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– Diecisiete.

– Bien, diecisiete. Da igual. Es una niña. -De repente miró a Amr con alarma-. ¡No estará embarazada!

– ¡No! ¡Líbrenos Alá…! Que yo sepa -añadió en voz baja.

– Esto no tiene ni pies ni cabeza. ¡Pero si es una princesa! Los príncipes no se casan con plebeyos.

– Tú eres todo menos un plebeyo, Ahmed.

Ya'kub y Hamid se habían abierto paso hasta el andén de la estación de Bab el-Hadid y habían conseguido alcanzar el punto en el que se detenían los compartimentos de primera clase. Despejado del resto de las gentes que acudían a esperar los trenes provenientes de Alejandría y el delta, a las que, como de costumbre, se mantenía alejadas detrás de un cordón policial, los dos muchachos habían sido autorizados a llegar hasta allí gracias a los buenos oficios del mecánico del Bey.

Ya'kub y Hamid se habían hecho amigos íntimos desde hacía casi tres años y si las dificultades de la expedición por el desierto habían contribuido a unirlos aún más, los sucesos de Denshawi los habían hecho inseparables, como hermanos de sangre. El terror pasado sin más sostén que el del uno para el otro, mal guarecidos, vulnerables detrás de la palmera, les hizo comprender por un momento que nadie más los protegía. El instinto de Ya'kub, afanándose en recargar su escopeta para defenderse de la turbamulta, le decía que el arma dispuesta era la única barrera entre ellos y el linchamiento. Y en aquel instante definitivo, como suele ser el caso con los valientes verdaderos, Ya'kub sólo pensó en proteger la vida de Hamid. Tuvo suerte porque al morir, Nicky le rindió un último servicio: se desplomó herido y con eso desaparecieron de golpe la histeria de los campesinos y el peligro con la misma inmediatez con que se aplana la leche cuando se retira del fuego un cazo hirviendo a punto de desbordarse.

Desde entonces, además de amigo íntimo, Ya'kub se sintió protector de su pequeño compañero, como si hubiera adquirido su custodia insoslayable para siempre.

– Oye, Ya'kub, me tienes que llevar a Wasaah esta noche para que yo también… -y hacía un gesto muy expresivo y grosero moviendo el antebrazo derecho con el puño cerrado.

– Eres muy pequeño. ¿Qué podrías hacer con esa cosilla? -señalándole la entrepierna.

– ¿Cosilla? Ya te gustaría a ti. Anda, llévame a Wasaah…

De hecho, una vez habían ido hasta las callejas de Wijh al-Birka, pero, al llegar a su confín, Ya'kub no había sido capaz de reconocer el lugar y lo habían asustado la sombra de la tarde y el bullicio.

– No quiero seguir, Hamid. Ahora me debo a Nadia… No quiero seguir.

– ¡Pero si tú no vas a hacer nada! -contestó el chico, aunque con menos firmeza de la que hubiera sido necesaria para decidir a su amigo. A él también le inspiraban miedo las callejas y sus vericuetos, apenas intuidos desde este extremo de Ezbekiya.

El tren entró en la estación con su parsimonia habitual y, mientras soplaba y echaba vapor hasta por sus entretelas, los pasajeros fueron descolgándose de sus portezuelas y escurriéndose por entre la muchedumbre que ocupaba el andén. Sólo el espacio reservado al vagón de primera clase estaba vacío, con excepción de los dos muchachos y el mecánico y de varios funcionarios vestidos a la europea que esperaban a sus jefes o a sus familiares.

Cuando vio a su padre bajarse del tren, Ya'kub sonrió, como siempre hacía al verlo. Sólo que, en esta ocasión, la expresión del Bey no era risueña ni apacible, sino más bien cerrada, imperturbable, como en los momentos solemnes.

Ya'kub pensó que se debía a la horrible ceremonia de Denshawi de la que volvían y de la que había sido descartada la presencia de los dos chicos. Bajo ningún concepto quería Hassanein Pasha someter a su hijo a tan macabro espectáculo.

– ¿Padre?

– Vamos, hijo.

Miró a Amr, que se había bajado del tren después del Bey, pero no supo leer en su expresión cerrada señal alguna.

Hicieron el trayecto en automóvil hasta el palacio de la Corniche en completo silencio. Ya'kub lanzaba miradas solapadas a su padre y a Amr y, de vez en cuando, fijaba su atención en Hamid, pidiéndole algún apoyo. Pero el Bey miraba por la ventanilla, Amr, al frente con fijeza, y Hamid, acobardado, mantenía la vista en la alfombrilla del auto, obstinadamente, sin levantarla ni un momento para comunicarse con su amigo e infundirle confianza.

Antes de que se cerrara la puerta de su despacho, el Bey dijo:

– Hamid, déjanos solos. -Y cuando el joven se hubo marchado, añadió-: Sentémonos.

Ya'kub miró a Amr y siguió de pie. Tragó saliva.

– Padre.

– ¿Sí?

– Tengo una cosa que decirte.

Amr suspiró y el Bey, alzando las cejas, miró a su hijo, extrañado de que no quisiera sentarse. Sin embargo, no objetó nada, comprendiendo la solemnidad y lo amargo di cuanto venía a continuación.

– Tú dirás, hijo.

– Me parece que debería habértelo dicho hace bastante tiempo… pero nunca me atreví.

– Si es tan serio como se adivina por tu expresión, deberías, en efecto, habérmelo contado hace tiempo. Pero dime…

– Nadia y yo nos queremos casar. -Así, sin tapujos y con mucho miedo.

* * *

Dos días antes, sin anunciar que llegaba el momento principal de su vida, Nadia, refugiada en sus brazos, de pronto había dejado de respirar. Ya'kub, apartada la cabeza para contemplarla con alarma, preguntó:

– ¿Qué pasa?

Y ella, mirándole a los ojos, dijo:

– Quiero casarme contigo. Ahora. ¿Se lo dirás a mi padre?

– ¿A tu padre?

– Bueno, no le vas a pedir permiso a Amr, ¿no? -contestó ella riendo.

– ¿A Amr?

– A veces te mataría -dijo Nadia revolviéndole el pelo.

– Es tu padre el que nos va a matar.

– Pídele a Amr que nos ayude.

– Amr no puede hacer nada, Nadia.

– Pues pídeselo a tu padre…

– ¿Al Bey?

– No. A Tutankamón.

– Nadia y tú os queréis casar -dijo el Bey tras un larguísimo silencio.

– Sí, padre.

Amr estaba completamente inmóvil; hubiera deseado ser una estatua, para que nada tan grande como él pudiera interferir en el momento.

– Me planteas un problema grave. No, grave no. Imposible.

– ¿Imposible, padre? No sabría qué otra cosa hacer. No sabría a quién acudir.

– Hace dos años te dije que nunca te tomaras en serio tus oportunidades con Nadia, que no había mucho futuro en una relación con ella, ¿no?

– Sí.

– ¿Y entonces?

Ya'kub sacudió la cabeza con terquedad.

– Entonces, comprendo que es difícil -insistió-. Pero no puedo desistir. Amr me dijo una vez -lo señaló con la barbilla- que estos romances entre niños nunca iban más allá de una tontería, tontería, dijo, de unas cuantas semanas. -Bajó la cabeza y se sonrojó-. Por eso hasta me llevó a Wasaah, ya sabes… y casi consiguió que me olvidara de Nadia. -Él sabía que no había sido así y que, en realidad, en su alma adolescente se habían mezclado desde aquel instante el sexo de Fat'ma y el amor de Nadia (o lo que fuera esta abrasadora combinación de vientre, lágrimas y locura). Amr lo miró sin cambiar de expresión y pensó que el muchacho se defendía mejor de lo que esperaba-. Pero no puedo olvidarla. Ella tampoco puede… Esto es para toda la vida. Para toda la vida, padre. No te puedes oponer, aunque te parezca que la culpa es de Amr. La culpa es mía -añadió con desesperación-. Sólo mía.

– Da igual, hijo. -El Bey hizo un último esfuerzo de dulzura. Después, sacudió la cabeza-. Es irrelevante de quién sea la culpa, Ya'kub. Puede que el hecho de que Nadia y tú acabarais enamorándoos era inevitable desde el mismo momento en que permití que os siguierais viendo. Esa es mi verdadera culpa, lo que debí impedir a toda costa: dejar que cayerais uno en brazos del otro. Porque el resto de esta triste historia pertenece al peor sino de los amantes desafortunados.