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Nadia nunca miró al Bey. No apartó la vista de Ya'kub mientras, con una brillante sonrisa, le aplaudía; no al Bey, sino a él.

– Ahmed Hassanein Pasha -dijo el rey Fuad cuando se aplacaron por fin los ecos de la ovación-, ahora debes explicarnos con detalle tu viaje, ese viaje que te ha hecho acreedor al aprecio de tu Rey -se volvió hacia Nazli- y de tu Reina, por supuesto.

El Bey regresó a la mesa Imperio y tomó asiento. Abrió el gran cuaderno que tenía delante y se quedó callado. Estuvo así, en silencio, durante un momento interminable, casi embarazoso, hasta que por fin levantó la cabeza y empezó a hablar:

– Estoy seguro, majestad, de que nadie puede sentirse hoy más satisfecho y orgulloso que yo. No merezco este honor que me hacéis. Sólo he sido un viajero más que, impulsado por la curiosidad y el afán de descubrir rutas nuevas y civilizaciones desconocidas, las ha buscado por el desierto inmenso e implacable de nuestra nación. Nada habría sido posible sin el patrocinio de vuestra majestad y sin la ayuda de grandes amigos a los que debo lealtad para siempre: el príncipe Kamal al-Din, que me acompañó por algún trecho del camino y que me prestó apoyo y asistencia inestimables.

Kamal, con los antebrazos apoyados en el balconcillo, sonreía con evidente satisfacción y hacía gestos de asentimiento. Nadia, a su lado, seguía sin mirar a nadie más que a Ya'kub.

– Hasta me obligó a montar en unos horribles e incómodos automóviles con la pretensión de hacerme recorrer todo el camino encaramado a ellos. Afortunadamente, la benzina no llovía del cielo y tuvimos que abandonar aquellos ingenios mecánicos en favor de unos pobres camellos que no sólo no consumen benzina, sino que viajan a base de agua. Y todo el mundo sabe que no necesitan repostar más que una vez cada diez días. -Hubo una carcajada general-. Lamento que no se encuentre aquí, pero no puedo dejar de invocar el nombre del Gran Senussi, Sayed Idris, que nos abrió las puertas del corazón de su pueblo y facilitó cada uno de los pasos que tuvimos que dar. El mayor Nick Desmond, viejo compañero de guerras en el desierto, nos sostuvo con su compañía y su fortaleza en los malos momentos, que fueron numerosos. -Miró hacia el palco y en el teatro se produjo una espontánea salva de aplausos-. El barón Max von Oppenheim nos salvó la vida a todos -nueva ovación a Max, que, sentado en el patio de butacas al lado de una espectacular Rosita Forbes, levantó una mano en señal de agradecimiento- y me parece que el éxito del viaje se debe a mi hijo Ya'kub, que, pese a su juventud o precisamente a causa de ella, que lo hace encarnar el futuro de este gran país, siempre inspiró en nosotros el deseo de vencer todos los obstáculos, que a veces se nos antojaron insuperables. -Estruendosa salva de aplausos.

Ya'kub se tapó la cara con las manos. Amr y Nicky, cada uno por su lado, le propinaron fuertes palmadas en la espalda.

– *El desierto llama, pero no es fácil explicar su atractivo y su encanto. Tal vez, la parte más maravillosa de la vida del desierto sea la noche. Uno ha andado todo el día con los pies en llagas y lo ha hecho porque andar así es incluso menos doloroso que montar en un camello; ha seguido el paso de la caravana con los ojos medio cerrados. Tiene la garganta reseca y no se avista pozo alguno. De pronto, el desierto sonríe y no hay lugar más hermoso en la Tierra [7].

El silencio en el teatro era total. Hubiera podido percibirse el vuelo de una mosca.

El Bey siguió hablando y describió paso a paso el viaje y los descubrimientos, las rocas y la vegetación, los mojones geográficos y los oasis, con tanta fascinación que hasta los pasajes más áridos se hubieran dicho parte de un largo poema. Cuando alcanzó a describir las cuevas de Arkenu y Uweinat que tenían indeleblemente impresos los dibujos prehistóricos de animales y guerreros, de sabanas y ríos, se produjo en el teatro una espontánea ovación, fruto del encanto o tal vez del ensueño evocador de aquellas imágenes.

Explicó luego cómo habían tenido que interrumpir el viaje por la picadura de un escorpión en la pierna de su hijo Ya'kub, lo que los había obligado a regresar a toda prisa desde Gilf el-Kebir al Nilo para salvarle la vida. En su palco, Nadia había palidecido, sintiendo como si lo hubiera padecido ella, el dolor del veneno del que nunca le había hablado Jamie en sus encuentros secretos de la rosaleda del jardín.

– Permítanme que concluya recitando unos versos compuestos por un hombre del desierto que quedó ensimismado, mirando hacia el horizonte, en espera del baile del sol y las estrellas sobre las dunas:

Me llamaban los espacios inmensos:

el camino estaba libre.

Mis pies no tropezaban por lugares conocidos

que yo ya hubiera hollado.

Al contrario, ¿cómo podría descorazonarse uno

que, mirando hacia atrás,

fuera capaz de ver mil millas sin más pisadas

que las suyas?

Ni cincuenta batidas buscando oro

podrían enriquecerme tanto y tantas veces

como cuando, con los ojos cansados y enrojecidos,

veo la aurora abrirse y llenar de radiante suavidad el desierto [8].

En el foyer del teatro todos quisieron saludar a Hassanein Pasha, estrecharle la mano y celebrar que fuera el hombre del día. Escoltado por Amr, Nicky y Ya'kub, el Bey, firme al pie de una columna, fue recibiendo los parabienes de todos antes de retirarse al reservado real a departir con los monarcas y sus familias.

Entre los muchos que querían saludarlo, se acercó Max von Oppenheim acompañado por Rosita y por la nueva pareja de vicecónsules alemanes, Dieter von Bismarck y su bella esposa.

– He agradecido sus excesivas palabras a mi humilde contribución a su viaje, Hassanein Pasha.

– Bueno, después de todo lo que pasamos -contestó el Bey mirando a Rosita Forbes-, me parecía lo menos que podía y debía decir. Por fortuna, los malos momentos se olvidan con facilidad, sobre todo si, como fue el caso, los descubrimientos compensan cualquier sinsabor. No deje usted de ir hasta las cuevas de Uweinat y Arkenu. Será un viaje duro pero muy gratificante. ¡Rosita! Querida amiga -le besó la mano-, usted y yo tenemos un duelo a esgrima pendiente…

– Cuando quiera… esto… ¿cómo debo llamarle ahora? Sir, milord, excelencia…

– Ahmed, usted sabe que me debe llamar Ahmed. En fin, desde ahora queda retada para que repitamos nuestro duelo. Si no recuerdo mal, en la ocasión anterior usted me derrotó ignominiosamente…

– Ignominiosamente, no, Ahmed. Si no recuerdo mal -repitió en tono de leve burla-, en la ocasión anterior me pareció que se le había cansado el brazo de tanto halagar a una dama.

– Hagamos una cosa -intervino Max con una sonrisa-. Tengamos un duelo el pasha y yo y que el vencedor se enfrente a madame Forbes. De este modo, uno de nosotros dos tendrá una oportunidad de vencer, aunque sea mínima.

– No sé cuál de los dos brazos querrá cansarse antes -contestó Rosita. Todos rieron.

El Bey se giró entonces hacia los Von Bismarck enarcando las cejas.

– No me parece haber tenido el placer de saludar a sus acompañantes, Max.

Una orquesta de cuerda se había puesto a interpretar valses de Viena y a su son habían empezado a bailar muchas parejas en el centro del foyer. Camareros que portaban bandejas con copas de champagne iban de grupo en grupo ofreciéndolas a los invitados. La gente reía y charlaba con despreocupación y se movía de corrillo en corrillo para comentar el último chisme, la última y escandalosa habladuría y, de vez en cuando, para departir con alguna seriedad de asuntos trascendentales.

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[7] Extractado de A. M. Hassanein Bey, The lost Oases, pp. 3 y 4.

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[8] G. F. Foley, poema «Oasis de El Fasher», 30 do junio de 1923, publicado en The Lost oases, p. 308.