– Ya lo sé. Y qué.
– ¿Qué? Pues que llegará un día, pronto, ¿eh?, en que tendrás que salir a reivindicar a los desheredados de esta tierra. -Torció el gesto-. En defensa de este país, sí, Ya'kub. Pero para defender a tus pobres miserables, tendrás que defenderte primero de los extranjeros, de los inglezi y sus compañeros de explotación, para hacerte con lo que es tuyo. Ahora tienes el dinero, pero ¿y el país? Si un egipcio te roba o mata a tu padre, tendrá que ser un juez inglés el que lo sentencie y un policía inglés el que lo meta en la cárcel… ¿no?
– Pero ¿y? ¿Por qué yo? ¿No deberían hacer esa defensa el Rey y el gobierno, que para eso están?
– ¿Que para eso están? ¿Has oído al rey Fuad hablar de sus súbditos y llamarlos «esa chusma»? ¡Pero si habla árabe como un lechero alemán! -Suspiró-. Ah. La vida en el Nilo tiene poco que ver con la vida a la orilla del Támesis, Ya'kub.
– Eso lo sabemos todos, incluso los ingleses que viven aquí. Ellos saben que no tienen nada que ver con nosotros…
– ¡Por las barbas del Profeta! Quién te oye y quién te oyó. -Ya'kub se encogió de hombros. Y Amr añadió-: Claro que no tienen nada que ver con nosotros ni quieren tener nada que ver con nosotros, pero se equivocan, como siempre se han equivocado en sus colonias…
– ¿Colonias?
– Sí. Llámalas como quieras, protectorados, colonias, dominios, al final son siempre lo mismo: los ingleses creyéndose los amos de la Tierra. Y lo que te digo es que malinterpretan el ambiente de aquí porque nos consideran inferiores. Pero se equivocan. Tan seguros están de su superioridad que no nos permiten a los nativos -recalcó el término con desprecio- que nos atrevamos a manchar la esencia de lo británico. ¡En Egipto! ¡En nuestra propia tierra! Ahora… eso sí, no tienen empacho ellos en ensuciarnos y en tratarnos como parias. ¿No es así como llaman a las clases inferiores en la India? Parias. Bah. ¿Durante cuánto tiempo piensan que nos aguantaremos? ¿Terminaste tu helado?
– ¡El joven Hassanein efendi! -exclamó monsieur Groppi, acercándose a la mesa-. Hace tanto tiempo que no lo vemos que lo habíamos dado por desaparecido en el desierto. Ma'alouf efendi -añadió dirigiéndose a Amr-, un placer volverlo a ver. Aún ayer estuvo aquí la princesa Nadia y me pareció que lo buscaba a usted con la mirada, monsieur Ya'kub. Vamos… supuse que era a usted… Me acerqué a ella para que me encargara su consumición y pude decirle que sabía que usted había llegado, pero que todavía no lo habíamos visto ni había venido a mi humilde casa a tomarse uno de sus helados preferidos…
Ya'kub se había sonrojado mientras Amr sonreía encantado de la vida y sus bromas.
Groppi se alejó murmurando «con permiso» y, a los pocos pasos, se detuvo como si de pronto hubiera recordado algo. Se dio la vuelta y volvió a la mesa. Hurgando en uno de los bolsillos de su chaleco, sacó un pequeño papel doblado. Lo sujetó entre los dedos índice y corazón de una mano y se lo entregó al muchacho, diciendo:
– Al marcharse, la princesa me dio este billete y me pidió que se lo entregara si usted venía por aquí.
¿Dónde estás, rumy que todavía no has venido a verme?
Capítulo 2 8
En aquellos años, sólo los egipcios de primera línea, la familia del jedive, los primeros ministros, algún ministro (no todos) y los grandes millonarios eran admitidos (a regañadientes) como socios en el Gezira Sporting Club, cuyas instalaciones en el extremo sur de la isla de Zamalek y Gezira eran verdaderamente espléndidas. Un campo de golf, un hipódromo, varios campos de polo, cricket, crocket, tenis… El hipódromo que había sido el origen del club era un regalo de 1888 del jedive a los oficiales del ejército británico ocupante. Un club exclusivamente británico y para extranjeros que estuvieran de visita en El Cairo. Sólo muy poco a poco se había ido permitiendo la presencia de los que los ingleses llamaban nativos.
– En realidad -explicó Nicky-, no hay una regla que prohíba a los egipcios ser miembros del Gezira. Pero no son bienvenidos y, sin duda, cuando van, pese a todo, sienten que allí sobran. ¿Qué te parece como sistema de humillación? Y más cuando se piensa que muchas de las instalaciones se han hecho con su dinero… Por ejemplo, con considerables sumas provenientes del peculio de tu padre y de la familia Hassanein.
– Sí -añadió Amr riendo-. No está mal, ¿eh? En lo que a ellos respecta, los inglezi podrían estar viviendo en la luna. Tienen sus villas y sus cuarteles y sólo se mueven de ellos para ir al club… a menos que, por aquello del tipismo y el colorido local, quieran enseñar a sus visitantes de Londres las tumbas de los faraones y algunas pirámides.
– Pero ¿y por qué se permite? -preguntó Ya'kub con irritación juvenil-. ¿No nos dieron la independencia hace dos años?
– Sí, pero no nos dieron la fuerza armada para aplicarla -contestó Amr.
– Como soldado británico -dijo Nicky con su solemnidad acostumbrada y algo burlona-, no puedo permitir esta conversación subversiva.
– ¡Ah, vamos, Mayor! No tenemos nada contra vosotros los ingleses. Sólo queremos que os vayáis de aquí…
– ¡Pero si os hemos ayudado a levantaros del polvo de la historia, Amr!
– Ya. ¿Puedo recordarte que cuando las dinastías egipcias empezaban a declinar, Gran Bretaña ni siquiera existía?
– Estáis de broma, ¿no? -preguntó Ya'kub.
– Algún día aprenderás que no y que si no tomamos el destino de este país en nuestras manos, nunca nos quitaremos de encima el yugo de la rubia Albión.
Hablaban de este modo frente a Nicky sabiendo que, pese a su pelo rubio y lacio, sus mofletes rosados y sus modales flemáticos de club londinense, las guerras habían hecho de él un ciudadano más egipcio que inglés; sabiendo que, rara avis, no existía traición en su patriotismo compartido y más razonable de lo que podía esperarse de un oficial británico.
Bromeando de este modo, llegaron a la entrada del club y fueron admitidos por unos porteros sudaneses vestidos de impecable blanco. Amr no era socio, por supuesto, pero todos accedieron al recinto gracias a la invitación de Ya'kub Hassanein, que jugaba allí al tenis y montaba a caballo regularmente. Mientras se dirigían hacia las pistas de tenis, sin embargo, eran mirados con no poca sorpresa y bastante desagrado por los socios europeos presentes. Sólo el mayor Desmond, elegantísimo en su atuendo colonial, era contemplado con familiaridad y deferencia por todos.
En la primera pista, la más cercana al chalé social, se estaba disputando un agresivo partido de dobles mixtos.
Ya'kub tardó unos instantes en darse cuenta de que la compañera de Max von Oppenheim, una estilizada y atlética joven, era Nadia.
Y mientras el chico se ponía intensamente colorado, la pequeña princesa falló un golpe fácil, como si no hubiera estado mirando a la bola. Fue el único detalle por el que un observador atento le habría notado la turbación.
– Game, set and match!, ¡juego, set y partido! -exclamó uno de los contrincantes, el hombre de una pareja de europeos muy rubios, elegantemente ataviados.
Los cuatro jugadores fueron a la red y se estrecharon las manos. Nadia parecía obstinada en no mirar hacia la veranda a cuya sombra se encontraban Ya'kub, Amr y Nicky.
– ¡Ah, queridos amigos! -dijo Max saludando con la mano en la que sujetaba la raqueta.
– Suban a tomarse una limonada con nosotros -dijo el Mayor.
Mientras los demás subían hacia la veranda, Nadia se acercó a la misma aya oronda e implacable que Ya'kub recordaba haber visto en el jardín del palacete de Kamal al-Din tantos meses atrás. El aya no dijo nada, sólo miró a la princesa con severidad y luego al enorme eunuco que las protegía a ambas y que estaba sentado unos metros más allá, a la sombra de una gran Jacaranda florida, sin perder detalle de cuanto ocurría. Nadia se desprendió entonces de la raqueta, que el aya sujetó atornillándole una prensa de madera, se quitó la visera, que también le entregó, y se secó la cara con una toalla blanquísima. Dijo alguna cosa al aya que los demás no acertaron a oír y la mujer levantó la vista hacia donde estaba Ya'kub y lo miró fijamente con sus ojos como canicas.