los traperos, los berridos de los camellos, la música estridente que acompañaba los bailes de las gawazees y las risotadas y peleas de los transeúntes.

– ¿Por qué te empeñas en traerme aquí?

Amr no contestó. Levantó una mano para llamar la atención de un mugriento sirviente y le pidió té para los dos y una shisha, una pipa de agua.

Como por ensalmo, al lado de la mesita del cafetín apareció un muchacho que murmuró:

– El jeque Al-Gharbi te saluda, efendi, y pregunta si vas a necesitar de sus servicios.

– ¿Todavía no lo han encarcelado? Alhamdulülah -contestó Amr riendo-. Pregúntale si se acuerda de Fat'ma la eritrea.

El joven se esfumó sin contestar y al poco rato volvió acompañado de una mujer que lo seguía con la vista baja. Fat'ma, sin la más mínima sombra de duda. Igual de esbelta, con la misma mata de pelo rizado y renegrido, la misma nariz pequeña y recta y la boca insolente. Debajo de la camisola le seguían despuntando los pechos, sorprendentemente grandes y firmes, y la cintura, que, como siempre, lucía desnuda, era la misma cintura estrecha y cimbreante de meses atrás.

Fat'ma.

Sin tiempo de estropearse, sólo de envejecer, con dieciséis años recién cumplidos.

Levantó la mirada con desafío y la fijó en Ya'kub, sonriendo con la misma ferocidad con que hubiera podido hacerlo un tiburón. Se había esfumado todo rastro de la inocencia de la primera noche.

Estaba arrebatadora y, rodeada de toda aquella mugre, relucía como una reina entre mendigos.

Ya'kub, que no habría reconocido un animal de presa ni aunque le hubiera podido oler el aliento de puro cerca, hizo ademán de levantarse.

– Yo… -aventuró.

– No -le interrumpió Amr sin contemplaciones, sujetándolo mientras dejaba a un lado la pipa que había estado fumando con deleite-. Esa niña ya no es para ti. Al-Gharbi debió cuidarla más. Habría podido obtener mucho más dinero de ella vendiéndonosla a nosotros, pero, como a todos los avariciosos, le ha traicionado la codicia. Ay, amigo, ¿qué es mejor? ¿Una adolescente que vendes pocas veces a golpe de diez libras o una puta desdentada que por medio chelín la vez entregas a la soldadesca inglesa para que se contagie de una enfermedad venérea…?

– Pero…

– Ni lo sueñes, pequeño Ya'kub. Esas imágenes románticas de rescate de la pobre eritrea abandonada que se te han despertado en la cabeza no tienen cabida en Wasaah, el lupanar de Al Qahira… Ni lo sueñes.

– Pero tú no sabes… -intento de nuevo el muchacho.

– Sí sé, desde luego que sé. -Lo agarró de nuevo por la muñeca y, mirándole a los ojos, le espetó-: Mírale los dientes, Ya'kub. ¿Los ves? Se le están pudriendo. Están negros de suciedad. ¿Lo ves?

Tímidamente, Ya'kub miró la boca de Fat'ma. No dijo nada.

– Pues si ése es el estado de su boca, imagina cómo es el de su vientre. Cuando quieras, le decimos al jeque que te busque otra virgen, pero Fat'ma, no.

Se levantaron. Ya'kub separó los brazos del cuerpo en un gesto de desconsuelo.

– ¿Por qué me has traído aquí, Amr?

– Ah, joven príncipe, para que comprendas que la fidelidad de una mujer es tu mejor salvaguarda. -Dejó que se le escapara una breve risa-. La fidelidad o la virginidad, cualquiera de las dos.

El chico se sonrojó de golpe y ya no se atrevió a mirar a la pequeña prostituta eritrea. Amr se volvió hacia el joven que había traído a Fat'ma:

– Dile a tu amo que debería interesarle cuidar más de su clientela.

Regresaron al gran auto del Bey que los esperaba en el hotel Shepheard's, al otro lado de los jardines de Ezbekiya. Decidieron que los llevara a la plaza de Solimán Pasha, pero, atendiendo a las instrucciones de Amr, el mecánico debería pasar antes por la plaza de Bab el-Hadid, donde se encontraba la nueva estación de tren. Una vez allí, Amr ordenó al chófer que se detuviera frente a un gran grupo escultórico instalado en el centro.

– Bájate un momento, Ya'kub, y dime lo que ves.

El chico se encogió de hombros.

– Una escultura.

– ¿Sabes lo que representa?

– No.

– El despertar de Egipto. ¿Lo ves? Es una campesina que, con una mano, se aparta el velo de la cara y tiene la otra apoyada en el hombro de la esfinge que se despereza. La campesina, gente del pueblo, se abre al futuro quitándose los velos que la mantienen en la ignorancia y la esfinge nos recuerda que Egipto tiene un glorioso pasado sobre el que debe asentarse el futuro. Suprema ironía: ¿sabes que Mahmud Mukhtar presentó el proyecto en un concurso en París hace tres años? Le dieron la medalla de oro, lo que no deja de tener gracia, considerando que se trata de una declaración de independencia frente a los colonizadores, hecha en el corazón de París, una de las ciudades emblemáticas del dominio de los blancos.

Ya'kub no respondió.

El auto siguió su camino hacia la plaza de Solimán Pasha. Repondrían fuerzas en Groppi tomándose alguna de las grandes copas de helado que tanto gustaban al chico, Mau Mau para él y Peche Melba para Amr.

Hicieron el viaje en completo silencio.

– ¿Por qué me has llevado a Wasaah? -volvió a preguntar el muchacho una vez que se hubieron sentado en la mesa de la veranda del salón de té.

Amr no contestó. Con gran parsimonia, del bolsillo interior de su chaqueta sacó un paquete de Coutarelli, los pitillos ovalados tan de moda, escogió uno y lo encendió con su mechero Dunhill.

Sujetó el cigarrillo entre el pulgar y el índice con la brasa hacia arriba.

– ¿Sabes que los hacen niñas descalzas en cuartuchos mal alumbrados del barrio de Al-Azhar? Miles de ellos a diario por unas cuantas piastras. ¿Qué crees que es mejor: enrollar cigarrillos en un sótano maloliente o entregar tu cuerpo por medio chelín a un soldado inglés… también maloliente?

– Supongo que fabricar cigarrillos.

– Supongo, sí… A menos de que para terminar tu día de cigarrera, te obliguen a hacer de prostituta en Wijh al-Birka.

– ¿Por qué me dices todo esto, Amr?

– Por dos razones. Este es un pueblo miserable explotado por todo el mundo sin posibilidad de redención y, segundo, ni siquiera es suya la esperanza de un futuro. El futuro de Egipto pertenece a todos menos a ellas. A todos menos a las cigarreras y a las putas -insistió con pesada ironía-. A los ingleses, a los franceses, a los alemanes, a los italianos, a los judíos, a los griegos y a los armenios, a los turcos… y en último lugar a nosotros, que somos los ricos cairotas privilegiados de esta tierra… Debería avergonzarnos que nuestro patriotismo, Ya'kub, sea un disfraz que utilizamos sólo para defender nuestros privilegios.