– ¡No podía renunciar a mi nacionalidad y dejar atrás toda mi vida!
– Desde luego, no por mí -murmuró él para sí, pero ella lo oyó y se sintió furiosa otra vez por la capacidad de Kon para hacer que se sintiera culpable-. Así que tomé todo lo que estabas dispuesta a darme: todos los días y las noches que pudimos conseguir. Soy un hombre, Meggie. Sabes lo que pasó entre nosotros.
– Querrás decir que creía saber lo que pasó entre nosotros -dijo ella con acritud-. Evidentemente, todo era mentira. Tú te las arreglaste para manipularme y… seducirme. Y lo lograste.
Él la miró de arriba abajo. Extrañamente, a Meg le recordó el modo en que la miró cuando fue detenida en el aeropuerto.
– Tienes razón. Hice todo lo posible por conseguirse. Pero ya te lo he dicho… mi éxito no fue completo -Meg, que no estaba preparada para una confesión a sangre fría, sintió como si él le hubiera dado una bofetada-. Antes de la caída del comunismo, parte de mi trabajo era seguir la pista a visitantes extranjeros, en su mayoría turistas. La información de tu tío era correcta. Si alguno de ellos hacía una segunda visita, se lo vigilaba como a un posible simpatizante o un posible subversivo. Se le asignaba un agente especial para observar su comportamiento. Si el mismo visitante iba una tercera vez, era detenido de inmediato -la miró fijamente- Era obvio que tu mala experiencia en aquella prisión no te impidió volver, y eso me confirmó lo que pensaba de ti: que tenías una voluntad indomable. Intrigado, me aseguré de que me asignaran tu vigilancia.
Meg echó hacia atrás la cabeza.
– Y yo fui tan ingenua que creí que nuestro encuentro había sido pura coincidencia -dijo, furiosa-. No podía creerme la suerte que había tenido. Pensaba que sería imposible encontrarte para agradecerte que me hubieras dejado volver a casa para el funeral y que me hubieras dado el libro. Y, en lugar de eso, allí estabas, ¡en el aeropuerto de Moscú! -trató de mantener la voz firme-. Y, lo que era todavía más sorprendente, asignado a mi vigilancia. Cuando estaba metida entre todos aquellos agentes que me hacían preguntas sin fin, de nuevo me sacaste de allí y me llevaste a San Petersburgo. Me sentí como una princesa rescatada por un caballero de brillante armadura. Te puse en un pedestal. ¡Imagínate, poner en un pedestal a un agente del KGB…! -exclamó.
Él dio un hondo suspiro.
– ¿Puede esperar todo esto hasta mañana? Estoy cansado. Buenas noches, Meggie.
Antes de que ella pudiera decir nada, Kon se quitó los zapatos y se tumbó en el sofá, dándole la espalda. Meg se puso rabiosa.
– ¿Qué crees que estás haciendo?
– ¡Chist! Vas a despertar a Anna. Creí que estaba claro: voy a dormir.
Horrorizada, ella gritó:
– ¡No puedes dormir aquí!
Él se dio media vuelta y la miró por encima del sombro, con el pelo revuelto.
– Si me estás invitando a dormir en tu cama, no me negaré.
Meg se negó a responder a aquella insinuación.
– Voy a llamar a mi abogado, Kon.
– Es un poco tarde, ¿no? Pero inténtalo -dijo, aburrido. Luego se volvió y ahuecó los cojines un par de veces, buscando una postura más cómoda.
Meg se fue a la cocina.
El teléfono había desaparecido. Kon debía de haberlo escondido mientras ella acostaba a Anna.
– Relájate. Estás perfectamente segura conmigo. Si por la mañana todavía quieres llamar a tu abogado, adelante. Eso solo hará que te encuentres con el senador Strickland más pronto que tarde. Que descanses, Meggie.
Ella dejó escapar un sonido que era mitad sollozo mitad gruñido. Se quedó mirando con impotencia la espalda de Kon. Pasados unos segundos, notó que cambiaba el ritmo de su respiración. ¡Se había dormido!
¿Qué podía hacer ella? ¿Secuestrar a su hija y llevársela de su propio apartamento?
Se le escapó una risa amarga. Además, Anna no soportaría verse privada de Kon. ¿Y adonde podría llevarla Meg sin que él la siguiera?
Se sintió física y emocionalmente agotada y recordó un comentario de una de sus amigas divorciadas del trabajo. Cheryl le había hablado de lo duro que era tratar con un ex marido que todavía actuaba como si fuera parte de la familia. Le había descrito su sensación de opresión y claustrofobia y, a veces, también de miedo.
Por vez primera, Meg entendió lo que Cheryl quería decir. Pero sabía que, si le hablaba de su pasada relación con Konstantino o de lo que les había ocurrido a Anna y a ella en el ballet, Cheryl no la creería. La propia Meg apenas podía creerlo.
Y, sin embargo, uno de sus mayores miedos se había hecho realidad. Kon le había arrebatado el corazón de Anna. Respecto al otro miedo de Meg, que él quisiera vivir con Anna parte del año, solo el tiempo revelaría sus verdaderas intenciones.
En vez de aliviarla, la historia que Kon le había contado sobre su reclutamiento forzoso en el KGB, no había hecho más que aumentar su ansiedad. Él había sido brutalmente arrancado de su familia. Más tarde, se había enterado de la existencia de Anna. ¿Y qué podía ser más natural que reclamar a su propia hija para llenar ese vacío?
Lo sucedido en el ballet era una prueba irrefutable de que, de allí en adelante, dondequiera que Kon fuera, hiciera lo que hiciera, se aseguraría de llevar consigo a su querida hija. Y no permitiría que nadie se interpusiera en su camino, y menos Meg.
Kon era un experto en la intriga y la manipulación. ¿Cuál era el punto de contacto entre el abogado de Meg, el senador Strickland y la CIA? Ninguno de ellos podía ofrecerle a Meg la seguridad que necesitaba.
Estaba ante una situación, sin precedentes, que tendría que afrontar sola. Primero, Kon intentaría darle una falsa sensación de seguridad y, entonces, golpearía. Tal vez tendrían que resolverlo fuera de los tribunales. Por el momento quizá lo mejor fuera seguirle el juego hasta ver con claridad la forma de enfrentarse a él. Sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Apagó las luces del árbol de Navidad y perdió de vista a Kon. Pero, de alguna forma, la oscuridad pareció magnificar su presencia.
La ironía de la situación no le pasaba inadvertida. En un tiempo, Meg lo habría dado todo por tener a Kon tumbado en su sofá. Después de saber que estaba embarazada, su fantasía preferida era verlo entrar por la puerta y arrojarse en sus brazos.
«Entonces yo estaba trastornada», se reprendió a sí misma, deseando con toda su alma haber escuchado las advertencias de su tía.
Después de perder a sus padres, Meg había ido a vivir con su tía Margaret, que estaba inválida por la artritis y sufría del corazón. Margaret se horrorizó cuando Meg se atrevió por fin a contarle que había sido detenida y encarcelada en Moscú.
Su tía era la viuda de Lloyd, el hermano del padre de Meg, quien había hecho una notable carrera en la inteligencia naval y había muerto cuando Meg tenía poco más de veinte años. El tío Lloyd se había opuesto de manera tajante a los estudios de ruso de Meg y a su viaje a Rusia. Margaret también compartía aquella opinión.
Los hermanos tenían ideas contrarias sobre la amenaza que Rusia significaba para el mundo. El padre de Meg no solo era pacifista, sino también un humanista que creía que el idioma era la base de la comunicación entre los pueblos. Decía que llegaría un día en que las dos naciones coexistirían en paz. Los Estados Unidos necesitarían maestros y embajadores que comprendieran y hablaran ruso, gente como Meg. El tío Lloyd, por su parte, decía que las ideas de su hermano eran puras quimeras y utilizaba todos los datos que tenía a su disposición para apoyar sus puntos de vista. Cuando Meg le contó lo ocurrido a su tía, ésta repitió aquellos datos y le dijo que, si su marido viviera aún, habría convertido el encarcelamiento de su sobrina en un incidente diplomático.