– Había oído que esas cosas sucedían -musitó-, pero nunca quise creerlo.
– Yo lo había olvidado por completo -dijo él, apartando los mechones de pelo rubio de la cara de Meg y acunándola en sus brazos-, hasta que tú fuiste detenida. Entonces tu tristeza se convirtió en mi tristeza y no pude distinguir entre ellas, no pude establecer la diferencia. Estaba en mi mano mantenerte en la cárcel tanto como quisiera. Habías quebrantado la ley y merecías el castigo. Eso era lo que yo creía. Era parte de las tácticas brutales del KGB -dio un hondo suspiro-. Pero cuando oí que llamabas a tu padre, algo dentro de mí se liberó. Y tuve que dejarte marchar -dejó de mecerla y sus ojos la buscaron, ansiosos-. Ningún niño debería sufrir la angustia que yo pase aquella noche en el establo, sabiendo que nunca más volvería a ver a mi familia. Que mi madre nunca volvería a contarme un cuento. Que ya no tendría el trineo que me había hecho mi padre… Que ni siquiera se me permitiría tener el más leve recuerdo de mi hogar.
Meg comprendió que le estaba diciendo la verdad. Dejó escapar un gemido. Kon había querido consolarla aquella noche, en la prisión. Pero no podía hacer nada más que poner secretamente el libro en su maleta. Durante su segundo viaje, Meg le había preguntado por ello y él se mostró evasivo. Solo fue un regalo, dijo. En ese instante Meg lo comprendió todo.
– Por eso pusiste el libro en mi equipaje: porque sabías lo triste que me sentía, lo sola que estaba -dijo.
– Sí. Quería que te llevaras algo hermoso, un buen recuerdo de mi país. Y de mí…
Meg bajó la cabeza.
– Cuando el agente de aduanas abrió mi maleta en Nueva York, lo vi sobre mi ropa. No podía creerlo. Sabía que tenías que haberlo puesto tú, pero no entendía el porqué y no podía imaginarme cómo sabías que quería precisamente ese libro.
– Todo el personal de tu hotel era del KGB, Meggie. Por eso se os alojaba allí a los estudiantes y profesores estadounidenses. A tu guía le resultaba fácil vigilar las actividades de tu grupo e informarme. Tenía mucho cuidado de anotar las cosas que os interesaban en las tiendas, especialmente si eran libros. Era parte del trabajo de un agente detectar qué visitantes podían simpatizar con el comunismo soviético.
Meg se estremeció al pensar que, desde su llegada a Moscú hasta el momento en que Kon la llevó al avión, sus amigos y ella habían sido observados como insectos en un microscopio.
– Debió sentirse decepcionado cuando me fijé en el libro de El cascanueces, en lugar de en la propaganda. El libro me gustaba mucho, pero no podía pagarlo.
– Sí, eso lo sorprendió. Normalmente, los estudiantes estadounidenses echaban mano de todo lo que encontraban, podían derrochar el dinero de sus padres. Pero tú eras diferente.
Ella dio un profundo suspiro y volvió a llorar.
– ¿Por qué era diferente?
– Eras una chica alegre, independiente y malcriada, como todos los demás, pero también muy valiente frente a los guardias. Muy libre de espíritu. A pesar de tu juventud, en ningún momento te acobardaste. En parte, yo estaba intrigado por esa rara cualidad tuya.
Ella alzó la mirada y sus ojos se encontraron durante un minuto. Pero, enseguida, Meg se agitó intranquila en sus brazos. Estaba asombrada por la confesión de Kon, pero también más preocupada y confusa que nunca. Sin duda, él había padecido una pesadilla de niño. Pero el KGB había sido su familia desde los ocho años.
Había algo de verdad en lo que le había contado. Pero, ¿qué parte era mentira? ¿Y qué estaba haciendo ella sentada en sus rodillas, con el cuerpo pegado al de él, con su boca separada de la de Kon solo por unos milímetros?
Se sintió alarmada al pensar que su perspectiva había quedado nublada por la compasión y se levantó.
Necesitaba separarse de él, sustraerse de la atracción sexual que todavía ejercía sobre ella.
Estaba loca si bajaba la guardia tan fácilmente. Y todo porque él le había provocado sentimientos que estaban en directa contradicción con sus temores.
– Tu nueva familia hizo un magnífico trabajo de adiestramiento -dijo con frialdad, intentando poner distancia entre los dos-. Abordarnos, a Anna y a mí en el teatro, de la forma en que lo hiciste es un ejemplo perfecto de los métodos del KGB. Para ti es tan natural como respirar, ¿no es verdad, Kon? Pero si intentas apartarme de Anna, te llevaré a los tribunales. La niña solo me ha tenido a mí desde que nació. Sería cruel apararnos. ¡No lo permitiré!
– Ya te he dicho que esa no es mi intención. Quiero que vivamos los tres juntos -esbozó una sonrisa complaciente-. En cualquier caso, es muy tarde para ultimátums, ¿no, Meggie? Le he prometido a Anna que estaré aquí cuando despierte mañana. Seguramente, después de pasar cuatro meses conmigo, sabes que nunca rompo una promesa.
– Rompiste una -replicó ella con frialdad-. Me prometiste que no me quedaría embarazada. Y yo fui tan estúpida que te creí.
Él entornó los ojos.
– Los dos sabemos que tuve cuidado. Todas las veces. Pero parece que subestimamos la determinación de nacer de nuestra hija.
– No, Kon. Yo subestimé lo que serías capaz de hacer para que pareciera un accidente.
Kon le lanzó una mirada terrible.
– Dejemos una cosa clara. La segunda vez que fuiste a Rusia, no quería dejarte embarazada. Si ese hubiera sido mi plan, te habría llevado a la cama el mismo día que pisaste suelo ruso.
No necesitó añadir que ella habría aceptado. Meg se sonrojó, humillada.
– Para tu información -continuó él-, yo entonces tenía muchas responsabilidades, entre las que tú eras solo una más; y bastante insignificante, por cierto. Debía haberte asignado un agente de nivel inferior. De hecho, era un trabajo tan rutinario que uno de mis compañeros me preguntó por qué me ocupaba de algo tan trivial como vigilar a una maestra estadounidense sin importancia. No insultaré tu inteligencia negando que algunos de los agentes se acostaban con las mujeres a las que tenían que vigilar para obtener información. Una de las razones por las que me encargué de tu vigilancia, fue para protegerte de algo así.
– ¿Por qué lo hiciste?
Kon se reclinó en los cojines.
– Porque había en ti una inocencia refrescante cuando te marchaste de Rusia la primera vez. Una especie de honestidad. Seis años después, cuando vi tu nombre en una lista de profesores extranjeros que iban a pasar una temporada, quise saber si todavía conservabas esa cualidad -hizo una breve pausa-. El único cambio que vi fue que aquella muchacha se había convertido en una hermosa mujer. Y, más que nunca, quise asegurarme de que ningún hombre se aprovechara de ti mientras estuvieras en mi país.
– No te creo, Kon.
Él inclinó la cabeza y la observó un momento.
– ¿Te obligué a hacer algo alguna vez, Meggie? ¿Has olvidado que fuiste tú quien me rechazó?
De alguna forma, él se las arreglaba para que sus discusiones siempre acabaran haciéndola parecer culpable. Hasta que conoció a Kon, Meg nunca se había enamorado. No había tenido novios formales, ni experiencias físicas importantes que la prepararan para el tumulto de emociones y deseos sexuales que había sentido por el padre de Anna.
Meg era hija única. Su madre tenía más de cuarenta años cuando ella nació y su padre más de cincuenta. Los dos estaban encantados por tener por fin una hija. Era devotos cristianos que vivían modestamente. La protegieron, la animaron para que fuera una buena estudiante, insistiendo en que aprovechara todas las oportunidades académicas que se le presentaran.
Sus padres eran pacifistas que creían firmemente en el entendimiento como clave de la paz mundial. Conforme a sus creencias, la matricularon en un programa especial de ruso que siguió desde el colegio hasta la universidad. Ninguno de los dos vivió lo suficiente para saber que, su bienintencionada idea, había llevado a Meg por el camino de una pasión prohibida hasta la situación de vida o muerte que afrontaba en ese instante, en su propio apartamento.