– Sí -asintió Anna, sacudiendo sus rizos morenos. Luego miró a Meg con expresión suplicante-. Papá te quiere, mami. ¿Podemos ir a ver nuestra casa mañana? Los perros me están esperando.
Meg miró maravillada a su hija. Qué sencillo resultaba todo para ella. Qué pura era su fe. Anna no conocía el verdadero significado del miedo ni de la traición. Esas emociones no formaban parte de su experiencia, ¿cómo iba a comprenderlas? Su querido príncipe, su papá, se había materializado, y su mundo infantil estaba colmado.
– Vivo en Hannibal -declaró él, con toda naturalidad-, en el estado de Missouri -añadió-. La ciudad es famosa porque allí nació Mark Twain.
– Y ahora me dirás que Mark Twain vive todavía y que recibe a sus amigos en su casa de Hill Street… -replicó Meg.
Él volvió a abrazar a Anna.
– Es interesante que menciones Hill Street, porque yo vivo un poco más arriba, en la colina, en el mismo lado de la calle.
Parecía que aquel cuento de hadas no se acabaría nunca. Un agente del KGB en el país de Huckleberry Finn.
Meg dejó escapar una risa sarcástica y cruzó los brazos para no darle una bofetada.
– Anna, es hora de acostarse.
– Tiene razón -agregó Kon-. Dame un beso de buenas noches, Anochka.
Meg se dio la vuelta para no ver su despliegue de ternura y se fue a la habitación de Anna. No podía creerlo. Apenas ocho horas antes, su hija ni siquiera sabía el nombre de su padre, ni mucho menos podía imaginar que lo vería en carne y hueso.
Se quedó de pie junto a la cama hasta que Anna se metió bajo las mantas. La mirada de la niña le llegó al alma.
– Dios nos ha mandado a papá. ¿No eres feliz, mami? Por favor, sé feliz.
Meg se inclinó sobre la cama y escondió su cara entre los rizos de Anna.
– Oh, cariño… -comenzó a sollozar despacio-, si fuera todo tan fácil…
Las caricias de Anna la hicieron sentirse aún más débil.
– Es fácil -dijo una voz masculina desde la puerta-. Y todos vamos a ser felices.
Capítulo 4
Kon deslizó la mano entre el pelo de Meg y la acarició. Ella se quedó paralizada de asombro. Dejó de llorar y soltó a Anna. Le sorprendió tanto la caricia que se levantó y huyó asustada de la habitación.
Kon la siguió despacio.
– Estás cansada, Meggie. Vete a la cama. Yo dormiré en el sofá. Si Anna se despierta durante la noche, me ocuparé de ella.
Meg se dio la vuelta, dispuesta a liberar sus emociones. Pero su deseo de sacarlo todo a la luz disminuyó cuando vio a Kon frente a ella. A su lado, descalza como estaba, se sentía pequeña, débil y emocionalmente desbordada. Él parecía más alto, más sombrío y mucho más inquietante que nunca.
– ¿Por qué, Kon? -exclamó, luchando contra la atracción insidiosa que todavía sentía por él-. ¿Por qué has venido? Y no me digas que porque estás enamorado de mí. Tú y yo sabemos que eso es mentira. ¡Me utilizaste! -lo acusó-. Yo… yo admito que tomé la iniciativa. Te lo puse muy fácil. Pagaré mi ingenuidad el resto de mi vida. Pero, ¿por qué te inventas historias que pueden destrozar a una niña? Si realmente has desertado, entonces la única razón que puedo imaginar para todo esto es que esperas conseguir la custodia compartida, tener a Anna seis meses al año. Pero yo no podría soportarlo. ¿Me oyes?
La pregunta quedó en el aire. Kon no respondió de inmediato. Se sentó en el sofá y se pasó las manos por el pelo, en un gesto que ella le había visto hacer muchas veces en el pasado. El recordarlo la hizo fijarse en su cuerpo ágil y atlético, que una vez había conocido íntimamente.
Meg sacudió la cabeza, furiosa por entretenerse con esos pensamientos elementales cuando, en realidad, él era su enemigo.
Apenas se dio cuenta de que Kon había sacado una pequeña grabadora del bolsillo de la chaqueta. La puso en la mesa redonda de mármol, uno de los pocos objetos que Meg conservó tras la muerte de su padre y uno de los pocos muebles buenos que poseía. El salario de maestro de su padre solo alcanzaba para cubrir las necesidades básicas. Sin las becas escolares, Meg nunca habría podido viajar al extranjero.
De pronto, un sollozo histérico llenó el cuarto de estar. Meg se sobresaltó al reconocer su propia voz. Buscó a Kon con la mirada, pero él tenía la cabeza agachada sobre la grabadora y estaba escuchando. De inmediato, Meg se sintió transportada a aquella húmeda celda moscovita. Se vio a sí misma, golpeando el suelo de piedra con los puños, desesperada. La agonía de aquel momento terrible la asaltó de nuevo y su intensidad la desbordó. No pudo detener el llanto que empezó a derramarse por sus mejillas.
«Oh, papá. Te has ido… Mi padre se ha ido… ¡Tengo que volver a casa contigo! ¡Tienen que dejarme salir de aquí! ¡Déjenme salir, monstruos…! ¡Papá…!».
Enfrentarse a sus propios gritos, a su propio dolor, le resultaba insoportable. Sin pensarlo, se lanzó sobre Kon, pero él paró la cinta.
– ¿Por qué tienes esa cinta? -ella lo agarró del brazo y lo sacudió, obligándolo a mirarla-. ¿Qué intentas hacer conmigo? ¿Cómo puedes ser tan cruel? -estalló.
Él la atrajo hacia sí, haciéndola sentarse sobre sus rodillas. Tomó la cara de Meg entre sus manos y le impidió que se levantara sujetándole las piernas entre las suyas. Con los pulgares, le limpió las pestañas húmedas.
– Cuando le dije a aquel guardia que me pusiera la cinta y escuché tus sollozos, aquello liberó en mí un recuerdo enterrado, tan profundamente en mi psique, que no supe que estaba ahí hasta ese instante.
Meg sintió el cálido aliento de Kon, pero estaba demasiado trastornada para darse cuenta de lo peligroso que era tenerlo tan cerca otra vez.
– ¿Qué recuerdo?
Kon se puso rígido.
– El recuerdo de una mañana helada en Siberia, en la que dos hombres llegaron a mi escuela y me dijeron que tenía que ir con ellos, que mi madre me necesitaba en casa. Yo tenía ocho años. Lo recuerdo muy bien porque mi padre, que era un artesano, me había fabricado un trineo para mi cumpleaños. Yo quería mucho a mi padre y estaba orgulloso de aquel trineo. Me lo llevé al colegio para jugar con él por el camino y enseñárselo a mis amigos. Cuando les dije a aquellos hombres que tenía que ir a buscar el trineo, ya que la maestra me había dicho que lo dejara en la parte de atrás de la escuela, me contestaron que no había tiempo, que lo recogería al día siguiente. Yo me enfadé, pero me preocupaba más que le hubiera ocurrido algo malo a mi madre. Me metieron en un trineo tirado por caballos y partimos en dirección opuesta a la de mi casa. Cuando les dije que íbamos por un camino equivocado, uno de aquellos hombres me dio una bofetada y me mandó callar. Me dijo que el Estado sería mi familia a partir de entonces. Que no volviera a hablar de mi familia o matarían a mi hermana y a mis padres -Meg soltó un grito involuntario, pero Kon no se dio cuenta. Siguió hablando con el mismo tono de voz, bajo y monótono-: Pero que, si era bueno, les dirían que había salido a patinar con mi trineo sobre el lago helado y me había caído al agua sin que nadie pudiera hacer nada para salvarme.
Ella sacudió la cabeza, incrédula.
– Te lo estás inventando. Tienes que estar inventándotelo -murmuró, incapaz de concebir algo tan espantoso. Sin embargo, cuando se atrevió a mirarlo a los ojos, vio en ellos una desolación inexpresable, una pena que hizo que le diera un vuelco el corazón.
– Eso me decía yo mientras me llevaban cada vez más lejos de mi familia. Se hizo de noche y debieron de meterme en un establo, porque recuerdo que me arrojaron sobre un montón de paja y me dijeron que, si gritaba, me matarían, pero que, si me comportaba como un hombre, demostraría que era digno del gran honor que se me hacía: el honor de servir al Estado.
– ¡Oh, Kon! -ella se derrumbó, sobrepasada por la enormidad de lo que acababa de oír. Por un instante, la hostilidad que había entre ellos desapareció. Meg se convirtió en su hermana, en su madre, en su amante. Solo deseó reconfortar a aquel niño al que ya nadie podía consolar. Espontáneamente, apoyó la cabeza sobre el hombro de Kon y le murmuró palabras cariñosas e incoherentes, igual que hacía cuando Anna necesitaba consuelo.