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Dios mío.

– Retenga a Anna ahí. Yo llegaré enseguida. Y gracias por ser tan precavida.

Sin la intervención de Carla Morley, probablemente Kon estaría ya de camino a Hannibal con Anna. Ésta estaba tan enfadada con Meg, que lo habría acompañado a cualquier parte.

Cheryl la miró con preocupación cuando Meg colgó el teléfono.

– ¿Le pasa algo a Anna? Estás blanca como una sábana.

– Está… está mala -no podía hablarle a nadie de Kon, ni siquiera a Cheryl-. Voy a tener que llevarla a casa. ¿Te importa sustituirme?

– Claro que no. De todas formas, no debías haber venido a trabajar esta mañana. Vete a casa y quédate allí hasta que las dos os recuperéis.

– Gracias, Cheryl.

Cuando atravesó la sala de exposición, Ted intentó trabar conversación, pero Meg le dijo que Anna estaba enferma y que no podía pararse a hablar. Él la acompañó al aparcamiento y le abrió la puerta del coche, diciendo que la llamaría más tarde para ver si podía hacer algo.

Meg le agradeció su preocupación, pero le dijo que no era necesario. No volvió a pensar en Ted mientras conducía hacia el colegio de Anna. Por fortuna, la tormenta prevista no se había producido. Las calles estaban relativamente despejadas de nieve y Meg se saltó el límite de velocidad para llegar cuanto antes a su destino. Aparcó en la zona reservada al autobús escolar para ganar tiempo y salió precipitadamente del coche.

Con el corazón en un puño, entró en la oficina de dirección y vio a Anna sentada sobre las rodillas de Kon, con la cabeza apoyada en su pecho. Verlos juntos siempre la perturbaba. Se parecían tanto…

El alivio que sintió al encontrar a su hija a salvo, se convirtió en consternación al ver su cara congestionada.

– Cariño, la señorita Morley dice que estás malita.

– No me encuentro bien -dijo Anna, con una voz débil que sorprendió a Meg.

Atrapada en un torbellino de emociones, Meg se fue directa a Anna, que no opuso resistencia cuando la tomó en brazos. No hubo ningún «te odio, mamá» que hiciera a Meg sentirse peor de lo que ya se sentía.

La señorita Morley le ofreció una sonrisa de conmiseración.

– Hay un brote de gripe. Esta mañana han faltado muchos alumnos.

– Seguramente será eso -murmuró Meg, aturdida. Sintió clavada en ella la mirada de Kon, que se había levantado. Parecía desafiarla a hacer una escena delante de aquella mujer.

– Afortunadamente, hoy es el último día antes de las vacaciones de Navidad -dijo la maestra amablemente-. Anna tendrá todas las vacaciones para recuperarse.

Meg no veía el momento de salir de allí.

– Gracias, señorita Morley.

– No se preocupe. El señor Johnson calmó a Anna en cuanto llegó. ¿Verdad que sí, Anna? -la mujer sonrió primero a la niña y luego a Kon, obviamente encantada con él-. Feliz Navidad.

Meg agradeció que la mujer no sacara a relucir el tema de la autorización. Sin duda, la señorita Morley estaba acostumbrada a tratar con padres divorciados y sabía ser discreta.

– Feliz Navidad -respondió Anna, con una voz que sonó mucho más alegre que antes.

– ¿Cómo sabías el teléfono de tu padre? -le preguntó Meg en cuando salieron de la oficina.

– Le dije a la señorita Morley que papá vive en Hannibal y que se llama Gary Johnson, como él nos dijo. Y ella lo llamó.

Para consternación de Meg, Kon la miró con sorna.

– Nuestra hija es muy lista y tiene muchos recursos -comenzó a decir en ruso-. Si no tienes más cuidado, tu paranoia va a trastornarla.

El reproche hizo que Meg se sintiera pequeña y mezquina. Y, por supuesto, culpable por pensar siempre lo peor de él. Se dio cuenta de que, irónicamente, el incidente verificaba al menos en parte su historia, lo que le daba a Kon una ventaja moral. La llamada probaba que estaba en el listín telefónico y que llevaba establecido algún tiempo en Hannibal.

– ¿Podemos irnos a casa? Príncipe me echa de menos.

– Yo cuidaré de él, Anochka -respondió Kon, antes de que Meg pudiera decir nada. De nuevo, sintió que su mundo se desintegraba… Anna ya no consideraba su apartamento como su hogar.

Al parecer, Kon había notado lo pálida que estaba Meg. Cuando abrió la puerta del coche para que entrara Anna, dijo:

– Ahora mismo, tu madre y tú os vais a meter en la cama.

Anna miró a Meg con pena.

– ¿Estás enferma, mamá?

– No -contestó ella, mientras le abrochaba el cinturón de seguridad-. Solo un poco cansada.

– ¿Papá viene con nosotras?

– Eso depende de tu madre -dijo Kon suavemente, dejando la responsabilidad a Meg, que seguía siendo la mala de la película.

– ¡No te vayas, papá! -Anna comenzó a llorar otra vez.

De pronto, Meg se sintió completamente desesperada. Se apoyó en la puerta del coche, sin fuerzas para luchar. No podía enfrentarse a Kon y a su hija al mismo tiempo. Con voz lánguida, dijo:

– Tu padre puede seguirnos en su coche, si quiere.

Anna dejó de llorar al instante.

Meg esperaba ver una expresión triunfante en el rostro de Kon, pero, cuando él le abrió la puerta del conductor, un fugaz destello de tristeza oscureció sus ojos azules. Eso confundió aún más a Meg, que se preguntó si fingía.

– Estaré justo detrás de vosotras, Anochka.

– ¿Me lo prometes? -preguntó Anna, hipando.

Meg se aferró con fuerza al volante. No reconocía a su hija, De repente, se había convertido en una niña ansiosa, temerosa de que su padre desapareciera de su vida. Su carácter vivo y confiado había cambiado por completo.

Al parecer, Kon no era inmune a la fragilidad de Anna, porque, inesperadamente, abrió la puerta trasera y subió al coche.

– Iré con vosotras y recogeré mi coche más tarde.

Antes de que Meg pudiera impedirlo, Anna se quitó el cinturón de seguridad y saltó al asiento trasero para abrazarse a Kon. Meg los miró por el retrovisor y su corazón se llenó de algo parecido a la tristeza al ver la ternura con que Kon consolaba a su hija, la acunaba en sus brazos y le decía palabras cariñosas.

Y así fue como Meg lo supo. Kon quería a Anna. Una emoción así no podía ser fingida. Un sexto sentido le dijo que Kon quería a su pequeña Anochka tanto como ella misma. Y Anna lo quería a él. Si Meg había tenido la vana esperanza de que aquello solo fuera una ilusión pasajera, de la que Anna se olvidaría en cuanto perdiera de vista a Kon, era mejor que se desengañara.

Hicieron el camino a casa en silencio. Cuando Meg aparcó y salió del coche, vio que Anna se había quedado dormida, con la cara todavía humedecida por las lágrimas, en brazos de Kon. La noche anterior había estado llorando durante horas antes de caer rendida.

Kon salió del coche con mucho cuidado para no despertarla y siguió a Meg.

Ella agradeció que casi no hubiera gente por allí a esa hora del día. Abrió la puerta del apartamento y Kon llevó a Anna a su habitación. Meg los siguió y se quedó en la puerta, observando cómo él le quitaba sigilosamente la chaqueta y los zapatos a Anna y la metía en la cama. Le acarició suavemente en la mejilla y, luego, bruscamente, se irguió y miró a Meg con expresión inquietante.

Asustada por la tensión que se había instalado entre los dos, Meg se fue apresuradamente al cuarto de estar. Se preguntaba si estaba al borde de una crisis nerviosa.

– Podemos casarnos pasado mañana y no tener que pasar por esto otra vez. Pero, si eres demasiado egoísta para pensar en lo mejor para Anna, te advierto que haré todo lo que pueda para tener una relación con ella.

– ¿Y qué hay de lo mejor para mí? -saltó Meg.

Él observó el color febril de sus mejillas, el fulgor de sus ojos grises, las curvas que se adivinaban bajo su blusa de seda blanca.