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Mientras avanzaban, a Meg se le ocurrió que nunca antes había ido de pasajera en su propio coche. Era nuevo para ella estar sentada en el asiento trasero y dejar que Kon hiciera el trabajo. De mala gana, admitió que era un cambio agradable no tener que conducir, sobre todo teniendo en cuenta que las carreteras estaban heladas y que el viento sacudía el coche.

Pero, por supuesto, ella sola no habría salido con Anna en el coche en un día como aquel. Su rutina normal era dar un paseo hasta la iglesia, luego volver a casa y comer. Después, Meg solía animar a Anna a practicar con el violín. Más tarde, su hija se iba al apartamento de Melanie, o viceversa, mientras Meg tejía o cosía.

Últimamente, Anna pasaba mucho tiempo en casa de Melanie porque le fascinaba el nuevo bebé. Por eso estaba obsesionada con la idea de tener un hermanito: una hermanita y le había contado su deseo a Kon. Él parecía poder cumplir todos sus sueños. No era de extrañar que Anna lo adorara. ¿No lo había adorado la propia Meg?

Sin poder evitarlo, miró la cabeza morena de Kon, sus hombros anchos, su atractivo perfil. Apartó la mirada bruscamente para dirigirla a la ventanilla, pero sus ojos se encontraron un instante con los de él. Su mirada llameante le cortó la respiración.

La turbación que sintió, la puso tan furiosa que no se dio cuenta de que se habían detenido en un área de descanso.

– Aún no tengo que ir al servicio, papá.

Kon se echó a reír, pero Meg se sintió inquieta, preguntándose por qué habían parado. Él se dio la vuelta para mirarlas a las dos.

– Casi estamos en Hannibal. Pero, antes de que lleguemos, tengo que contaros un secreto -su voz grave aumentó las aprensiones de Meg-. Sé que tu madre puede guardarlo, pero, ¿y tú, Anochka? Si te digo algo muy, muy importante, ¿te acordarás de que es el secreto de nuestra familia?

Nuestra familia. Meg se quedó sin aliento. Anna abrió mucho los ojos y asintió solemnemente.

– Cuando me fui de Rusia, tuve que cambiar de nombre.

– ¿Por qué, papá?

Meg sintió una rara tensión que irradiaba de él, como si hubiera una corriente de oscuras emociones que le costaba expresar.

– Alguna gente se enfadó mucho cuando dejé mi país -dijo él-, y alguna gente de Estados Unidos se enfadó mucho porque me vine aquí. No les gustaba mi nombre ruso. No les gustaba yo.

Algo en su tono de voz le hizo pensar a Meg que había sufrido mucho.

– A nosotros nos gustas, papá -dijo Anna en defensa de su padre, dispuesta a perdonarle todo-. Te queremos, ¿verdad, mami?

– Y yo os quiero a vosotras -dijo él con voz profunda, impidiendo que Meg contestara-. Así que, para manteneros a salvo, tuve que cambiar de nombre.

Con una noticia tan importante que considerar, Anna se olvidó del villancico que empezaba a sonar en la radio.

– ¿Cómo te llamas ahora?

– Gary Johnson.

¿Gary Johnson? Meg tuvo que reprimir una carcajada. Ningún hombre en el mundo se parecía menos a un Gary Johnson que el agente del KGB Konstantino Rudenko. Era ridículo.

– ¡Así se llama un niño de mi clase! -gritó Anna, excitada-. Tiene el pelo rubio y una cacatúa. La señorita Beezley nos dejó llevar nuestras mascotas a clase y mami me ayudó a llevar mis peces.

Kon asintió, complacido por la respuesta de su hija.

– Hay miles de niños y hombres en Estados Unidos que se llaman Gary Johnson. Por eso lo escogí.

– ¿Y ya nadie quiere hacerte daño?

– Eso es. Tengo montones de nuevos amigos y vecinos y todos me llaman Gary o señor Johnson.

– ¿Yo puedo seguir llamándote papá?

Kon desabrochó el cinturón de seguridad de Anna y la sentó sobre sus rodillas para darle un beso.

– Tú eres la única persona en el mundo que puede llamarme papá, Anochka.

– Menos cuando tenga una hermanita.

– Eso es -murmuró él, abrazándola con fuerza.

Anna miró a Meg por encima del asiento. Sus ojos azules brillaban como gemas.

– Mamá, tienes que llamar a papá Gary a partir de ahora. No lo olvides -dijo, muy seria.

Sus palabras sonaron tan tiernas que a Meg le dio un vuelco el corazón y tuvo que apartar la mirada.

Siendo Kon como era, le sería imposible llamarlo Gary. En realidad, toda la situación era grotesca. Simplemente, no podría hacerlo. Pero realmente no importaba, porque solo lo vería en los días de visita y, entonces, no habría nadie a su alrededor.

Sintió sobre ella la mirada de Kon.

– Tu mamá siempre me llamaba «cariño», así que no creo que haya ningún problema.

Meg no podía soportar más aquella farsa. Se sentía como si hubiera envejecido cien años desde el ballet.

– Creo que va a estallar otra tormenta de nieve, Gary -bromeó-. Si vamos a ver tu casa, sugiero que nos movamos.

La sonrisa deslumbrante que le lanzó él, la hizo estremecerse.

– Parece que estás tan nerviosa como yo.

Puso a Anna en su asiento, le abrochó el cinturón de seguridad y volvió a poner el coche en marcha. Hannibal quedaba solo a siete kilómetros.

– Tengo muchas ganas de llegar a casa -le dijo Kon a Anna, acariciando sus rizos con la mano libre-. He estado muy solo sin mi niñita.

– Ahora estoy aquí, papá, y nunca volverás a estar solo, ¿verdad, Clara? -le preguntó Anna a su muñeca, a la que le había puesto el nombre de la niña de El cascanueces-. Clara también te quiere, papá.

– Me alegra saberlo.

Aunque lo intentó con todas sus fuerzas, Meg no pudo sustraerse al sonido de su voz profunda y a las miradas cariñosas que Kon intercambiaba con su hija. La generosidad de Anna hizo que a Meg se le pusiera un nudo en la garganta y pareció afectar a Kon de la misma forma, porque comenzó a murmurar en ruso palabras de cariño y agarró a Anna de la mano.

Había cumplido su objetivo. Anna nunca volvería ser solo de Meg. Ésta se llevó una mano al pecho, como si quisiera detener el dolor. ¿Qué iba a hacer?

Salieron de la autopista y entraron en la pequeña ciudad de Hannibal.

Meg no sabía cuáles eran los planes de Kon, pero imaginaba que las llevaría al centro de la ciudad, donde estaba la Casa Museo de Mark Twain.

Pero, en lugar de hacerlo, tomó un camino que pasaba por las casonas históricas, decoradas para la Navidad, hasta llegar a la famosa mansión Rockcliffe. Pasaron otra calle, giraron y entraron en una rampa de aparcamiento cubierta por la nevada nocturna.

Dieron la vuelta a la parte trasera de una bonita casa de color blanco de dos pisos.

– Hemos llegado, Anochka -Kon aparcó frente a un garaje para dos coches y le desabrochó el cinturón de seguridad a Anna.

Esta no podía estarse quieta. Sus ojos brillantes no se perdían detalle.

– ¿Dónde están los perros, papi?

– En el porche de atrás, esperándonos.

Meg contempló la casa con incredulidad y luego miró a Kon, que estaba ayudando a Anna a salir del coche. No reconocía, en aquel atento hombre de familia, al todopoderoso agente del KGB que, en el pasado, inspiraba temor.

Meg salió del coche, boquiabierta. Kon les dijo que esperaran allí, mientras abría la puerta.

Anna dio un grito de alegría cuando un bonito pastor alemán salió corriendo escaleras abajo y se puso a corretear a su alrededor sobre la nieve, husmeándole las manos y moviendo el rabo. Sin duda, Kon tenía experiencia en el adiestramiento de perros. El animal estaba tan bien amaestrado que no enseñó los dientes, ni gruñó, ni saltó sobre la niña, para alivio de Meg. A una orden de Kon, se quedó quieto y se dejó acariciar por Anna.

– Meggie, acércate a saludar a Thor -la animó Kon.

Su tono jovial y acogedor, le trajo a Meg recuerdos de otro lugar, de otro tiempo, en el que solo vivía para él y. siempre que estaban separados, contaba las horas que faltaban para que volvieran a verse.