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– ¿Qué quieres decir?

El Bey suspiró.

– Lo que quiero decir es que Nadia y tú no os podéis casar. Nadia está prometida desde hace diez años con un jeque sudanés.

Amr, el verdadero culpable, bajó la cabeza. Ya'kub dio un grito de horror. El Bey se levantó de su asiento y quiso ponerle una mano sobre el hombro, pero el muchacho se apartó de un salto como si quemara.

– ¿Cómo? -acertó a preguntar. Le pareció que se ahogaba.

– Hace diez años, cuando Nadia acababa de cumplir siete, su padre, el príncipe Kamal, le prometió en matrimonio a un jeque del Sudán -repitió el Bey, hilvanando despacio las palabras para que su hijo acabara de percibir su verdadero sentido-. Ni que decir tiene que el prometido tiene ahora unos cuarenta años. -El Bey levantó una mano-: Los esponsales, que se celebraron entonces, obedecían a la política dinástica entre Egipto y Sudán, a la necesidad de mantener los lazos entre los dos países…

– ¿Qué, qué, qué? -gritó el chico.

El padre hizo un gesto de resignación con las manos.

– Se trataba de anudar relaciones entre familias reales…

– Pero ¿tú estabas de acuerdo? -gritó Ya'kub, con aún mayor estridencia.

– No, claro que no -replicó el Bey, irritado-. ¿Cómo voy a estar de acuerdo con una cosa así? No me encontraba delante ni intervine para nada en el asunto.

– ¿Y no estás dispuesto a impedirlo?

– ¿Dispuesto a impedirlo? -sorprendido de que Ya'kub le plantara cara con tanta fiereza-. ¿Cómo quieres que lo haga? ¿Eh? Dime. No es mi hija, no mando en ella. ¿Cómo quieres que lo impida?

– Diciéndole a Kamal que es un salvaje y que estas cosas ya no se hacen en el siglo XX.

El Bey dejó que se le escapara una carcajada amarga.

– ¿Que es un salvaje? No entiende el término, querido. Es más, Kamal piensa que lo verdaderamente civilizado fue impedir que el jeque se llevara a Nadia en aquel instante. Le dijo que no se la entregaría hasta pasados al menos diez años. Y, por lo que sé, ha llegado el momento. El jeque tenía que ser paciente -añadió con pesada ironía-, debía calmar su vehemencia.

– Esto es El Cairo, amigos míos -interrumpió Amr-. La ciudad más moderna de la tierra, el cuerno de la abundancia, llena de esclavos y generales, reyes y muertos de hambre, putas y princesas. Aquí pasa de todo y combinamos todas las costumbres y todas las esclavitudes. Es la ciudad de la ópera, de los hoteles de lujo, de los libreros y los restaurantes, de los parques y de los pasteleros suizos, de los arquitectos italianos y los grandes almacenes judíos, de los night-clubs y de los hipódromos. Aquí cabe todo. Todo es refinado -torció el gesto-, y es la única ciudad del mundo en la que los padres pueden entregar a sus hijas de siete años al primer sátiro que aparezca sin que nadie pueda oponerse, la única ciudad que, después, mira indiferente cómo esas mismas mujeres se divorcian cuantas veces quieren. Halleluya. -Miró a los otros dos y preguntó-: ¿Qué pasa, que no puedo decir una palabra en hebreo?

– Precisamente tú, Amr, deberías guardar silencio. Has sido el culpable directo de este embrollo. Cállate, por favor -le ordenó-, deja las bromas para mejor ocasión y cierra la boca. -Se volvió hacia su hijo-. Hay otras maneras de hacer las cosas, Ya'kub. Sé que la idea de no casarte con Nadia en este momento te duele más que nada de lo que te pueda pasar, pero intenta buscarle una alternativa…

– ¿Una alternativa? ¿Qué alternativa?

El Bey comprendió demasiado tarde que se embarcaba en el camino equivocado, pero las palabras le habían salido de la boca antes siquiera de reflexionar sobre lo que iba a decir:

– Bueno, tal vez podrías continuar con el arreglo que tenéis ahora.

– ¿Arreglo? ¿Es ése tu consejo? ¿Que comparta a Nadia con otro para el resto de nuestras vidas?

– No -dijo entonces Amr-, no es eso. Es…

– ¿Qué es? -Esas dos palabras contenían una lección de moralidad tan directa que ambos guardaron silencio, como si de pronto les hubieran puesto una mordaza. En condiciones normales las habrían desdeñado, atribuyéndolas a la manifestación ingenua de un simple idealismo juvenil. Pero ahora, no. El dolor, la indignación del muchacho no dejaban lugar para paños calientes.

Nadia acababa de darse un baño perfumado con agua de rosas y, cuando el aya oronda se puso a secarla con unas mullidas toallas del más puro algodón egipcio, se sintió como una novia recién casada. Le pareció que, empujada por la plenitud de su cuerpo, por el calor de su propio sexo, la brisa la haría volar hacia la ventana de su habitación y, desde allí, su felicidad la empujaría a flotar sobre el Nilo, por encima de las palmeras y las Jacarandas.

De pronto, exclamó «¡oh, aya!», y se puso a dar saltos completamente desnuda por la alfombra.

– Querría a mi Jamie aquí conmigo, aya… ¡Estaríamos un año sin salir de esta habitación!

– Vístete, Nadia, vamos, que va a venir tu madre y…

– Sólo te dejaríamos entrar a ti para que nos trajeras la comida.

De pronto, agarró al aya por las manos y la forzó a dar unas cuantas piruetas mientras la pobre mujer se esforzaba en moverse lo más despacio posible para no ahogarse. Miraba a Nadia con severidad fingida y decía:

– Vamos, vamos.

Cuando la niña se hubo calmado, le preguntó:

– ¿No deberías contarle todo esto a tu madre? ¡Estás prometida con el jeque Mahmud Barudi, ese que manda tanto en Jartum! Pronto será tu matrimonio. Y no con el rumy, desde luego. No conoces a tu prometido, que tiene fama de estricto, y ya le estás siendo infiel, muchacha. ¿Qué piensas hacer?

Nadia rio con alegría cantarina. Se encogió de hombros.

– ¡Qué más da! Me casaré con mi Jamie ahora o después, me es igual. Y mientras tanto… cada vez que venga a El Cairo tendré mi luna de miel. ¡Una luna de miel al año!

– Pobre chico. ¿Y tú? ¿Cómo vas a decirle al jeque que no eres virgen?

Nadia se detuvo, sorprendida. Luego se encogió de hombros.

– ¿Cómo? Pues… Iré al médico de mamá y él lo arreglará.

– Tú, que eres mi padre, al que respeto, no estás dispuesto, sin embargo, a luchar por mi felicidad…

– La felicidad es un término relativo, hijo.

– No, padre. Es lo único que cuenta para mí en este momento.

– Lo entiendo; comprendo que no consideres otra cosa. Por desgracia, sin embargo, esto no funciona así: en este mundo tan complejo hay situaciones que están por encima de la satisfacción personal. Nobleza obliga, y me temo que obliga siempre.

– Está bien. Admitiré que no te importe mi felicidad en este momento. -El Bey hizo un gesto de dolor, como si su hijo lo hubiera abofeteado-. Pero ¿y el buen nombre de Nadia? ¿No debes defenderlo, tú que te pasas el día hablando de la dignidad de la corte? -añadió con sarcasmo.

– ¡No seas impertinente! O esta conversación se acaba aquí mismo.

– No. Perdona, perdona. Es que estoy defendiendo mi vida -dijo Ya'kub con un énfasis que se antojaba algo trágico-, y me parece que a las únicas personas que deberían hacerme caso no les importa nada.

– Sí que nos importa -interrumpió Amr-. Lo que ocurre es que no es fácil encontrarle una salida a todo este embrollo.

– ¡Pues búscasela, Amr! No te costó mucho trabajo meterme en el embrollo, como tú lo llamas. Pues sácame de él. -El chico volvió la vista hacia su padre-: Tienes que ayudarme – imploró.

El Bey se había puesto muy pálido.

– No puedo hacerlo, hijo. Al menos, no puedo hacerlo como tú quieres.

Ya'kub, pálido, descompuestas las facciones, de un salto llegó a la puerta. El Bey preguntó:

– ¿Adónde vas?

– Tengo que ver a Nadia. Tengo que esconderla y luego prepararnos para huir.

Su padre lo detuvo con un gesto de la mano.