El Bey no estaba y cenaron solos Amr y el chico.
– ¿Por qué debo bajar al jardín, Amr?
– ¡Alabados sean Alá y Mahoma, su Profeta! No preguntes tonterías.
Y a las diez menos cuarto, Ya'kub, con el corazón desbocado, se encontraba en la rosaleda, un quiosco no muy grande que despedía un intenso perfume a rosas. En su interior, que la abundancia de flores escondía de los ojos de cualquier curioso (de un eunuco enorme o de un aya con los ojos como canicas), había un velador de hierro, dos butacas también metálicas y, a todo el rededor, un banco estrecho cubierto de muelles cojines forrados de tela blanca. Sobre el velador, alguien había colocado una bandeja de plata con dos vasos y una gran jarra de limonada.
El muchacho dio un paso hacia el interior del quiosco y no se atrevió a más. Permaneció inmóvil durante casi diez minutos, angustiado, sin poder ni tragar la saliva que había desaparecido de su garganta, recordando en una sucesión de vahídos las sensaciones vividas con Fat'ma tanto tiempo atrás. Se desplomaría, estaba seguro de que se desplomaría.
Y, de pronto, unos brazos envueltos en seda lo rodearon desde detrás y fueron deslizándose a medida que Nadia le daba la vuelta hasta ponerse frente a él sin dejar de sujetarlo.
Nadia, envuelta en un gran chal de muselina rosa, que dejó caer con un simple movimiento de los hombros. Debajo llevaba una camisola casi transparente que Ya'kub no se atrevió a mirar.
Y como si lo hubieran previsto los hados o la propia Venus, empujándolos desde un recoveco desconocido del alma, recuperaron el beso de muchos meses antes, como si no hubiera pasado el tiempo y aquella caricia tan liviana, tan casta, con la que Nadia le había rozado la boca entonces, derrotándolo sin remedio, se fue transformando en un asalto de los sentidos, en una batalla imparable de dos amantes inexpertos tanteando sin saber lo que descubrían, chocándose los dientes, atragantándose con las lenguas, dejándose ir a lo que les dictaran las manos, sus cuerpos enlazados.
Se apartaron un momento, volviendo del fondo del mar para recuperar el aliento. Nadia separó su cara de la de Ya'kub y dejó escapar una risa bronca que poco tenía que ver con el suave sonido que hubiera debido corresponder a una adolescente y Ya’kub se sorprendió, se escandalizó, sí, de la violencia del deseo que se le adivinaba.
– Jamie, Jamie -dijo Nadia, jadeando con un hilo de voz-. Me gusta más que te llames Jamie… ¿sabes? Más que Ya'kub… Es más tierno y te quiero más. ¿Te ha comido la lengua un batallón de moscas? No…, la lengua, no -rio de nuevo-, la lengua no te la ha comido nadie…
– ¡Ah!, ¿sí? -dijo él, envalentonándose-. Te comeré la nariz. Y… y… esto. -Le puso las manos sobre los pechos, aunque enseguida las apartó como si le fueran a quemar. No sabía cómo, pero la camisola de Nadia se había volatilizado y todo lo que tocaba, donde pusiera sus dedos, daba igual, era piel, piel del estómago, piel del vientre, piel de los hombros, seda en la espalda y la cintura. Un festín para glotones.
– Jamie -dijo ella en voz baja.
En la confusión de manos y bocas perdieron toda noción del tiempo, dos enamorados incapaces de comprender lo que les estaba ocurriendo.
– Espera -dijo Nadia-, espera. ¿Qué me haces?
– Oh, Dios mío, oh, perdona, Nadia, no sé lo que hago, perdona, por Dios…
Nadia gimió y Ya'kub, creyendo que se quejaba y que lo quería rechazar, se detuvo.
– ¡No! Jamie, ¿qué me haces? -Y se colgó de él sin dejarlo ir hasta que Ya'kub se perdió dentro de ella, irremediablemente pronto.
– Dios mío, qué he hecho…
– Mmm… niño malo… No importa. No me importa nada… Dame tu mano, así, acaríciame así, ¿ves?
Hubo un largo silencio, hasta que Nadia dejó que se le escapara un «ay».
– Ahora, niño malo, mi Jamie, eres mío para siempre -rio con suavidad-. Y si me traicionas, te mandaré a los eunucos con unas espadas enormes para que te corten esto y nunca puedas ser de nadie más.
– ¿Esto? No, no…
– Huy, las levantinas somos muy celosas y yo, a partir de ahora, seré tu harén, el único harén que tendrás nunca.
Estuvieron un gran rato abrazados en silencio. Ya'kub intentó hablar varias veces, pero Nadia lo hacía callar poniéndole un dedo en la boca.
– Shhh… -le decía riendo-. Ahora, justo ahora que deberías estar en silencio, rumy, te empeñas en hablar como una cotorra.
Ya'kub se miró la mano porque le había parecido que estaba algo pegajosa. Vio un poco de sangre en sus dedos.
– ¡Dios mío! -exclamó con angustia.
– No es nada, Jamie, no tiene importancia…
– Pero…
– No te preocupes, no es nada, mi amor. Por lo menos estarás seguro de que hiciste el amor con una virgen. -Le agarró la cara con las dos manos y dijo-: ¿Eh? Eso es lo que yo era hasta hace dos minutos. Es mi regalo de noviazgo. ¿Eh? Mírame, ¿eh?
– No me interesa. He soñado durante tantos meses que hacía el amor contigo… que no me habría importado que…
Recordó a Amr diciéndole que su mejor salvaguarda frente a una mujer era la fidelidad o la virginidad… de ella, por supuesto.
– No te habría importado ¿qué?
– Nada, tonterías.
– Rumy, te prohíbo que no me lo digas… Las mujeres Al-Din tenemos muy mal genio, te lo advierto. No te habría importado ¿qué?
– Que fueras… da igual, Nadia… Me habría dado igual que no fueras virgen. Me da lo mismo.
– ¿Te daría lo mismo? ¡Ah!, ¿sí, Ya'kub Hassanein? Imagínate que yo fuera una puta de las que dicen que hay en Wasaah. ¿Te daría lo mismo?
Ya'kub bajó la mirada.
– Me daría lo mismo -murmuró.
– Bésame.
Y esta segunda vez, tan instintiva como la primera, fue lenta y tierna, el juego de dos enamorados olvidados de tabúes y prohibiciones, descubriendo sus cuerpos.
¡Una niña de dieciséis años, tan sensual, con una capacidad de pasión tan poderosa y madura! ¡Y un muchacho de dieciséis años que empezaba a aprender, enloquecido, aquellas lecciones y los primeros escarceos del engaño! Los silencios culpables. Ah, los silencios culpables.
– El primer día que te vi en Groppi, Jamie, decidí que serías mío. Te va a parecer una locura, pero ese día me habría acostado contigo allí mismo -rio-, sobre una de las mesas de monsieur Groppi delante de mi propia madre. ¿Te lo imaginas…? Y eso que no sabía ni de qué se trataba, sólo las tonterías que había hablado con mis amigas del colegio… Nunca me había pasado una cosa así. Hacíamos bromas sobre lo que tenéis los hombres aquí abajo. ¡No te muevas! Te imaginaba desnudo sobre mí… te quería desnudo sobre mí y entonces me daba mucha vergüenza y me preguntaba: «¿Cómo lo voy a hacer si me da tanta vergüenza?». Pero no me importaba, porque cada vez que pensaba en ello me parecía estar recibiendo una descarga eléctrica que no podía controlar. Entonces disimulaba y me decía que yo sola sabía lo que estaba pensando y que nadie me lo notaría. ¡Qué cosas se me ocurren! Pero es todo culpa tuya. ¿Y sabes qué? Desde entonces he estado preparada cada día, esperándote. Sabía que vendrías.
Rodeó la cabeza de Ya'kub con sus brazos y apretó su rostro entre sus pechos. Al cabo de un momento, él apartó la cara.
– ¿Qué te pasa?
– No sé, de pronto me has hecho pensar en las señoritas inglesas con las que había que tomar el té en Oxford, delante de sus madres… ya sabes… Mi madre me forzaba a ir y yo me aburría muchísimo porque a mí ni me miraban, a mí, con trece años, ocupadas como estaban en buscar un marido adecuado. Y mucho mayor que yo, claro.
– Estas cosas -dijo Nadia, pensativa, besándole la comisura de la boca con un celo posesivo impropio de la adolescencia-, tampoco creas… -Lo miró-. Son sólo para ti, eh, rumy, sólo para ti. Cualquiera de aquellas chillonas maquilladas con las que me has visto en Groppi obsesionándose con… con cómo es el sexo de un chico correría a esconderse debajo de las faldas de sus eunucos por miedo a que la violaran. Por eso, al final, los muchachos que querrían violarlas creo que prefieren hacerlo con una puta cualquiera. ¿Sabes lo que te digo? En el fondo soy como una prostituta de Wasaah. Pero tú eres el único que lo sabe: soy tu puta de Wasaah, pero sólo para ti… -concluyó con los ojos brillantes rehiriéndole en la oscuridad como los de un felino.