– Ya vi que querías saltarme encima -le dijo después Nadia con una risita sofocada.
Estaba completamente desnuda en sus brazos y habían hecho el amor en la rosaleda como si fueran a ahogarse. Días y días sin poderse ver, hablar, tocar. «Dios mío -decía ella-, me voy a morir, una de estas noches me voy a morir sola en mi cama».
Los dos estaban seguros de que Amr, único puente entre ellos, les racionaba los momentos de intimidad por algún impulso sádico. Su impaciencia de jóvenes amantes les quemaba y no alcanzaban a comprender que Amr actuaba así porque le parecía que, controlándolos, no perderían más el seso de lo que ya lo habían extraviado. No quería que aquella pasión se le fuera a él de las manos. De todas las maldiciones posibles, Amr quería evitarse la angustia del Bey y la furia de Kamal, juntas o por separado. ¡Estaban en Egipto, por Dios! ¡Aquí aún se lapidaba a los amantes! ¡Aquí los padres podían seguir siendo déspotas indiscutidos! Aquí aún no se había salido de la Edad Media, por muchos teatros de la ópera que se hubieran construido, por muchos clubes, mucho alcantarillado y mucha electricidad. Bismallah!
Enloquecidos, creyéndose en la impunidad (¿qué destino sería capaz de derrotar el magnífico amor de dos adolescentes?), Nadia y Ya'kub intentaron una vez y otra sortear a Amr y vencer su prohibición. Pensaron en dejarse señales en la verja del jardín, pensaron en sobornar al aya, hasta pensaron que Ya'kub escalara la fachada del palacio de Kamal y se escondiera debajo de la cama de Nadia (dicho sea en honor a la verdad, tras considerar esta descabellada posibilidad, a ambos les dio un ataque de risa). Discutieron de la posibilidad de confesar su amor al Bey y pedir su ayuda, pero la sola idea de sus ojos atravesándoles con su mirada de hielo los hizo desistir.
La misma cosa tentó a Amr. Sin embargo, aunque el Bey podía ser el padre amante y Amr podía temer su desencanto con el amigo que había llevado a su hijo por el camino voluntariamente equivocado, el peligro verdadero era Kamal. A Kamal, como había dicho alguno de ellos, bastaba con rascarle la pátina de civilidad para que se le despojara el amor por los automóviles, el siglo XX, Marcel Proust y los valses de Viena, y apareciera el beduino. ¿No era eso así? Y eso sí que era temible. Muchas veces se lo había dicho a Ya'kub.
– La necesidad del secreto, Ya'kub, está en lo que puede hacer el padre de Nadia si se entera de esto. No te engañes. Ni siquiera tu padre podría evitarte la furia de Kamal. No, no. Debes ser paciente, esperar tu momento. Esperar tu momento, Ya'kub, y no hacer más tonterías -sonreía- que las indispensables.
– ¿No le tienes miedo a tu padre? -preguntaba el muchacho a Nadia.
– ¿Contigo a mi lado? No.
Capítulo 30
El otoño de 1924 había empezado siendo muy caluroso. El bochorno en El Cairo era fortísimo y la humedad, subiendo del río como una manta mojada, hacía que la atmósfera fuera irrespirable. Nicky Ya'kub, Amr y Hamid, sentados en el compartimento de primera clase del tren, sudaban sin parar, incómodos con las ropas que se les pegaban por todo el cuerpo. Viajaban en silencio, amodorrados.
El trayecto de unos sesenta kilómetros de El Cairo a Tanta, en el delta, un par de horas, «tal vez más -aseguraba Nicky-, a mitad de camino de Alejandría», los llevaría cerca de Denshawi, una región de humedales que el ejército británico utilizaba en ocasiones para la caza. Era más frecuente que los generales, los diplomáticos ingleses y los financieros e industriales europeos más conspicuos de los que residían en Egipto participaran en ojeos en una gran finca de más de cien hectáreas situada un poco más al este de Denshawi. La embajada británica en El Cairo tenía la concesión de esta finca y allí tiraban las escopetas más finas, diezmando la población de cualquier cosa que tuviera alas, sobre todo patos llegados a miles desde Hungría en el mes de octubre para invernar en el delta. Y codornices y agachadizas.
Denshawi era otra cosa mucho más plebeya. Y Denshawi aquel día les jugó a todos una mala pasada, fruto de la arrogancia de unos cuantos oficiales británicos y de su ignorancia supina en materia de costumbres rurales.
Un dignatario local, Abdel Magid Bey Sultán, había invitado a almorzar a un grupo de oficiales ingleses que estarían de paso después de una semana de maniobras por el Nilo. Al término de la comida se celebraría una cacería de palomas, muy abundantes en aquella zona. Como Bey Sultán conocía bien a Nicky desde los tiempos del Cuerpo de Guardacostas, le mandó un recado invitándole a sumarse al ojeo.
Nicky preguntó si le podían acompañar Ya'kub, el amigo de éste, Hamid, y Amr, un cairota muy conocido en toda la parte septentrional del Nilo por ser de los pocos egipcios de alta alcurnia que no tenía inconveniente en hacer la vida del pueblo, «en mezclarse con la chusma», decía Fuad. Claro, que la gente del delta era mucho más simple que la de la ciudad, más ignorante y, desde luego, con menos doblez que los cairotas, por lo que establecer contacto con ellos era un trámite sencillo, cumplimentado por el mero hecho de proceder de El Cairo. Cualquier cairota era un efendi de gran estatus social, merecedor por tanto del mayor de los respetos.
Ya'kub llevaba una escopeta Purdy que le había prestado el Bey, y Nicky y Amr, dos finas armas de manufactura belga. Hamid acompañaría a Ya'kub en el puesto y actuaría como secretario, sobre todo para recoger los pájaros abatidos por su amigo.
– Tú corre y recoge palomas muertas antes de que te las levante cualquiera de los vecinos.
– Me parece algo exagerado que llevéis estas escopetas para tirar vulgares palomas, es como echar perlas a los cerdos, pero nobleza obliga -había dicho el Bey- y os toca ir de cacería como si estuvierais acompañando al príncipe de Gales.
– Ah, bah -había contestado Nicky-. Conozco bien al mayor Pine-Coffin y a los capitanes Bull y Bostock y son tiradores excelentes. No vamos a ser menos. Así nos divertiremos afinando nuestra puntería y el día servirá a Jamie como entrenamiento para cacerías más importantes.
– Pine-Coffin -dijo Amr-. ¿Os dais cuenta? Yo no me metería en una batalla flanqueado por el mayor Ataúd de Pino ni aunque me regalaran diez mil libras esterlinas y cien vírgenes.
– Hombre, cien vírgenes…
– Bueno, cien vírgenes tal vez no.
Al llegar a la estación de Tanta les esperaban unos carricoches tirados por muías que habían de llevarlos hasta Denshawi. En uno de ellos ya estaban sentados los tres oficiales de mayor graduación además de un tal teniente West, llegados en aquel mismo momento del campamento en el que habían pernoctado toda la semana y desde el que regresarían a Alejandría a la mañana siguiente.
Todos estaban de excelente humor. Todos menos las gentes del pueblo, a quienes estas cacerías les parecían una humillación y una pérdida de tiempo, invertido en perseguir palomas en lugar de estar trabajando en el campo tan necesitado de su atención. Dos de los pueblerinos más conspicuos, Hassan Mahfouz y Dervish Zahran, habían dedicado la mañana a sublevar el ánimo de sus congéneres. Nada de ello era muy grave y Abdel Magid se sentía perfectamente capaz de controlar a aquellas dos cabezas locas que, era bien conocido en la región, se odiaban y más por ser cuñados. Su alianza circunstancial tenía más que ver con el deseo de provocar el enfado de los habitantes del villorrio para después erigirse uno de los dos en cabecilla de Denshawi. Esto no iba contra los británicos; nadie se atrevería a desafiarlos y a disputarles nada. No mientras estuviera todo su ejército haciendo maniobras.