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Dos docenas de campesinos, encendidos por la histeria reprimida de la cobardía colectiva, se abalanzaron sobre los cazadores. La primera víctima fue el capitán Bostock, a quien hicieron caer al suelo. Llovieron sobre él patadas, puñetazos y hasta pedradas. Medio inconsciente, sin embargo, al cabo de un momento logró ponerse a cuatro patas; sangraba mucho por varias heridas de la cabeza y el cuello e intentó alejarse por entre un bosque de piernas y galabías.

La muchedumbre cargó también contra los tres militares restantes y Nicky y Amr.

Amparados por la palmera, Ya'kub y Hamid miraban mudos de miedo y desamparo. Hamid tenía a su amigo agarrado por la manga de la camisa, reteniéndolo contra el árbol. Ya'kub sólo pensaba en recargar su arma, pero rebuscaba en sus bolsillos y no encontraba cartucho alguno.

Los hombres del pueblo, como el coro de una tragedia, envalentonados por su propio número y perdido el sentido de la proporción por la violencia y la visión de la sangre, quisieron acabar con todo aquello de una vez y, amenazantes, blandieron sus cuchillos y sus palos de trillar contra los cinco cazadores que quedaban en pie.

Habría sido una carnicería.

Pero en el último momento, Nicky alzó una mano, se encaró con todos ellos y dando una fuerte voz que debió de oírse desde bastante más allá del pueblo, gritó:

– ¡Stop!

Sorprendidos, todos se detuvieron, arredrados por el imperioso vozarrón. La mayor parte de ellos dio un paso atrás, calmados al instante.

Sólo uno de los dos cabecillas, el llamado Dervish Zahran, quedó inmóvil a muy poca distancia de Nicky. Nadie pudo impedirlo. Sucedió demasiado deprisa. Zahran tenía una pistola en la mano, probablemente arrebatada a uno de los oficiales. Levantó el brazo y disparó.

Nicky, herido de muerte, cayó hacia atrás.

– ¡Nicky! -gritó Ya'kub. Y corrió hacia donde se había desplomado su amigo.

La gente, aterrada por todo aquello que se le había ido de las manos, de golpe quedó sin fuerza, sin voluntad siquiera de huir. Algunos se pusieron en cuclillas con la cabeza gacha, otros siguieron de pie y otros se fueron apartando despacio.

Dervish Zahran miró a derecha e izquierda con los ojos enloquecidos y las facciones desencajadas. Dejó caer la pistola y echó a correr por el palmeral.

– Jamie, Jamie -murmuró Nicky en un estertor.

– Nicky… -Ya'kub, con los ojos arrasados en lágrimas, le puso la mano en el pecho como si no creyera que el disparo había sido de verdad. Amr, arrodillado detrás del viejo amigo, le sujetó la cabeza.

– Tranquilo… tranquilo -dijo-, saldrás de ésta.

Pero una pompa de saliva y sangre salió de la boca del moribundo y un reguero rojo como el rubí se deslizó, espeso y lento, hacia su barbilla.

– Tantas… tantas cosas… -en realidad quiso decir «tantas aventuras arriesgadas, tantos peligros, tantas batallas, para acabar muriendo en una estúpida cacería de palomas»; pero no pudo. Sólo acertó a decir-:… estúpida…

Ya'kub estuvo mirándole un buen rato sin comprender. Lloraba a mares y seguía con la mano apoyada en el pecho de Nicky sin darse cuenta de que la sangre le manaba a borbotones por entre sus dedos. En la distancia le pareció oír a mujeres sollozando. Por una vez, Amr no fue capaz de decir nada y al chico se le vinieron a la memoria, en un desfile de imágenes acelerado y confuso, decenas de estampas de su vida con Nicky, los tigres, el desfiladero del Khyber en la frontera de Afganistán, las enseñanzas parsimoniosas sonando como letanías, las dunas, sus ronquidos durante la noche temprana y estrellada del desierto… Un libro de recuerdos instantáneos y atropellados.

Y por fin sollozó:

– Dios mío, Amr, ¿y qué le voy a decir a mi padre? -como si él hubiera sido responsable de la muerte-. ¿Qué le voy a decir a mi padre, Amr?

Amr, todavía arrodillado, le puso una mano en el hombro y, mientras lo hacía levantarse, le susurró:

– Lo comprenderá, Jamie -por una vez llamándolo Jamie en honor del amigo muerto-, lo comprenderá… No ha sido culpa tuya. -Y cuando Ya'kub por fin alzó la cabeza, insistió-: No ha sido culpa de nadie.

A un centenar de metros pudieron ver que dos alguaciles traían a Dervish Zahran de vuelta, sujetándolo por los brazos. Acudía mansamente, rendido, sin resistirse. Los campesinos, inmóviles y pasivos, contemplaban la escena como si no fuera con ellos y hubieran sido otros los que habían intervenido en el desastre.

El capitán Bostock, puesto ya en pie pero ahora doblado en dos, jadeaba. La respiración le salía en estertores, raspándole la tráquea. Le caían goterones de sangre, tanto que delante de sus pies se había formado un pequeño charco oscuro. Abdel Magid lo condujo con suavidad hacia una de las carretas y lo acomodó lo mejor que pudo.

Una mujer daba alaridos como una plañidera en un duelo. El alguacil la mandó callar antes de que se le unieran otras y se formara un coro de gemidos y jipidos poco propicio al momento.

El mayor Pine-Coffin se sujetaba el brazo derecho con cara de sufrimiento. Bien podía: alguien se lo había roto de un palazo.

Entre Amr y el capitán Bull levantaron a Nicky y lo llevaron a una de las carretas. Ya'kub, con dos surcos de lágrimas resbalándole por las mejillas sucias de polvo, había vuelto a poner una mano en el pecho de Nicky, y Hamid, cariacontecido y muy asustado, siguió el improvisado cortejo fúnebre hasta que hubieron instalado el cadáver sobre uno de los dos bancos de la carreta.

Ninguno de los chicos había visto nunca la muerte tan de cerca y les impresionaba sobremanera la palidez repentina que se había instalado en el rostro del viejo amigo.

Fue para todos el día más horrible de sus vidas.

El Bey estuvo silencioso durante mucho tiempo, abrazado a su hijo. Miraba al frente con tristeza sintiendo el desamparo de Ya'kub y notando el suyo propio.

– Nicky fue tu padrino -dijo en voz baja-. También fue el amigo que se tiene anclado en el fondo del corazón una única vez en la vida. Sacrificó con gusto lo mejor de su existencia por protegerte y seguir tus primeros pasos. Cuando acabó la Gran Guerra y él se disponía a quedarse cómodamente en El Cairo, no le dejé hacerlo. Le pedí que se fuera a Londres, que se instalara cerca de Oxford y se ocupara de ti cuando empezabas la adolescencia. Le pedí que te enseñara las cosas de la vida y te impidiera hacer las tonterías que hacen los chicos pequeños, que te librara de peligros y dificultades y que no te dejara a merced de bueno… de… sensiblerías. Cosas así. Ya me entiendes… Me escribía con puntualidad cada dos semanas para hablarme de tus progresos y aventuras y chiquilladas… hasta de lo serio que te ibas haciendo a medida que cumplías años. Sus cartas equivalían a cartas tuyas, que tú no me escribías porque casi ni sabías que yo existiera, y eran como un diario íntimo lleno de cariño, el diario que nunca te escribí. En aquellos años, Nicky fue más padre tuyo que yo… pero no sentí celos porque no hacía falta. Era tan generoso que siempre estaba dispuesto a retirarse de la escena y asumir el papel de un comparsa. Creo que cumplió con su misión infinitamente mejor de lo que hubiera podido hacerlo yo.

Dejó de hablar un momento mientras Ya'kub era sacudido por un desgarrador sollozo. Lo apartó de sí sujetándolo por los hombros.

– Su muerte es una pérdida que nunca podrá ser reparada, Ya'kub. Siempre quedará en nuestro corazón una esquina vacía que nadie podrá llenar. Lo siento, lo siento más que nada, hijo mío.

Dos días después, se celebró el solemne funeral por el mayor Nicky Desmond en los cuarteles de Qasr al-Nil en presencia de todos los mandos militares británicos, con el sirdar teniente general sir Lee Stack Pasha a la cabeza. Asistieron, entre otros altos dignatarios, el embajador británico vizconde Allenby, y Hassanein Pasha y su hijo Ya'kub. Se sabía que el joven no había querido asistir y que sólo lo hizo porque le forzó su padre; se pasó el funeral en estado de casi completa postración anonadado por la tristeza. Rosita Forbes comentó: