Durante el almuerzo de los visitantes con Abdel Magid Bey Sultán, Mahfouz y Zahran estuvieron discutiendo con varios de los campesinos fuera de la casa. Podía oírseles rezongar en voz alta.
– ¿Qué les pasa a tus gentes? -preguntó Amr.
– No es muy importante, excelencia -contestó el regidor-, son todos una pandilla de vagos que consideran que trabajar es indigno de ellos. Que no te importe. Ya se les pasará. Come, más bien, de este cabrito que mi esposa ha asado para vosotros con dátiles y cebollas.
– Y bien rico que está, Abdel Magid -dijo el mayor Pine-Coffin-. Pero debemos dejar de comer porque, si no, preferiremos dormir con la panza llena a cazar palomas con la mirada vigilante.
– Tiene razón el mayor -añadió Nicky-. Mejor será que dejemos de comer, en efecto, y nos dispongamos a ocupar nuestros puestos.
Y así lo hicieron. Se repartieron en siete puestos en el palmeral de los alrededores del pueblo: Amr, en el primero de la izquierda; a continuación, Ya'kub con Hamid, seguido de Nicky, a cuya derecha se colocó el mayor Pine-Coffin. Los dos capitanes, después, y por fin, el teniente West, en el extremo derecho.
El calor era mucho y la humedad hacía sudar a todos como si estuvieran debajo de un grifo manando agua.
Pronto pudieron oír a los ojeadores, gente de Denshawi, que se acercaban haciendo gran ruido y batiendo la tierra con palmas secas. Enseguida aparecieron los primeros palomos volando muy bajo y a gran velocidad y pudo percibirse un estruendo de descargas de escopetas.
Cuando hubieron cesado los disparos de este primer ojeo, se oyó cómo el mayor gritaba de pronto:
– ¡A las hammam, no, West, a las domésticas, no!
Pero fue inútil. West y uno de los dos capitanes, habiendo abatido varias gimri, es decir, palomas salvajes, se pusieron a disparar, se hubiera dicho que riendo y dando gritos, a unas hammam que, asustadas por el ensordecedor ruido de las escopetas, levantaban el vuelo desde sus palomares y desde los tejados de las casas. Puede argüirse que no era fácil en la confusión del momento distinguir unas palomas domésticas de unas salvajes, pero los cazadores eran, sin duda, expertos y no deberían haberse equivocado o tal vez deberían haber hecho gala de una mayor sensibilidad hacia las gentes del delta. Fue un error grave que desdeñaran el hecho de que las palomas domésticas eran importantes en su pequeña economía. Durante la encuesta forense, quedó establecido que entre West y Bull habían dado muerte a una docena de ellas.
Y cuando cesaron los disparos, pudieron oírse gritos de alarma y de indignación provenientes de los ojeadores y de las mujeres del pueblo.
– ¡Pero estos inglezi son idiotas! -exclamó Hamid, que, siendo cairota, no tenía que aprender de nadie lo ofensiva que podía llegar a ser la grosera indiferencia de los más fuertes. Incluso si aquella carnicería hubiera sido una equivocación de los que disparaban, la ofensa causada por lo que bien podría entenderse como una baladronada era gratuita y estúpida. El muchacho miró hacia atrás y vio a varias mujeres levantar el puño y gritar airadas desde el umbral de sus casas, incendiando el ánimo de sus maridos e hijos.
– ¡Ya'kub! -añadió-, esto es malo… muy malo. Y, para mala suerte de todos, de forma casi simultánea, una era que había a la derecha, a unas decenas de metros de donde se encontraba el teniente West, se puso a arder. Nadie pudo establecer con claridad lo que había provocado el fuego, pero el caso es que la era se prendió y la mies que había sido extendida sobre ella para ser trillada en cuanto se marcharan los inoportunos cazadores inglezi ardió como la yesca. Pese a la humedad reinante, el cereal estaba muy seco.
Enseguida pudo verse a los dos malhumorados cabecillas, Mahfouz y Zahran, corriendo de un lado para otro mientras se llevaban las manos a la cabeza y daban alaridos de indignación impotente.
– ¡Todos aquí, ahora! -ordenó el mayor Pine-Coffin con voz estentórea.
Los cazadores se acercaron a él como si se aprestaran a defender sus vidas con las armas que aún no tenían cargadas para el siguiente ojeo. Una actitud defensiva involuntaria con toda seguridad, pero que contribuyó a exacerbar los ánimos de la gente. Además, los oficiales llevaban sus revólveres de reglamento bien visibles en las cartucheras sujetas al cinto.
Una veintena de campesinos de Denshawi se aproximó a ellos en actitud que bien pudiera haber sido amenazante y que a Amr le pareció más bien precavida. Con todo, obligó a Ya'kub a bajar la escopeta apoyando una mano en los cañones.
– Quítale la munición -ordenó, y el muchacho obedeció. Él hizo lo propio.
Los pueblerinos, con el instinto taimado de quienes están dispuestos a llevar las cosas hasta el punto de la primera resistencia y no más allá, fueron subiendo el tono del griterío y la indignación. Dando grandes voces rodearon a los cazadores y fueron estrechando el cerco. En ese momento, el mayor Pine-Coffin cometió la mayor tontería de su vida: para demostrar buena voluntad y ánimo de paz, circundado por gente vociferante y cada vez más agresiva, decidió entregar su arma al alguacil del pueblo, que, aunque sin intervenir, se encontraba entre los que acechaban al grupo de cazadores. El mayor también ordenó a sus hombres que hicieran lo propio y, de muy mala gana, el capitán Bull y el teniente West obedecieron al instante. Lejos de calmar los ánimos, el gesto hizo que los locales aumentaran sus voces y que los insultos subieran de tono. Olía a sudor y a miedo.
Los oficiales británicos se vieron acorralados sin remedio, empujados, escupidos y zarandeados.
Con gran serenidad, Nicky, que no había entregado su escopeta ni tenía intención alguna de hacerlo, ordenó, primero, a Ya'kub y a Hamid que se apartaran del grupo; los dos chicos pudieron alejarse sin dificultad, echándose simplemente hacia atrás y acabando por guarecerse detrás de una de las grandes palmeras sin que nadie pareciera querer molestarlos. Sólo algunas mujeres del pueblo los miraron con hostilidad, pero la cosa no pasó de ahí. Nicky se giró entonces hacia los alborotadores con evidente intención de poner orden, mientras a la derecha del tumulto seguía ardiendo la era y de ella se elevaba una espesa columna de humo blanco y acre que, empujado por la brisa, escocía en los ojos y dificultaba la respiración, de por sí trabajosa a causa del barullo y el insoportable calor.
Uno de los dos cabecillas forcejeó con alguien y, amparado en el relativo anonimato de la turbamulta, agarró a Nicky por las solapas e intentó sacudirlo. No tuvo oportunidad de hacer mucho más, porque Amr le propinó una fuerte bofetada que tuvo la virtud de calmar su ardor combativo al instante.
Es probable que la cosa no hubiera pasado de ahí si el capitán Bostock, con idea de amedrentar a los que los asediaban, no hubiese decidido entonces disparar al aire sus dos cartuchos. Lo hizo, pero, aprisionado por la muchedumbre, no llegó a levantar del todo su escopeta y descargó toda la fuerza del calibre doce contra una de las casas de Denshawi, que no se encontraría a más de veinte metros. Quiso la mala fortuna que el disparo hiriera en un brazo a una mujer y que la perdigonada alcanzara más gravemente a uno de sus hijos, que estaba junto a ella en la puerta de la casa, y a varios hombres que se disponían a intervenir en el rifirrafe.
El alguacil, corriendo de un lado para otro, implorando aquí y ordenando allá, hizo un último esfuerzo por conducir a los cazadores hacia las carretas y sacarlos del pueblo. De todos modos, como la larga práctica le había enseñado a ser precavido, antes había entregado las escopetas de los oficiales a alguno de sus hijos y los había despachado hacia el cuartelillo para pedir ayuda.
Pero era demasiado tarde.