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Durante unos minutos, Meg olvidó sus temores y se acercó al perro. Thor parecía tan contento como Anna. Mostraba su alegría con saltos, gemidos y ladridos que hicieron reír a Anna y a su padre.

Meg nunca había visto tan feliz a Kon. Sin darse cuenta, sonrió y de pronto descubrió que él la estaba mirando como antaño, con sus ojos de un azul rabioso llenos de pasión. Estremecida, se dio la vuelta.

– ¿Dónde está el otro perro? -quiso saber Anna.

– Gandy está muy ocupada dentro de la casa -fue la misteriosa respuesta-. ¿Entramos a ver qué hace?

– ¡Sígueme, Thor! -gritó Anna, alegremente, subiendo las escaleras detrás de su padre.

Antes de alcanzar la puerta, Meg oyó los gritos excitados de Anna. Intrigada, se apresuró a entrar en el cálido porche cerrado, donde vio a una perra pastora tumbada en un rincón, sobre una cama improvisada, con tres cachorrillos mamando. La perra levantó la cabeza cuando se acercaron.

Thor se echó junto a Kon. Este se puso de cuclillas y rodeó a Anna con el brazo para mirar aquella bonita estampa.

– Este es el regalo anticipado de Navidad del que te hablé, Anochka -murmuró.

– ¡Oh, papá! -exclamó, entusiasmada-. Mira a la más pequeña. Podría caber en mis manos.

– Es un macho -dijo él, suavemente.

Anna asimiló la información y dijo:

– ¿Puedo tocarlo? Por favor…

– Dentro de un rato, cuando acabe de comer. No debemos molestarlos ahora.

– ¿Cómo se llama? -murmuró Anna.

– Creo que es mejor que tú elijas el nombre, porque va a ser tu perro. A los otros dos les buscaremos un hogar, en cuanto estén listos para dejar a su mamá. Pero ese cachorro es para ti.

Anna se volvió a mirar a Meg, con los ojos brillantes.

– Mami, voy a llamarlo «Príncipe Marzipán Johnson».

Meg se echó a reír, sin poder evitarlo, y Kon la imitó.

– ¿Qué tal si lo dejamos en «Príncipe»? -logró decir Kon, poniéndose en pie-. Creo que ya hemos abusado de la paciencia de Gandy. ¿Por qué no entras con Thor y empiezas a explorar? -abrió otra puerta que daba entrada a la casa-. A ver si encuentras tu habitación.

– ¿Mi habitación? ¡Vamos, Thor! -Anna agarró al perro por el collar y ambos entraron por la puerta abierta.

En cuanto desaparecieron, Meg volvió a ser consciente de la realidad de la situación.

– Kon…

– Después, Meggie. A menos que quieras ducharte conmigo…

Ella se metió las manos en los bolsillos del abrigo y volvió a mirar a Gandy.

Mucho después de que Kon entrara en la casa, Meg seguía allí, de pie, deseando olvidar la imagen de ese cuerpo curtido y atlético que una vez había conocido y deseado el suyo.

El tormento agridulce de esos recuerdos la mantuvo paralizada y, aunque Anna la llamó, no pudo entrar en la casa. Una casa que Kon había comprado con dinero obtenido de la venta de secretos.

Capítulo 6

Meg tenía miedo. Miedo de que le gustara demasiado aquella casa. Miedo de que Kon resquebrajara su resistencia un poco más. Miedo de que los contornos de la realidad se desdibujaran, hasta el punto de que ya no supiera qué era ficticio y qué real. Miedo de ser tan vulnerable e ingenua como Anna y… ¿y de qué más? No lo sabía.

Aunque de verdad Kon hubiera desertado, todavía era un hijo de Rusia, un hombre que amaba a su país. Meg no podría culparlo si deseaba visitar la remota aldea de Siberia donde había nacido; donde, siendo un niño, había jugado con su trineo; donde había sido feliz en el seno de su familia.

Tenía dinero y podía viajar con pasaporte estadounidense. Y tal vez se llevara a Anna con él. ¿No sería natural que quisiera recobrar su infancia truncada a través de la mirada de su hija?, ¿que quisiera inculcarle a Anna su amor por Rusia? Si conseguía la custodia compartida, podría llevarse a Anna adonde quisiera, sin que Meg pudiera hacer nada.

Años atrás, Meg había rechazado su proposición de matrimonio porque no quería establecerse de manera permanente en Rusia. Eso no cambiaría y Kon lo sabía. Estaba segura de que no habría forma legal de impedirle que se llevara a Anna temporalmente. Era hora de hablar seriamente con él.

Un impulso de energía nerviosa la empujó por fin a entrar en la casa. Pero se detuvo en medio de la cocina, admirada por los armarios de madera blanca de estilo tradicional inglés. La pátina brillante de la tarima de cerezo del suelo, las molduras blancas y las paredes pintadas de amarillo pálido creaban un ambiente de calidez y belleza. El resto del piso bajo estaba decorado en el mismo estilo tradicional.

La casa era de tamaño medio y tenía ventanas antiguas de un sobrio clasicismo. En el salón y el comedor, la combinación de piezas de anticuario y de cómodos y mullidos sofás tapizados de damasco verde, daba al interior un aire intemporal.

Meg observó la curva elegante de la escalera, con su pasamanos de madera labrada. Entró despacio en un estudio cerrado por puertas acristaladas. A ambos lados de la chimenea de ladrillo, había dos librerías adosadas a la pared que contenían una impresionante biblioteca de literatura clásica, con libros en varios idiomas, incluido, por supuesto, el ruso. El único toque moderno eran unos armarios archivadores y un escritorio sobre el cual había una lámpara y un ordenador.

¿Reflejaba aquella decoración el gusto de Kon o había comprado la casa tal y como estaba?

¿Cómo podía Meg conocer al hombre real que se ocultaba tras el agente del KGB cuando su único contacto había tenido lugar en un coche de policía, en una cárcel o en un restaurante regentado por el KGB? O en una cabaña de leñadores…

Meg se estremeció al considerar lo que había hecho. Anna había sido concebida en una cama extraña, con un extraño, en un país extraño…

Seguramente, en aquellos tiempos Kon no podía llevar a su amante a su casa, si es que tenía algo parecido a una casa. Su experiencia no había tenido nada que ver con la forma normal en que un hombre y una mujer se conocen y llegan a quererse.

Según Walt y Lacey Bowman, Kon vivía en Hannibal desde hacía cinco años. ¿Le había dado el gobierno americano aquella casa, junto con su nueva identidad, a fin de ocultar que era un desertor ruso?

¿Quién era Kon realmente?

¿Era Konstantino Rudenko el nombre que le dieron sus padres al nacer, o el que le había dado el gobierno ruso?

Meg pensó que se volvería loca si intentaba responder a todas aquellas preguntas y escondió la cara entre las manos.

De pronto, sintió otras manos sobre sus hombros. Unas manos fuertes, masculinas y cálidas que le resultaron dolorosamente familiares. Podría haberse apartado, pero una fuerza más poderosa que su voluntad gobernaba su cuerpo. Una voz baja y profunda susurró:

– No intentes resolver todos los problemas del mundo ahora mismo.

Era como si le hubiera leído el pensamiento.

Se quedó sin aliento cuando él comenzó a acariciarle la nuca, dándole un suave masaje sobre los músculos tensos.

– Tú y yo no hemos estado solos ni un momento hasta ahora -murmuró Kon, rozando con su boca el lóbulo de la oreja de Meg-. Adoro a Anna, pero creí que iba a volverme loco si no encontraba una forma de que se entretuviera ella sola, para poder besar a su madre. Dios mío, han sido seis años interminables, mayah labof.

Meg sintió el calor de su cuerpo y sus antiguos deseos reaparecieron, atrapándola pese a su resistencia. Kon la besó en las mejillas. Ella percibió el olor a jabón de su cara fresca y recién afeitada.

– No ha habido nadie para mí desde que me dejaste y tengo la impresión de que para ti tampoco. Lo que compartimos no podría repetirse con nadie más. Ayúdame -gimió Kon antes de besarla y estrecharla entre sus brazos.

Meg intentó no responder al beso, pero se sentía como si una droga le hubiera nublado el entendimiento. El beso comenzó a obrar su magia y Meg abrió la boca, casi sin darse cuenta de lo que hacía. Había perdido el control. Igual que en el pasado…