En fin, en aquellos tiempos era poco común que las mujeres bebieran solas. Resultaba de muy mal tono, pero ella parecía indiferente a cualquier habladuría fruto de la beatería victoriana.
Se hacía llamar princesa Hassanein pese a estar divorciada, una princesa llegada de tierras lejanas y misteriosas, envuelta en un aura que se le antojaba exótica. A pesar de ello, a Jamie siempre le hablaba mal de su padre, el Bey, con una mezcla de despecho y temor y también de obsesión. Puede que dictara su resentimiento haber sido abandonada tantos años atrás o un absurdo provincianismo inglés que tal vez se debiera a una manifestación mal digerida del complejo imperial de superioridad británico, una cosa u otra, pero ella aseguraba que el Bey pretendía raptar a su hijo y llevarlo a las colonias para nunca más dejarlo volver y eso aterraba a Jamie. A su madre seguramente también y, asustándole, parecía garantizarse la lealtad del muchacho frente a la competencia de un mundo, el de su padre, que incluso ella, por más que nunca hubiera estado en Egipto, debía de encontrar infinitamente más atractivo y excitante que el de la suave campiña inglesa.
Había en cuanto decía un poso grande de rencor, pero, Jamie, muy niño aún, no era capaz de comprenderlo y se tomaba las cosas que decía sin buscar explicaciones de más alcance. Por supuesto que todo aquello le aterraba, ¿cómo no iba a ser así? Por eso intentaba protegerse buscando refugio en sus brazos tan suaves y cariñosos. Arrebujado contra ella, las angustias se disolvían y las pesadillas volaban.
Una vez, cuando ya tenía doce o trece años, haciendo acopio de valor, le dijo que no le parecía bien que se proclamara princesa si no era ya la mujer de su padre. Al principio, ella se lo tomó a mal, pero luego se rio:
– ¡Algo bueno tendría que sacar de este asunto con aquel faraón de piel oscura! -exclamó-. De todos modos, a él no le afecta y no se entera…
La madre de Jamie tenía un amigo galante, un ex militar de mediana edad y apariencia exageradamente marcial llamado mayor Desmond, Nicky Desmond, de voz rimbombante y modales grandilocuentes. Siempre vestido de tweed, el Mayor llevaba coderas de cuero viejo cosidas en las mangas de la chaqueta y la corbata de su regimiento cuidadosamente anudada al cuello. Los visitaba con bastante frecuencia y, en las temporadas hípicas, llegaba al cottage en torno al mediodía, haciendo sonar alegremente la bocina de su Austin descapotable de antes de la Gran Guerra. Y a los pocos minutos su madre y el Mayor salían rumbo a Ascot o a algunos hipódromos menores de la redonda. Encima del maletero llevaban una gran cesta de picnic, llena de sandwiches de pollo, berros, tomate y pepino, un par de botellas de vino blanco e, indefectiblemente, una de champagne y un pequeño recipiente de cristal lleno de fresas y nata.
Como la madre de Jamie vivía en Woodstock, a veinte kilómetros de Oxford, pero fuera del pueblo, no temía las habladurías. Tras muchos años de residir allí, su discreción, unida a su pose de gran dama, la mantenían, creía ella, a salvo de las murmuraciones locales.
Pese a su solemnidad, Nicky era bien simpático. Desde la más temprana edad de Jamie había ejercido de padrino con él. Exceptuando dos años en los que estuvo «guerreando por ahí», el chico siempre lo recordaba cerca de él, convertido en una especie de protector-instructor. A veces lo llevaba a cazar faisanes, haciendo que le acompañara en su puesto y que disparara una de cada tres o cuatro batidas. Llegó a tirar bastante bien por más que muchos días volviera a casa muy dolorido y con un gran hematoma en el hombro y otro en la mejilla. En las esperas, entre un ojeo y otro, el Mayor le contaba sus cacerías de tigres en Bengala y de rebeldes en el Khyber Pass, en la frontera con Afganistán. Su forma de relatar aquellas historias, parsimoniosa y quitándose importancia, tenía fascinado a Jamie.
Un día, cuando paseaban por el campo a buen recaudo de los oídos de su madre, Nicky dijo:
– Debes hacerte fuerte, Jamie, convertirte en un gran cazador, en un tipo sin miedo y amante de las aventuras, porque algún día, pronto, tendrás que conocer a tu padre…
– Mi madre dice que nunca permitirá que me vaya con él -interrumpió Jamie.
Nicky dio un bufido.
– Tendrás que conocer a tu padre, Hassanein Bey, y hacerte respetar.
– Mi madre…
– Pamplinas.
– ¿Lo conoces tú?
– Desde luego, y te puedo asegurar que es un hombre recto e implacable, un verdadero príncipe del desierto.
– Pues mi madre dice que es un bandido, un salvaje y que no hay que fiarse de él. Y que, además, me quiere raptar para venderme como esclavo.
El Mayor hizo una mueca de indiferencia.
– Tu madre dirá lo que quiera, pero me parece que debes irte preparando.
– ¿Preparando?
– Sí, Jamie. Un día, y bastante antes de lo que piensas, vendrá tu padre a buscarte y te irás con él a El Cairo.
Se sobresaltó.
– ¡Pero yo no quiero ir con él a ningún sitio! ¡Y mi madre no lo permitirá! -gritó con las lágrimas resbalándole de golpe por las mejillas.
El Mayor le puso una mano en el hombro y lo sacudió con suavidad.
– Jamie, Jamie, no creas todo lo que te dice tu madre. Mira, de hombre a hombre, puesto que estas cosas no las podemos decir delante de una mujer, aunque sea tu bellísima madre, ella está dolida porque se siente abandonada, abandonada desde hace quince años, traicionada, si quieres, y eso le hace sentirse llena de rencor hacia Hassanein Bey, pero la realidad es que ninguno podemos impedir tu marcha a Egipto… Pero no te preocupes, las cosas no están tan mal como crees.
– Si me voy, tendré que ser egipcio -insistió-, y yo soy inglés… No quiero dejar de ser inglés. Sólo quiero ser inglés.
Pues había llegado el momento.
Aquella tarde de principios de verano, mientras Jamie leía a Poe en el jardín, apareció su padre sin anunciarse. El niño se incorporó de un salto, impelido por la sorpresa, el miedo repentino y su gélida mirada. Se le había desbocado el corazón y le pareció que se iba a ahogar.
Miró hacia donde se encontraba su madre. Había palidecido y, sin llegar a levantarse, estaba rígida, separada del respaldo de su silla, como si quemara. Respiraba profundamente. En sus ojos había una expresión de terror; a Jamie lo anonadó ver tanto miedo concentrado en una mirada.
El Bey hizo una leve inclinación de cabeza en dirección a ella. «Rose», murmuró y, como si ella hubiera dejado de existir, se volvió hacia su hijo y le miró a los ojos. Jamie bajó la mirada. Su padre estuvo un rato en silencio y luego dijo:
– Este muchacho ha crecido bien. -Podría haberlo dicho de un caballo o de una oveja-. ¿Cómo estás, hijo mío?
Jamie miró a su madre de reojo y no contestó. Se le había secado la boca y no era capaz de articular palabra.
Capítulo 3
La escena para la subasta de la cerilla había sido cuidadosamente preparada en el comedor de la casa Hassanein.
La gran mesa de caoba, desnudada de todo ornamento, de cualquier objeto que hubiera encima de ella, sin figuras de vermeil ni soperas de plata ni manteles, dominaba la sala.
La única iluminación provenía del gran candelabro colgado justo encima del centro de la mesa. Una luz mortecina que emanaba de una docena de pequeñas bombillas asmáticas a las que no les llegaba suficiente voltaje. En El Cairo de los años veinte la electricidad no era lo que es ahora, desde luego, sino, cuando menos, un suministro de naturaleza incierta e irregular.
En medio de la mesa se había colocado la palmatoria y, a su lado, un plato de vermeil sobre el que podía verse un pequeño montón de cerillas, veinte o treinta, algo más largas de lo habitual, y un rascador de plata.