– No llegaríais ni a la esquina de la plaza. La guardia de Kamal acabaría contigo y apresarían a Nadia. Es más, si conozco a Kamal, la tiene ya encerrada en su habitación y custodiada por dos de sus eunucos. Es inútil. No la volverás a ver. Mañana se la llevarán Dios sabe adónde.
– ¡Pero esto no es posible! ¡La tengo que ver! ¡Tengo que decirle…!
– No puedes decirle nada, hijo mío. No podrás llegar hasta ella para decírselo. Así son las cosas. Y contra ésta no podemos hacer nada, Ya'kub. Ni aunque fuéramos a reclamar a Nadia con un destacamento militar. -Sintió el desamparo, la indefensión de su hijo y suavizó el tono-. No puedes imaginar cuánto me duele que te pase esto a ti, precisamente a ti, que eres mi gran esperanza, el continuador de todo lo que soy. Y, en lugar de llenarme de orgullo, ahora debo avergonzarme de ser un hombre de este tiempo y de tener que aceptar lo que hace esta sociedad con nosotros. Te pido perdón por ello. -Se acercó a él y le rodeó los hombros con su brazo, pero Ya'kub se zafó con rabia.
– ¡Déjame, padre! No puedo… ¿No comprendes que Nadia es mi única razón… que no quiero otra cosa en mi vida? Debo irme.
– No. No irás a ningún sitio. Esto se acaba aquí. Lo siento, pero esto se acaba aquí, ahora, para siempre.
– Pero ¿cómo podéis…? -preguntó el muchacho con más rabia que desconsuelo. Se le habían saltado las lágrimas, gruesos goterones que se le iban deslizando por las mejillas.
– No es que podamos o no, Ya'kub… -dijo Amr-, es que sólo nos cabe resignarnos a la ley del más fuerte y esperar a que llegue nuestra oportunidad.
– ¿Nuestra oportunidad, Amr? ¿Cuál? ¿En este país de salvajes?
– No es cuestión de oportunidades, hijo mío -interrumpió el Bey secamente-. No digas tonterías, Amr. Es cuestión de Egipto, Ya'kub. ¿Soy yo un salvaje?
– No hay salvajes aquí -insistió Amr con amargura. Miraba al Bey con precaución-. Hay que entender esta civilización de miles de años, de mil aluviones, hecha de trozos del mundo entero. No es una civilización salvaje, querido, es una civilización podrida. Que es muy distinto. Lamentablemente, Ya'kub, no se trata de educar la mano que hoy te tritura para que deje de hacer salvajadas, sino de cortarla de raíz y sustituirla por otra.
Ya'kub se enfrentó a su padre como si no hubiera oído a Amr:
– ¿Y esta es la sociedad que quieres arreglar? Quieres que el padre de Nadia aprenda los modales europeos para que luego podamos independizarnos de los tiranos que nos colonizan, convertidos en modelos de amabilidad y respeto al prójimo. ¡Pero si ya ha aprendido los modales ingleses! Sólo que no se le han olvidado las bestialidades de los beduinos. Y como tiene el poder necesario para ello, puede bailar el vals en los salones de Londres y mandar asesinar a uno que lo incomoda en El Cairo o vender a su hija al mejor postor. ¡Pues vaya una sociedad civilizada!
El Bey guardó silencio durante unos instantes. Bajó la cabeza y suspiró.
– Estoy de acuerdo contigo, pero es la que tenemos -contestó. Intentaba descontextualizar la discusión para quitarle el drama directamente personal que le estaba oponiendo a su hijo-. Y es sobre la que estamos obligados a trabajar. No hablo del pueblo: el pueblo da igual. Es esta élite la que debe cambiar. ¡Nosotros debemos forzarla a cambiar! Pero, sin ayuda, no iremos a ningún sitio. Si no nos apoyamos en los ingleses para hacer el trabajo que tenemos por delante, los Kamal de este mundo podrán con nosotros…
– Pues yo digo, padre, ¡acabemos con los Kamal de este mundo y echemos a los ingleses de aquí al mismo tiempo!
Entonces Egipto será Egipto y volveremos a dominar el mundo como hicieron los faraones. Y nadie osará venir desde Europa a violentar nuestras tumbas y a robarnos sus tesoros.
– Eh, eh, eh -interrumpió Amr levantando una mano-. Tú quieres dar un golpe de Estado como el 18 Brumario, montar una guillotina en la plaza de Solimán Pasha y empezar a ajusticiar a gente…
Ya'kub titubeó.
– No quiero matar a nadie… Bueno, sólo a Kamal para llevarme a Nadia lejos de aquí… -murmuró.
– Entiendo tu desesperación, hijo…
– ¡No, padre! -gritó entonces Ya'kub-. No la entiendes. No la puedes entender, porque tú -lo señaló con un dedo-, tú eres egipcio y yo soy inglés.
– Voy a perdonarte el descaro con que me hablas, porque lo haces desde un gran dolor -dijo el Bey con dureza-, pero tú no eres inglés. Tú eres mi hijo, eres el hijo de Ahmed Hassanein Pasha…
– Pues ya no quiero ser Ya'kub, soy Jamie…
– ¡Qué tendrá que ver un nombre con el hecho de a dónde pertenece una persona! -exclamó Amr-. ¿Quieres ser Jamie? Pues sé Jamie. Pero seguirás llevando el apellido Hassanein. -Rio-. Seguirás siendo el rumy. Un árabe rubio.
Ya'kub se encogió de hombros.
– No quiero ser ya egipcio -dijo con obstinación-. Quiero ser inglés y es lo que seré. ¿No me mandas a estudiar a Oxford igual que fuiste tú? Pues iré, Hassanein Bey -añadió escupiéndole el nombre a su padre-, y no volveré.
Se calló, sobrecogido por el peso de sus palabras. Bajó la mirada. Y no pudo ver el dolor en los ojos de su padre.
Amr lo sujetó por un brazo y le dijo:
– ¿Así es como pretendes luchar por el amor de tu vida? ¿Huyendo con el rabo entre las piernas? -Suavizó su tono de voz y, como si estuviera hablando con un chiquillo, añadió-: Vete a tu habitación, Jamie, anda.
Capítulo 32
El 19 de noviembre de 1924, el capitán general sir Lee Stack, general en jefe del ejército egipcio y gobernador del Sudán, fue asesinado en pleno centro de El Cairo a la una de la tarde. Un grupo de seis terroristas egipcios, al menos dos de los cuales pertenecían al partido nacionalista del primer ministro Zaghloul y otros dos eran trabajadores ferroviarios, mezclados con la muchedumbre del mediodía, empezaron a disparar contra el automóvil de Stack, detenido en el embotellamiento habitual de aquella hora. El conductor del coche tuvo la serenidad de arrancar y, manejando con gran habilidad, llegar hasta el palacio del Alto Comisionado británico. Demasiado tarde. El general murió poco después y los terroristas escaparon a bordo de un taxi.
La conmoción en El Cairo fue total. El gobierno de Londres exigió reparaciones e impuso nuevamente un control estricto sobre los asuntos egipcios. El primer ministro Zaghloul tuvo que dimitir. Nunca volvió a la vida pública. Murió tres años más tarde y su cortejo funerario fue una poderosa manifestación de duelo en la que participaron decenas de miles de cairotas, el pueblo llano.
El 22 de noviembre de 1924 las exequias solemnes de sir Lee Stack fueron un gran acontecimiento, por supuesto, pero mucho menos popular: se celebraron en presencia de todas las autoridades británicas y egipcias conocidas y desconocidas, incluida una delegación del palacio real liderada por el propio Ahmed Hassanein Pasha. (Aunque las autoridades decidieron ignorarlo, durante el entierro, el hijo de Hassanein Pasha fue visto participando en una arriesgada manifestación de protesta por calles adyacentes contra la presencia inglesa).
Fue la última vez que se vio al Bey en público hasta muchos años después.
El sol empezaba a bajar sobre las dunas lejanas. Inmóvil, sentado sobre la arena fresca, Ahmed Hassanein Pasha cruzó el pañuelo sobre su cara y dejó que el borde le cayera sobre el hombro izquierdo.
Al pie de la duna sobre la que se encontraba el Bey, Abdullahi había montado una pequeña tienda de campaña. A pocos metros, había encendido un fuego y colocado unas mantas sobre las que dormiría él. Un poco más allá, una decena de beduinos, respetando el humor melancólico del Bey, se habían apartado para acampar con los camellos y el caballo y las provisiones necesarias para el largo viaje. Los viajeros se encontraban ya a medio camino entre El Cairo y el oasis de Bahariya, primera etapa del largo trecho hacia el oasis de Farafra y el desierto del oeste.