– Qué hombre implacable, Ahmed Hassanein.
Y Max von Oppenheim dijo:
– No sería Hassanein Pasha; además, no me parece mal que su hijo vaya aprendiendo a hacer frente a las grandes tragedias de la vida.
Terminada la ceremonia, el Gobierno egipcio se puso manos a la obra para castigar a los culpables del linchamiento de Denshawi.
– ¡Vamos! -protestó Amr-. Me parece bien que se castigue con la horca a los asesinos, al que mató a Nicky y al que organizó el motín. Nadie nos devolverá a Nicky -añadió mirando al Bey a los ojos- y nunca se nos pasará la tristeza, lo sabemos. Pero hacer de todo esto un escarmiento… un ejemplo para que en el futuro nadie ose atacar al Reino Unido… buf, me parece una exageración.
– ¿Una exageración, Amr? No puedo creer que tú digas eso -replicó el Bey con escándalo.
– No te confundas con lo que digo. Castigar un crimen y castigarlo severamente, por supuesto. Pero hacer de él un escarmiento para disuadir a rebeldes nacionalistas a quienes pudiera tentar hacer lo mismo me parece hasta contraproducente. Se han puesto todos histéricos. Unos cuantos campesinos ignorantes no hacen temblar al gran Reino Unido, ni amenazan su soberanía. Les ha entrado un ataque de pánico, Ahmed… Esto no ha sido un atentado político o un acto de terrorismo. Ha sido sencillamente un crimen.
– ¡Pero es Nicky el que ha sido asesinado! Dios sabe que no quiero perder la ecuanimidad… y que me avergüenza este deseo mío de venganza. Pero quiero que los campesinos de Denshawi paguen con la horca por lo que han hecho. Que no se libre ni uno. Imagina que el muerto fuera Ya'kub, ¿qué castigo estaríamos pidiendo para sus asesinos?
– No quiero ni pensar en el peligro que corrió Ya'kub, Ahmed. Pero deja la venganza para otros. No perdamos la perspectiva. Si aquellos idiotas de Denshawi se hubieran limitado a darnos una paliza, el asunto se habría resuelto con veinte latigazos por barba y unas cuantas estancias en la cárcel. No estabas allí, pero ojalá hubieras visto a Nicky parando a aquellos tarados con un gesto. Un gesto sólo. Faltó menos del ancho del pelo de un camello para que el drama acabara ahí mismo. Fue la mala suerte… y el miedo lo que hizo que aquel miserable apretara el gatillo. Mala suerte y miedo, Ahmed, no el designio de un terrorista. -Agitó las manos en el aire-. Y ahora se diría que han degollado a la reina Victoria…
– Ya no es la reina Victoria. Ahora es Jorge V.
– Está bien, parecería que han degollado a Jorge V. -Amr dio un gruñido y después añadió en voz baja-: Nada de esto habría pasado si los ingleses no estuvieran aquí.
Pero el Bey pareció no oírlo. En cambio, dijo:
– ¿Y ésta es la tierra que quieres hacer independiente de cualquier tutela?
– De cualquiera, no. De la inglesa. De la tuya, no. ¿O no te consideras capacitado para ejercerla?
El Bey no contestó.
Un tribunal constituido al efecto en Shibin el-Kum, un poblado no muy alejado de Denshawi, presidido por un copto, el antiguo ministro Sami Butros Ghali Pasha, e integrado por un hermano del primer ministro Zaghloul y tres jueces británicos, dictó sentencia dos semanas más tarde. Amr ya había anticipado que «siendo el presidente del tribunal un armenio copto, las cosas no pintan bien para los acusados». Cuatro sentencias de muerte (los dos cabecillas y otros dos infelices alborotadores), dos cadenas perpetuas con trabajos forzados, una condena a quince años de cárcel, seis a siete años, tres a un año y cincuenta latigazos y cinco a cincuenta latigazos. Los cuatro condenados a muerte fueron colgados a la mañana siguiente en el lugar del alboroto en Denshawi, en presencia de un importante destacamento de tropas británicas y numerosos altos cargos civiles. Y, por supuesto, de los habitantes del pueblo.
Los condenados fueron tranquilos y resignados a la horca. Uno a uno subieron los peldaños del patíbulo en silencio. Sólo Hassan Mahfouz denunció a voces la mendacidad de los testigos de cargo del breve proceso.
– ¡Mintieron! -gritó-. ¡Todos mintieron! ¡Me matan por una mentira!
Cuando se calló, dos soldados lo sujetaron por los brazos con firmeza y el verdugo le colocó un paño negro en la cabeza. Los soldados lo empujaron hasta donde colgaba el nudo corredizo que el verdugo le puso entonces alrededor del cuello. Cuando sintió la cuerda apretándole el gaznate, a Mahfouz se le doblaron las rodillas y poco faltó para que se desplomara sobre la tarima del cadalso. Pero ya no dijo nada. Los soldados lo enderezaron y lo dispusieron de nuevo en el lugar de la ejecución; contra su galabía quedó un rastro de orín deslizándosele hacia los pies.
El siniestro ceremonial estuvo revestido de cierta solemnidad teatral. El capitán a cargo de las ejecuciones decidió que los castigos no tendrían sentido si no se hacía con ellos el escarmiento pretendido por las autoridades. Su idea de ejemplaridad consistía en espaciar y variar la ejecución de las penas: dos tandas de cincuenta latigazos seguidas de un ahorcamiento, otros latigazos y otro ahorcamiento y así hasta que murieron los cuatro reos y fueron azotados ocho penados.
Capítulo 31
– ¿Y de qué te ha servido la venganza que nos hemos tomado sobre un poblacho miserable como Denshawi? -preguntó Amr.
El Bey torció el gesto.
– Todos tenemos derecho a nuestras revanchas…
– Todos, no, Ahmed. Sólo los que se lo pueden permitir.
– Bueno, está bien. Sólo los que podemos. Te lo concedo. Hasta te voy a dar la satisfacción de decirte que me avergüenza. Es verdad que la muerte de aquellos cuatro pobres diablos no habrá servido de gran cosa… -quedó pensativo- o, al menos, sólo me habrá servido a mí, sólo a mí, para poder repetirme «pagaron por la muerte de Nicky, les está bien empleado». Lo pensaré por las noches y así me libraré del sentimiento de culpa.
– ¿Culpa?
– Debería haber estado allí, en la cacería, debería haber evitado la muerte de Nicky, debería haber protegido mejor a Ya'kub y a su pobre amigo del horror de aquella escena…
Se calló y se puso a mirar por la ventanilla del tren que los devolvía a El Cairo. Ante sus ojos desfilaban bosquecillos de palmeras, huertos llenos de verdor por entre los que serpenteaban los brazos del gran río. Entre los sembrados, el agua mansa lanzaba destellos de sol y a la sombra de los palmerales podían verse asnos cargados de hierba y camellos en fila india portando sacos llenos de trigo o de maíz o grandes manojos de dátiles.
– Vaya ceremonia siniestra -murmuró el Bey.
– Me preocupa otra cosa, Hassanein Pasha.
El Bey levantó bruscamente la mirada y contempló, serio, a Amr durante unos segundos.
– Lo imagino: la tristeza de mi hijo -contestó por fin-. Es parecida a la mía, Amr, aunque como es muy joven, el poso de dolor se acabará diluyendo pronto en la ilusión de los días. A mí, en cambio, me ha dejado huérfano y herido. He perdido a alguien de mi familia más íntima, alguien sin cuya presencia me manejo manco, tuerto, como quien pierde un brazo o un ojo… Huérfano y herido. Y furioso.
Amr asintió.
– La tristeza de tu hijo, sí. -Guardó silencio un momento-. Hay algo más.
– ¿Algo más?
De nuevo Amr asintió, esta vez con cierta solemnidad.
– Tu hijo… tu hijo está enamorado.
El Bey abrió mucho los ojos y después sonrió.
– ¡Bueno, eso ya lo sé! ¡Vaya novedad! Sorpréndeme con alguna otra cosa que no conozca desde hace un par de años. Cada vez que tiene a Nadia cerca, se diría que está a punto de desmayarse. Y menos mal que Kamal al-Din, que no es el más fino observador del comportamiento humano, no se ha dado cuenta. No quiero ni pensar en su reacción si se enterara. Con lo celoso de su hija que es y lo mucho que valora la palabra dada… Dios mío, la mandaría lejos, qué sé yo, a un harén en Arabia, qué sé yo, pobre muchacha. -Su expresión se suavizó-. Bueno, dicho todo lo cual, me parece que el asunto no es muy grave. La pequeña es preciosa. Es comprensible que Ya'kub se haya enamorado de ella. Pero, claro, son dos críos y un amor de juventud… se acaba pasando y, a los pocos años, se recuerda sólo como un hermoso sueño, ¿no?