– Le diré a papá que ya te has levantado.
Cuando Anna se marchó, Meg se miró en el espejo, que le devolvió su cara pálida y ojerosa. Se recogió el pelo hacia atrás con una goma y decidió no maquillarse ni perfumarse. Aquella alegre jovencita, que haría todo lo posible por estar guapa para Kon, había muerto.
– ¡Mami! ¡Teléfono!
Meg ni siquiera había oído el timbre. Kon debía haber colocado otra vez el aparato en su sitio por la mañana temprano.
– ¡Voy!
En cuanto vio a Kon de pie junto a la pared, con el teléfono en una mano y una taza de café en la otra, se le aceleró el corazón. Evitó su mirada inquietante y agarró el auricular, dándole la espalda. Debería ser pecado que un hombre fuera tan atractivo.
– ¿Diga? -contestó, tratando de parecer serena.
– ¿Hablo con la señora Meg Roberts?
Meg parpadeó al oír una voz femenina muy formal.
– Sí.
– Por favor, no se retire. El senador Strickland quiere hablarle.
Ella tuvo que apoyarse contra la jamba de la puerta.
– ¿Señora Roberts? Soy el senador Strickland.
Meg reconoció enseguida la voz ronca y pausada del anciano.
– Hola, senador.
– La llamo para ofrecerle todo mi apoyo y decirle lo mucho que me alegro de que usted y ese magnífico joven se hayan reunido por fin. Yo diría que un hombre que se expone a tantos riesgos y penalidades debe de estar realmente enamorado. ¿Se da usted cuenta de que ese joven era uno de los principales agentes soviéticos? Y ha tenido que pasar seis años de semi aislamiento, esperando el momento de reunirse con usted y su hija… Entiendo que la situación le resulte difícil, señora Roberts, pero el señor Rudenko merece una oportunidad y, ¡maldita sea!, espero que usted se la dé -Meg comprendió que los agentes de la CIA le habían contado su encuentro de la noche anterior al senador y que este no estaba muy contento-. Para mi mujer y para mí será un honor invitarlos a cenar muy pronto. Haré que mi secretaria lo arregle con usted después de las fiestas. Ustedes necesitan estar algún tiempo solos para retomar su relación y hacer planes. Los envidio -rió amablemente el senador.
Meg sintió que iba a desmayarse.
– Gra… gracias, senador -balbució.
– Si hay algo que pueda hacer por usted, llame a mi secretaria y ella me lo hará saber. Estoy seguro de que éstas van a ser unas navidades muy felices para ustedes.
Colgó. En cuanto Meg dejó el teléfono, este sonó je nuevo. Kon le lanzó una mirada inquisitiva cuando ella volvió a descolgar. Aclarándose la garganta, contestó:
– ¿Diga?
– ¡Hola!
Meg cerró los ojos.
– Hola, Ted.
– ¡Eh! ¿Qué te pasa? Estás rara.
Meg se acarició la nuca con la mano que tenía libre y se metió en el cuarto de estar, tanto como le permitía el cable del teléfono, para escapar a miradas y oídos indiscretos.
– Creo que algo me ha sentado mal.
Aunque Kon no hubiera puesto su vida del revés, se habría inventado cualquier excusa para no salir con Ted. No le importaba comer con él de vez en cuando, pero eso era todo. Ted no le interesaba. En realidad, ningún hombre le interesaba.
– Lo siento. Iba a preguntarte si Anna y tú queréis venir a patinar conmigo al parque esta tarde. Luego, podríamos cenar en algún sitio.
Trataba de ganársela incluyendo a Anna en el plan.
– Quizás en otra ocasión, cuando me encuentre mejor -mintió ella.
– De acuerdo -contestó él, contrariado-. Entonces, nos vemos en la oficina.
– Sí. Allí estaré mañana. Creo que lo único que necesito es un poco de descanso. Gracias por llamar.
Consciente de que parecía nerviosa, se despidió y colgó el teléfono.
– Ted Jenkins, vendedor del año en Strong Motors -dijo Kon, azuzándola-. Treinta años. Divorciado. Frustrado porque no tiene una relación contigo, ni nunca la tendrá. ¿Por qué no te tomas el desayuno mientras yo ayudo a Anna a ponerse la ropa de nieve? Después nos iremos.
– ¿Cómo es que lo conoces?
– Como cualquier hombre enamorado, quise saber si tenía algún rival serio. Walter Bowman fue a Strong Motors con el pretexto de comprar un coche deportivo. Ted Jenkins acabó llevándolo a probar el coche y, al final del paseo, Walter sabía lo suficiente para darme la información que necesitaba.
En circunstancias normales, Meg se habría sentido halagada. Pero nada en su relación era normal.
Sin embargo, en parte aquello le gustó. Y eso significaba que estaba volviendo a ocurrir… Olvidándose de la tostada fría que había sobre la mesa de la cocina, se fue a la habitación. Tenía que apartarse de la mirada escrutadora de Kon. Temía que él descubriera el poder que todavía ejercía sobre ella. Lo más sensato sería fingir que le seguía el juego, por el bien de Anna.
La niña estaba empeñada en ir a ver dónde vivía su padre. Una vez que hubiera satisfecho su curiosidad, Meg le diría a Kon que tendría que hablar con su abogado si quería seguir viendo a Anna después de aquel día. Cualquier visita posterior tendría que ser en presencia de Meg.
No importaba que, de alguna forma, él se hubiera ganado la confianza del senador Strickland. Kon no estaba por encima de la ley.
Meg sintió tanta rabia que rompió un cordón de su zapato. Gruñó de frustración. Tendría que ponerse mocasines, en lugar de deportivas.
– Aquí tienes tu abrigo, mami. Papá está fuera, calentando el coche.
– Oh, qué considerado de su parte -murmuró con sarcasmo. Se indignó al pensar que había tomado las llaves del coche sin pedirle permiso.
– Papá dice que necesitas descansar. Así que conducirá él. Dice que trabajas demasiado y que ahora él cuidará de ti.
Meg no podía permitir que aquello continuara por más tiempo. Se abrochó el abrigo y se agachó para hablar con su hija, que llevaba abrazada a su muñeca.
– Cariño -acarició los rizos morenos que le caían sobre la frente-, sé que estás muy contenta por haber conocido a tu papá, pero eso no significa que vayamos a vivir todos juntos.
– Sí -afirmó Anna con total seguridad-. Le he dicho a papá que quiero una hermanita como la de Melanie. Y, ¿sabes qué? -abrió mucho los ojos-, me ha dicho que me dará una hermanita en cuanto os caséis la semana que viene. Quiere una familia muy grande.
Meg gimió y abrazó a su hija.
– Anna, no me voy a casar con tu padre.
– Sí -dijo la niña en tono confidencial-. Papá me lo sa dicho. Me ha prometido que se va a quedar para siempre con nosotras. No tengas miedo, mamá.
Meg la abrazó más fuerte.
– Algunas veces los mayores no pueden cumplir sus promesas, Anna.
– Papá sí, porque es mi padre y me quiere -replicó la niña, casi llorando-. Date prisa, mami. Nos está esperando.
Anna se desasió del abrazo y salió corriendo, antes de que Meg pudiera impedírselo. Asustada, Meg agarró su bolso, cerró la puerta y corrió tras ella.
Por fortuna, las mañanas de domingo eran muy tranquilas en los alrededores de la urbanización, sobre todo en invierno. Meg se libraría de responder a preguntas incómodas como «¿por qué estás tan pálida, Meg?», «¿quién era ese hombre tan atractivo que estaba anoche en tu apartamento?» o «¿por qué está sentado en tu coche con Anna?».
Al verla, Kon salió del coche y la miró con los ojos entornados. Meg se alegró de no haberse molestado en arreglarse. Parecía que él estaba comparando a la cansada y angustiada madre con la apasionada y vivaz jovencita que había sido.
– Si prefieres conducir, yo me sentaré detrás -dijo él.
Parecía tan sensato que a Meg le flaqueó el ánimo.
– ¿Es que vas a dejarme decidir ahora, para variar? -Meg dio la vuelta al coche y se montó detrás.
Él le lanzó una mirada penetrante y se sentó al volante. Pocos segundos después, se pusieron en marcha.
Kon puso la radio. Estaban emitiendo villancicos y Anna se puso a cantar, para deleite de Kon. Meg podía ver su cara por el retrovisor. No pudo evitar emocionarse al ver la expresión de amor con la que, de vez en cuando, Kon miraba a Anna.