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Cuando Alá lo permitiera, alcanzarían las escarpas de Gilf el-Kebir y aposentarían su campamento, extenderían las alfombras de oración y prepararían los peroles para el té.

Muchos meses después, Kamal al-Din viajaría hasta allí a buscar al Bey para llevarlo en sus aparatosos Citroën Kégresse más al sur, al fondo perdido del Gran Mar de Arena. Juntos descubrirían nuevas civilizaciones en las que la sencillez de los modos de vida, la largueza de quienes nada tienen harían que por fin pudieran repensar la propia.

Hablarían del futuro, de los hijos, de los herederos de este extraño país que es Egipto, el más viejo de todos y, al mismo tiempo, el más desvalido. Este país de faraones y prostitutas, de millonarios y parias, de suciedad y oro, de tullidos y guerreros, que, sabiendo ser presa de la glotonería de los codiciosos del mundo entero, era incapaz de gobernarse a sí mismo. Como siempre ocurre, tanto a los millonarios como a las putas les gustaba demasiado el dinero; no había lugar en su corazón para la generosidad. Y el Bey y Kamal llegarían a la conclusión de que para construir Msr se necesitarían los trabajos denodados de otra generación, de otros ideales, de otra entrega: la de los hijos de este dolor insufrible.

Ahmed Hassanein Pasha tardaría tiempo aún en serenar su espíritu. Todavía le quedaban muchas jornadas de sufrimiento y angustia, de penitencia. Puso sus manos sobre las rodillas, inclinó la cabeza y rezó: en el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso.

Pero le pesaba tanto el alma que enseguida se distrajo recordando a su hijo y temiendo el duro sendero que le tenía marcado el destino hasta que pudiera alcanzar la madurez y la serenidad. ¡Pobre Ya'kub! Tan joven y ya la vida lo había castigado con exigencias de hombría. Sufrió por él y pensó en Nadia, pobre niña, dolorida y sola. Se dijo que, sin ninguna duda, algún día le llegarían los pedazos de los dos corazones rotos y que entonces los ampararía, colmándolos hasta que les rebosara la felicidad.

Levantó la cabeza para escudriñar el horizonte. En la luz del atardecer, allá a lo lejos, la línea malva del desierto dibujaba un trazo tembloroso en los límites del color índigo del cielo. Faltaban diez días aún para que un leve hilo de plata revelara la nueva luna. Y luego, la primera estrella de la noche. Allá a lo lejos, las dunas, nítidas en el aire puro del desierto, entraban en penumbra mientras el sol poniente alumbraba los últimos picachos de roca blanca. Las grandes olas de arena ondulaban con suavidad, dividiéndose en dos entre la luz y la sombra. Dibujadas como a compás, marcaban el camino que quedaba por recorrer y luego el camino que quedaba por recorrer y luego el final detrás del final.

Abdullahi tenía la cabeza alzada hacia él, alhamdulillah, esperando. Sabía que durante las noches interminables tomarían té y hablarían de sus recuerdos. Sonreirían con las historias de los jóvenes beduinos mientras sonaba el clac-clac de las cuentas de los rosarios de los viejos camelleros y los músicos interpretaban canciones del desierto al ritmo de sus chirimías y sus tamboriles. Habrían visto leones salvajes, vírgenes beduinas a las que habrían honrado, bandidos que pretendían desvalijarlos y gentes de las tribus solitarias que les regalaban su hospitalidad y su comida.

Sería una senda feliz para recuperar la paz.

Anduve los caminos sin saber

que estaban hechos de arena

y sed.

Contemplé las palmeras y, viéndolas

cargadas de fruto, quise que

me dijeran

dónde buscaron el agua que

las protegiera del sol. Y las

palmeras

me dijeron

busca, caminante, y al final

del horizonte, detrás de la última

duna,

encontrarás la fuente que apagará

tu sed.

Nota del autor

La idea de escribir esta novela me fue dada por Farid Kioumji, un egiptólogo de El Cairo cuya curiosidad intelectual me puso en la recta senda. Farid tiene la manía (y la profesión) de bucear en manuscritos, documentos, fotografías de la historia del mundo islámico y posee una asombrosa colección de menudencias y libros que en ocasiones vende en las mayores casas de subastas de Londres. Me distingue además con una gran y generosa amistad. La mayor parte del tiempo somos vecinos en la isla de Mallorca.

Un día me habló de Ahmed Hassanein Bey, un gran personaje de la corte cairota que llegó a ser preceptor del rey Faruk y jefe de su Casa y hasta se casó con la reina madre viuda, Nazli. El divorcio de su primera mujer fue un gran escándalo en Egipto; más tarde se hicieron famosas las escenas de celos de la reina Nazli cuando el Bey (entonces ya Pasha) desaparecía para ir a casa de una famosa bailarina del vientre. En 1946, después de haber salvado cuatro años antes el trono de Faruk en un célebre enfrentamiento con el embajador británico que exigía la abdicación del Rey por su postura pro Eje, Hassanein murió en el puente de Qasr al-Nil atropellado por un camión militar inglés. Su mausoleo, edificado en el gran cementerio septentrional, fue diseñado por su cuñado, el famoso arquitecto egipcio Hassan Fathy. Y, por ser fiel a la historia, es cierto que el Bey intentó crear una línea aérea Londres-El Cairo: con tal propósito, en 1930, llevó sucesivamente dos aviones De Havilland hacia Egipto. Tras despegar de Londres rumbo al Mediterráneo, estrelló el primero en Pisa y el segundo en Nápoles, al aterrizar para repostar. El Gobierno italiano le ofreció un tercer avión, pero también éste se accidentó, muriendo sus dos ocupantes.

A mi modo de ver, sin embargo, el mérito principal de Hassanein fue descubrir unos oasis perdidos en el fondo del desierto Líbico en los que encontró unas cuevas con pinturas y grabaciones rupestres (luego popularizadas en la novela El paciente inglés, de Michael Ondaatje). Hassanein describió sus experiencias en el desierto en un libro, The Lost Oases, publicado a mediados de los años veinte. Su hallazgo ocurrió en el segundo viaje que realizó al desierto. El primero, un año antes, casi le costó la vida, entre otras cosas porque su acompañante en aquella expedición, Rosita Forbes, tomó mal las mediciones y erró el camino hacia el pozo de agua Zieghen.

He intentado construir la personalidad de Hassanein Bey, reinventarla, más bien, acercándome lo más posible a lo que él fue y representó en realidad. Muchas de sus experiencias del desierto en mi relato están recogidas de las páginas de su libro, que he procurado combinar con mis propias vivencias en el Gran Mar de Arena y en Siwa y otros oasis. Algunas descripciones de los preparativos de una expedición por el desierto, varios encuentros fortuitos, la estancia en Kufra y, por supuesto, el descubrimiento de los oasis perdidos se basan en los recuerdos plasmados en su obra. Igualmente, he recogido verbatim fragmentos de reflexiones suyas, señalados en notas a pie de página.

Ni que decir tiene que Hassanein Bey nunca estuvo casado con una inglesa ni tuvo un hijo con ella. Tampoco el príncipe Kamal al-Din tuvo una hija llamada Nadia. De hecho, el Bey se casó en primeras nupcias con una sobrina del príncipe Kamal, hija de su hermana, la princesa Shuvikiar, entonces casada con el embajador egipcio en Washington, a cuyas órdenes estuvo Hassanein en la capital estadounidense. Shuvikiar, la mujer más rica de Egipto, se divorció del embajador, lo que fue un escándalo social de primera magnitud, para volverse a casar dos o tres veces más. Hassanein se divorció con aún mayor estrépito de su primera esposa para casarse con la reina Nazli.