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A un lado de la mesa se habían dispuesto dos sillas juntas frente a la palmatoria. En el otro, una más, y, algo apartada, otra. Detrás de este segundo grupo de asientos, había otros diez o doce, ordenados como si se tratara de las dos primeras filas de una platea frente a un ring de boxeo.

– Tú te sentarás a mi lado -había dicho el Bey, señalando las dos sillas solas.

Ya'kub tragó saliva.

– ¿No sería mejor quedarme detrás de ti? -preguntó en voz baja.

– No. -Después, señalando el otro lado de la mesa, añadió-: Allí se sentará solo el tío Ali y, detrás, todos los primos, tíos y gorrones que forman nuestra familia. -No sonrió.

– ¿Y en esa otra silla? -preguntó Ya'kub, indicando la que quedaba algo separada.

– ¡Ah! Ahí se sienta el notario, que da fe de que se han seguido las reglas de la subasta…

– ¿Las reglas?

– Imagínate que alguno de los primos gordos se dedica a soplar la llama a destiempo. Alguien tiene que decirle que está haciendo trampa… Y, además, es el notario el que enciende las cerillas.

– ¿Y no podría estar aquí Amr?

– No es de la familia.

La familia Hassanein en pleno, hombres solos, naturalmente, llegó puntual a las nueve de la noche.

El Bey y el tío Ali se habían vestido de esmoquin para la ocasión. Los demás, Ya'kub contó once, a la mitad de los cuales no había visto en su vida, venían enfundados en trajes negros o azul oscuro.

En la pared a la derecha del vestíbulo de entrada había una gran cuadrícula de caoba, y a cada uno de sus cuadrados, como si fueran celdillas en un panal de abejas, le correspondía una clavija en forma de gancho para que los hombres pudieran colgar sus tarboush al entrar.

Los miembros de la familia de gorrones fueron conducidos al gran salón en el orden en que habían ido llegando. Cuando estuvieron todos, se colocaron en un gran semicírculo silencioso sin que nadie se lo sugiriera.

El último en aparecer fue el notario, un personaje enormemente gordo, vestido a la europea con un brillante traje de seda gris. La circunferencia de su barriga era tal que en el interior de su cinturón abrochado habrían cabido con facilidad los cuatro nubios que se afanaban en ofrecer café a los recién llegados e, incluso, el viejo Mahmud con ellos. Su papada era triple, más voluminosa incluso que la del mismísimo tío Ali, y unas gafas pequeñas y redondas de concha hacían más ridícula la desproporción física de aquel elefante. Ya'kub imaginó lo que habría sido empujarlo y dejarle rodar por la escalinata hasta el río, como si fuera una monstruosa pelota. Pensando en cómo iría rebotando y girando por los aires, le dio un sobresalto de risa que sólo pudo contener intimidado por la mirada de su padre. El Bey parecía no perder ni un detalle de lo que su hijo pudiera querer hacer.

El tío Ali apuró su café y dejó la taza sobre una de las mesas. Después, frotándose las manos, dijo:

– Bueno, sobrino Ahmed…

– Tío Ali… -contestó el Bey con amabilidad. Luego extendió una mano para señalar la puerta que daba acceso al comedor de gala. Ambos miraron al notario y, al unísono, dijeron-: Afifi Bey…

En ese mismo instante las puertas del comedor se abrieron. Dos de los criados nubios, vestidos de impecable blanco, sujetaban su doble hoja. El notario, seguido del dueño de la casa y del tío Ali, abrió la comitiva y se dirigió con pequeños pasos hacia la mesa.

Todos se sentaron en silencio.

– Las reglas son claras -dijo el notario Afifi Bey-. Una vez que haya prendido la primera cerilla, Ali Hassanein Bey empezará pujando por el paquete de acciones que posee Ahmed Hassanein Bey. -Inclinó la cabeza hacia el dueño de la casa-. Sólo el consumo de la cerilla… o la voluntad de Alá apagarán la llama. Si al final las dos apuestas se igualan, la subasta quedará empatada y tocará a Ahmed Hassanein Bey pujar por las acciones de Ali Hassanein Bey. -Miró a uno y a otro-. ¿Preparados? -No hubo gesto alguno.

Afifi Bey se incorporó con esfuerzo, cogió una cerilla, la encendió y con rapidez la encajó en la palmatoria. Se dejó caer sobre su asiento y, probablemente a causa del desplazamiento del aire removido por él, la llama casi se apagó. Tembló durante unos instantes y por fin se enderezó.

Hacía un calor horroroso. Ya'kub sintió un reguero de sudor deslizándosele por el cuero cabelludo.

– Cincuenta -dijo el tío Ali.

– No -contestó el Bey secamente y luego añadió-: No perdamos el tiempo en chiquilladas, tío Ali. Sabes tan bien como yo que ofrecer cincuenta mil ginaih por mi paquete de acciones en la Nile Egyptian Cotton es más que un simple juego, es una ofensa… Seamos serios. -Ali Hassanein Bey sonrió y levantó una mano para pedir disculpas, aunque no pareció que se arrepintiera demasiado. Al lado de Ya'kub, su padre permanecía absolutamente inmóvil, pero, de aquel instante, el muchacho recordaría siempre que el aire alrededor del Bey vibraba como si una cuerda de violín se hubiera tensado al límite y estuviera a punto de deshilacharse y, de un latigazo, romperse en dos mitades.

A Ya'kub le latía el corazón a toda velocidad.

Al cabo de unos instantes, la primera cerilla se apagó y en el aire quedó suspendida una fina voluta negra retorciéndose hacia el techo en una larga espiral de humo. El notario volvió a incorporarse para encender un nuevo fósforo.

– Un millón y medio -dijo el Bey inmediatamente.

– No -contestó el tío Ali abriendo las manos, como si quisiera devolverle el reproche. Miró la cerilla y esperó. Cuando estaba a punto de apagarse, dijo-: Cien mil. -Y sonrió.

– No -contestó el Bey apenas un suspiro antes de que se apagara la llama.

Alguien carraspeó.

El tío Ali sacó del bolsillo lateral de su chaqueta un inmaculado pañuelo de seda blanca y se frotó la cara para quitarse el sudor. Después también se lo pasó por los ojos y suspiró.

– No te dejes engañar por el tío Ali -había dicho el Bey a su hijo-. Puede sudar, puede aparentar nerviosismo o tensión excesiva. Incluso puede dar la sensación de que está a punto de sufrir un ataque al corazón. Todo, os teatro.

Una vez más, Afifi Bey encendió la llama. Enseguida, el Bey dijo:

– Un millón cuatrocientas cincuenta mil.

El tío Ali no esperó.

– No… Ciento diez mil.

– No… Un millón cuatrocientas veinticinco.

– No… Ciento cincuenta.

– No. Un millón cuatrocientas.

– No… Doscientos.

El Bey sacudió la cabeza e hizo un gesto displicente con la mano.

– No… un millón.

Sin inmutarse, acababa de renunciar a cuatrocientas mil ginaih. El equivalente a cuatrocientas mil libras esterlinas convertibles en oro.

– No.

Y la vela se apagó.

El Bey había dicho:

– Habrá un momento en que dispararemos pujas a toda velocidad. No te sorprendas: los dos estaremos aparentando que tenemos ganas de terminar, pero no. Estaremos intentando hacer que el contrario se confíe y relaje la atención… Y una cosa, Ya'kub: es esencial que no alteres el gesto, la expresión. O el cuerpo. No debes mostrar sorpresa, nervios, preocupación o alegría. Aunque no dé impresión de nada, el tío Ali te estará vigilando como un halcón. Sabe que no obtendrá ninguna información útil escudriñándome a mí. Por eso se fijará en ti, por si tu expresión revela que ocurre algo imprevisto en nuestro bando y eso le permite cambiar bruscamente de táctica.

Ya'kub tragó saliva.

– ¿No será mejor que yo no esté en la subasta, padre? De esta manera, sí que no se me notaría nada. ¿Padre?

El Bey alargó la mano y le desordenó el pelo.

– No, Ya'kub… Tienes que estar a mi lado porque eres mi hijo. Y mi hijo no tiene miedo de nada… -sonrió-, y además, si Ali no nota reacción alguna en ti, se preocupara. No te cree capaz de permanecer impasible. Al fin y al cabo, eres un inglés, ¿no?